30 septiembre 2015

Le pido disculpas a Santo Domingo, pero esta noche iré a ver a Serrat

Roberto Salcedo, el alcalde de Santo Domingo, es un comediante que se ha hecho famoso por las bromas de mal gusto que le ha jugado a la ciudad. En una céntrica avenida, erigió un parque de monstruos de plástico que con toda seguridad es uno de los más horribles del mundo.
Todos los años, durante la Semana Santa, Salcedo construye un balneario artificial justo al lado del mar. Decenas de camiones de arena son vertidos sobre el Malecón y enormes piscinas de plástico convierten al espectacular paseo marítimo de Santo Domingo en un penoso show.
Luego, durante Navidad, el singular histrión trastoca un bellísimo bosque en un estridente espectáculo de luces. ¡Justo en un país con graves problemas de generación, donde el servicio de energía es precario y costosísimo! Como si eso no le bastara, su pasión por el espectáculo le llevó a construir un escenario justo en el centro de ese bosque.
Desde el mismo día de su inauguración, el anfiteatro Nuryn Sanlley se convirtió en una tragedia para los vecinos del parque Iberoamérica. Por eso me prometí a mí mismo que nunca asistiría a ninguna función en ese perturbador lugar. Era mi manera de solidarizarme con los afectados y de protestar contra los ridículos caprichos de Salcedo.
Pero esta noche se presenta ahí Joan Manuel Serrat y eso me obliga a traicionarme a mí mismo. Las canciones del Nano fueron fundamentales en la formación de mi carácter. Mis pocos aciertos y mis mejores equivocaciones siempre estarán en deuda con las creaciones de ese gran poeta.
Por eso le debo una disculpa a Santo Domingo. Esta noche me veré forzado a renunciar a mis principios. Haré todo lo posible por llegar entre los primeros y trataré de decir con mis aplausos todo lo que Serrat significa para mí. Lo siento; pero cuando se trata de la Poesía, todo lo demás queda en un segundo plano.

28 septiembre 2015

Yordanka Ariosa, la diva que Cuba ignora

La misma noche que la conocí, pocos minutos después de que empezara a actuar, supe que estaba frente a una diva. Entonces sentí esa rara felicidad que le llega a uno cuando disfruta de algo que no será capaz de olvidar nunca y que, probablemente, lo marcará para siempre.
Fue Raúl Martín —el director de la obra— quien me la presentó. Me advirtió que era “lo más grande”. Pero como Raulito padece de una generosidad casi patológica, preferí esperar a convencerme por mí mismo. Esa misma noche la vi actuar, cantar, bailar, manotear…
Ni su extraordinaria naturalidad ni su desconcertante humildad lograron camuflar el genio que había dentro de ella. Cuando aquella muchacha tan menuda salió al escenario de Casa de Teatro, todo se llenó con la luz de sus gestos.
En fracciones de segundo lograba, según la circunstancias que su cuerpo y su voz establecían, que lloráramos o riéramos. Al final, cuando ya celebrábamos la gran función, tuve la suerte de disfrutar de su exorbitante cubanía.
Luego me contaron de todas las precariedades que tenía que superar para mantenerse actuando. Me contaron de su persistencia y de sus osadías, de cómo una cotidianidad paupérrima no le quitaban el sueño (su sueño) ni la voluntad.
Ayer supe que había ganado la Concha de Plata a la mejor actriz en San Sebastián, por su actuación en El rey de La Habana (Agustí Villaronga, 2015). Busqué en todos los medios cubanos con la certeza de que ya le habrían hecho entrevistas o al menos ya tendrían alguna reacción suya. Pero fue en vano.
Yordanka Ariosa sigue siendo la diva que Cuba ignora. Debe ser porque su arte pertenece al futuro y no a ese pasado que se resiste a permitir que tengamos presente. Me llena de orgullo que esa cara de asombro nos haga dichosos a todos.

26 septiembre 2015

¡Ya tengo la respuesta!

Obra dominicana del artista cubano José Bedia.
(Cortesía de Lyle O. Reitzel Gallery) 
   
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Esta semana me hicieron una pregunta que, como no la esperaba, fui incapaz de responderla. Me la hizo uno de los obreros del edificio al que acabamos de mudarnos. Durante los cuatro años que duró la obra entablé una entrañable amistad con muchos de ellos. 
Ninguno me dice mi nombre. Un día uno me llamó Cuba y como no opuse resistencia, el resto se apropió del apodo. Estábamos en un alero a 11 pisos del suelo, buscando el origen de una inexplicable filtración, cuando me soltó la interrogante.
—Cuba, tengo algo para decirte —a pesar de que teníamos un abismo a nuestras espaldas, hablaba cómodamente— ¿por qué tu viniste para un país que nos tiene jartos a todos, si el tuyo es tan bueno y tan lindo?
Solo se me ocurrió sonreír, como si me hubieran hecho un chiste y no un grave cuestionamiento. Traté de darle varias respuestas, pero ninguna era del todo honesta y preferí cambiar la conversación:
—Mira, mira el anclaje del louver, creo que el agua entra por ahí.
En verdad vengo de un país que a veces solo existe en el imaginario de algunos y en la nostalgia de otros. Por un lado, están esos “revolucionarios” recalcitrantes que pintan al régimen como una sociedad ideal, donde el bienestar y la felicidad se distribuye a partes iguales.
Para probarlo, publican en sus redes sociales fotos de estudiantes uniformados y sonrientes o de médicos orgullosos de sanar a la patria y al socialismo. Con la misma obviedad que la cereza cae encima del helado, citan alguna consigna y maldicen al capitalismo.
Por el otro, están los que admiten que los cubanos viven en la miseria más atroz y sin la más mínima expectativa de futuro, pero que deben resistir, porque ellos representan “un ejemplo de dignidad ante el mundo”, “el faro de América” o “la victoria del pequeño y valiente David sobre el gigante y cobarde Goliat”.
Frente a esas caricaturas está la Cuba real. Un país que ha ido envejeciendo de una manera dramática porque los jóvenes se van o se niegan a tener hijos. Una nación donde todos están obligados a pensar de una única manera para no ser excluidos o condenados. Una cultura que se ha desfigurado a golpes de censura y autocensura. Una identidad que se ha ido arruinando por las carencias más elementales…
República Dominicana tiene innumerables problemas. Eso es innegable. Pero los dominicanos disfrutan de una democracia. Aún es frágil, es cierto, pero ya es una democracia. La mayor prueba de ello soy yo mismo, que no nací aquí y he podido decir lo que pienso, con la mayor libertad, desde el mismo día en que llegué.
Si un cubano dice en su país un tercio de las cosas que yo —aun siendo extranjero— he dicho de algunos líderes políticos dominicanos, con toda seguridad estuviera en la cárcel acusado de traidor, mercenario, gusano y de todos esos atroces calificativos que las dictaduras acaban instaurando para acallar a sus ciudadanos.
¡Ya tengo la respuesta para mi amigo obrero! Vine a República Dominicana porque estaba jarto de vivir en un país “tan bueno y tan lindo” pero sin libertad. Quería que mi hija creciera con el derecho de decir lo que piensa aun cuando no tenga la razón.
En uno de sus libros, Juan Bosch compara la pobreza de Santo Domingo con la opulencia de La Habana. El genial cuentista se lamenta de que los dominicanos no hubieran construido una capital como la de los cubanos. A medio siglo de haber sido escrito ese ensayo, la realidad en ambas ciudades es inversamente proporcional.
Por eso, cuando los cubanos volvamos a tener una nación, yo quiero que se parezca a República Dominicana. Ser libres vale mucho más que un libro o una medicina gratis con la condición de permanecer amordazado.

24 septiembre 2015

El sabor, el recuerdo y el sonido

Un vagón Pionero en el andén de Caibarién. © Iván Cañas (1968)
Ayer mi madre hizo torrejas. Aunque su memoria es cada vez más escasa, no ha extraviado ningún detalle de las receta original de mi abuela Atlántida. Hoy, mientras desayunábamos, le dije a Diana que ese era uno de los sabores que más extraño de mi infancia.
Ya me estaba sirviendo el segundo café (Bustelo, desde luego) cuando oí un ruido de hierros viejos. En verdad era la estera de una máquina excavadora que abre un hoyo enorme en la calle del fondo. Pero a mí lo que me vino a la cabeza fue el mixto de Cumanayagua.
Los vagones de aquel tren, que dejó de circular a mediados de la década de los 90 del siglo pasado, se llamaban Pionero y estaban hechos con viejas planchas de cargar azúcar y antiguos autobuses Canberra. Llegaban al Paradero de Camarones a la hora del desayuno. Chirriaban como si se fueran a desarmar de un momento a otro.
Todo ocurrió en fracciones de segundo: el retrogusto de la vainilla y la canela, el recuerdo de las torrejas de Atlántida y la confusión con el sonido de los hierros. Eso me hizo recordar la frase que Paul Bowles recita en la escena final de El cielo protector (Bernardo Bertolucci, 1989).
“Como no sabemos cuando habremos de morir, pensamos que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, las cosas suceden un número muy limitado de veces. ¿cuántas veces mas usted recordara una cierta tarde de su niñez, una tarde que es tan parte de su ser, que no se puede imaginar su vida sin ella?”, pregunta Bowles.
Mi respuesta está en esa fracción de segundo en que coincidieron el sabor, el recuerdo y el sonido.

22 septiembre 2015

Mensaje de Ángel Santiesteban a sus amigos dominicanos

El escritor cubano Ángel Santiesteban le envió hoy un mensaje a todos sus amigos en República Dominicana. Lo reproduzco en El Fogonero por si alguno de ellos pasa por aquí.
A mis hermanos dominicanos, el agradecimiento eterno por su constante preocupación y por todos los mensajes que me hicieron llegar a la cárcel. Los amigos se saben en los tiempos adversos y ustedes me ofrecieron una solidaridad que nunca olvidaré. 
Sentí sus lejanas palabras como un fuerte abrazo, ellas fueron una guarida donde pude acurrucarme y resistir. Gracias a gestos como los de ustedes pude soportar los zarpazos de los represores que enviaba el dictador.
Les agradezco su humanidad, generosidad y amistad. 
Abrazos,
      Ángel Santiesteban

21 septiembre 2015

Dios y el Diablo en la tierra del sol

Esta imagen podría llevar el mismo título que aquel filme de Glauber Rocha de no ser por la gravedad del hecho. Francisco, quien encarna una extraña mezcla de Evita Perón con Paulo Coelho, se negó a reunirse con los pocos cubanos que se enfrentan de una manera pública a la dictadura. 
También evitó recordar a Oswaldo Payá, un ferviente católico que murió en extrañas circunstancias mientras luchaba justamente por todo lo que él Papa pide en sus sermones. La excusa de Francisco es que no tenía tiempo, que su agenda era muy apretada. 
Sin embargo encontró el espacio para acudir con un "pequeño séquito" (sic.) a la guarida del dictador más viejo de América. Este vergonzoso gesto, este inexplicable servicio a domicilio, le levanta la sotana a Bergoglio y deja ver al verdadero hombre que hay dentro de ella.

17 septiembre 2015

Alberto Rodríguez Tosca (1962-2015)

Cuando Arturo Arango me dijo que estaba herido de muerte, me costó mucho digerirlo. Alberto Rodríguez Tosca vivía y escribía como si fuera a durar muchísimos años. Sus actos y sus poemas eran los de un hombre que no tenía en mente el más mínimo encuentro con la parca.
En 1999 estuve casi un mes en Colombia. Durante esos días, Albertico y yo fuimos inseparables. Conservo un cartel donde se anuncia un recital de poemas que dimos juntos en un bar, bebiendo aguardiente, rodeados por la bohemia más recalcitrante y el frío de Bogotá.
Gracias a él conocí las maravillas más intrincadas de La Candelaria, un lugar que parece estar hecho para que solo vivan en él poetas, artistas y orates. Una madrugada, con un frío que calaba los huesos, apenas abrigados por el alcohol, una nube se quedó atrapada en una callejuela y comenzó a perseguirnos.
—Como puedes ver —me dijo— aquí arriba vivo dentro de la poesía.
Según me contó Arturo, gracias a Norberto Codina se logró que volviera a Cuba y que se hiciera todo lo posible por salvarlo. Pero ya era demasiado tarde. Los poetas suelen tener un hígado muy frágil, cualquier rasguño en él se convierte en una herida mortal.
Recuerdo cuadro a cuadro la última noche que compartimos. Al final, mientras cantábamos a dúo una de las más viejas de Silvio, abrazados y totalmente borrachos, me pidió que me mantuviera atento, porque el fantasma de José Asunción Silva podía aparecer en cualquier momento.
Lo único que le pido a Albertico es que el día que yo vuelva a La Candelaria, él haga todo lo posible por reaparecer. Me conformo con su fantasma.

12 septiembre 2015

Leer es más importante que escribir

(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Poder compartir este espacio con Freddy Ginebra, mi padre dominicano, es una verdadera fortuna. Pero la obligación de tener que decir algo los sábados que él hace silencio, ha acabado convirtiéndose en una angustiosa responsabilidad.
Hace unos días una señora me abordó cuando pagaba en el supermercado. “¿Tú eres el que escribe cuando Freddy no puede?”, me preguntó inquisitiva. “¿Cómo lo supo?”, fue lo único que se me ocurrió decirle. “Adió, porque leí su nombre en la tarjeta de crédito”, su tono parecía reclamarme que no la subestimara.
“A mi nieta le gustan sus cosas, pero a mí no —soltó sin reparos—. Es que no pareces ser un hombre tan feliz como Freddy”. “Doña, en el planeta Tierra no existe un hombre más feliz que Freddy” —su crisis de honestidad me obligó a ser también lo más honesto posible.
Sonrió y, con una de las expresiones más amables que he visto en mi vida, me puso la mano en el hombro, como si tratara de consolarme. “Ay, ombe, eso es así”. 
Se tomó un tiempo para inspeccionar las cosas que llevaba en el carrito. Cuando llegó a las dos botellas de Brugal Extra Viejo, levantó la vista: “Ya veo que tiene los mismos gustos que Freddy”.
“Es mi padre —fue lo único que se me ocurrió responderle—, trato de imitarlo en todo… aun cuanto sepa que nunca llegaré a ser tan feliz como él”. Olvidé mencionar a su esposo, quien permaneció en silencio junto a nosotros. De vez en cuando, solo de vez en cuando, me ofrecía un gesto compasivo.
“Dígame una cosa —por fin se decidió a intervenir—, a mi nieta también le gusta escribir. ¿Qué consejo usted le daría?”. “El mismo que le daría Freddy —llegados a este punto, primero me cuidé de quedar bien con su esposa—, que lea”.
“¿Cómo así?”, preguntó ella. “Ya no tenemos que ir”, dijo el esposo empujando su carrito. “No, no, no, espérame, quiero que primero me responda eso”, insistió ella. “Leer es más importante que escribir —le respondí a él, pero ella me tocó en el hombro para reclamar mi atención—. Yo podría dejar de escribir ahora mismo, pero sería incapaz de dejar de leer”.
Entonces caí en cuenta de que en los dos últimos meses apenas había escrito. Cuando traté de encontrar las razones, se lo achaqué al calor del verano, a la mudanza de El Bohío y a los inconvenientes con la compañía de comunicaciones, que aún no ha sido capaz de trasladarnos el Internet.
Pero al final me di cuenta de que la verdadera razón es que en las últimas semanas tampoco he tenido tiempo para leer. No sé escribir sin leer. Para poder decir algo, primero tengo que fijarme en las palabras de los otros. Este fin de semana reorganizaré los libreros.
Estoy seguro de que ese será un trabajo muy productivo, porque me recompensará con un nuevo plan de lectura. Solo entonces podré ponerle fin a mi sequía interna, que en estos momentos es tan aguda como la que sufre el territorio nacional.
Para que la señora dejara de mirarme con cara de desconfianza, le cité a al escritor que más he leído en mi vida. “Una vez a William Faulkner le advirtió a sus alumnos que escribieran. ‘Pero es imprescindible que sean grandes lectores —les dijo—. Nada sustituye lo que nos da la lectura’”.
El esposo la tomó del brazo y la invitó amablemente a despedirse. Una vez más me ofreció un gesto compasivo. “Puede que tú y el tal Faulkner tengan razón, pero la felicidad es aún más importante que la lectura, así que imite a su padre también en eso y no se angustie tanto en sus escritos”, soltó mientras se alejaba.
No tuve tiempo de responderle, así que lo hago ahora: Pocas cosas me hace más feliz que un buen libro. No les pregunté sus nombres, pero ellos saben. Desde aquí les doy las gracias por salvarme de la angustia de este sábado, solo de este.

11 septiembre 2015

Diana pisará las calles nuevamente

Diana Sarlabous amaneció oyendo "Yo pisaré las calles nuevamente", de Pablo Milanés. Cuando le hice notar que hoy era 11 de septiembre, me aclaró que la estaba oyendo por la ciudad en la que ella nació. "En Santiago de Chile ya se pueden pisar las calles libremente, pero Santiago de Cuba sigue presa de una dictadura que la ha llevado a la ruina. La estoy cantando por mi Santiago", recalcó.

08 septiembre 2015

Cachita

Mi querido hermano Eduardo Lozano, viejo compañero de literas en la Escuela de Arte de Cubanacán, nos regaló este díptico sobre la aparición de la Vírgen de la Caridad en la bahía de Nipe y la representación actual que tendría ese hecho. Hoy, día de la Patrona de Cuba, quiero darle las gracias por su gesto y volverle a mandar otro abrazo. En cuanto amaneció, Diana le puso girasoles y le encendió una vela.