El dictador cubano Miguel Díaz-Canel, o mejor dicho, el testaferro del dictador cubano, ese electricista devenido en opresor, ha anunciado que “se acabó el pan de piquito”. Es, probablemente, la última variedad de pan que se pierde en Cuba. Antes desaparecieron el de gloria y el de flauta, entre muchos otros de esa maravilla en peligro de extinción que es nuestra tradición culinaria.
Díaz-Canel, aún más corto de palabras que de vista, se valió de esa frase republicana para anunciar otra medida tardocastrista. La dictadura se prepara para no permitir el más mínimo disenso. Con la jactancia a la que nos tiene acostumbrados (y repugnados) avisa que ya no habrá la más mínima tolerancia con los que ya soportan en el peso de toda su intolerancia.
A lo largo de seis décadas y después de un oprobioso camino que algún día tendrá que (re)escribirse, el régimen instaurado por los hermanos Fidel y Raúl Castro fue privando a los cubanos de todos sus derechos y de cada una de sus libertades. Hoy la isla es un territorio habitado por millones de zombis y por unos pocos ciudadanos que insisten en defender una identidad y una nación.
A estos últimos está dirigida la amenaza del dictaferro (producto del cruce de una bestia dominante con una sumisa). Obvia algo Díaz-Canel, que se acabe el pan de piquito en Cuba es irrelevante. Si faltan los más elementales derechos, las libertades más básicas y los alimentos indispensables para vivir, qué importancia puede tener una variedad de pan que solo conocimos en el teatro bufo.
El dictador cubano Miguel Díaz-Canel, o mejor dicho, el testaferro del dictador cubano, ese electricista devenido en opresor, sabe tan poco de panadería como de libertades. Solo así se explica que hable con tanto desprecio de un arte que los cubanos metían al horno, cada madrugada de la isla.
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