Un vagón Pionero en el andén de Caibarién. © Iván Cañas (1968) |
Ayer
mi madre hizo torrejas. Aunque su memoria es cada vez más escasa, no ha
extraviado ningún detalle de las receta original de mi abuela Atlántida. Hoy,
mientras desayunábamos, le dije a Diana que ese era uno de los sabores que más
extraño de mi infancia.
Ya
me estaba sirviendo el segundo café (Bustelo, desde luego) cuando oí un ruido
de hierros viejos. En verdad era la estera de una máquina excavadora que abre
un hoyo enorme en la calle del fondo. Pero a mí lo que me vino a la cabeza fue
el mixto de Cumanayagua.
Los
vagones de aquel tren, que dejó de circular a mediados de la década de los 90
del siglo pasado, se llamaban Pionero y estaban hechos con viejas planchas de cargar azúcar y
antiguos autobuses Canberra. Llegaban al Paradero de Camarones a la hora del desayuno. Chirriaban
como si se fueran a desarmar de un momento a otro.
Todo
ocurrió en fracciones de segundo: el retrogusto de la vainilla y la canela, el
recuerdo de las torrejas de Atlántida y la confusión con el sonido de los
hierros. Eso me hizo recordar la frase que Paul Bowles recita en la escena
final de El cielo protector (Bernardo
Bertolucci, 1989).
“Como
no sabemos cuando habremos de morir, pensamos que la vida es un pozo
inagotable. Sin embargo, las cosas suceden un número muy limitado de veces.
¿cuántas veces mas usted recordara una cierta tarde de su niñez, una tarde que
es tan parte de su ser, que no se puede imaginar su vida sin ella?”, pregunta
Bowles.
Mi respuesta está en esa fracción de segundo en
que coincidieron el sabor, el recuerdo y el sonido.
1 comentario:
Buen provecho...
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