30 septiembre 2020

La ceiba inclinada

La casa de Felo López estaba a unos 50 metros de la nuestra, la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. Él, su esposa Carmen, su hijo Persi y su nuera Lola eran nuestros más cercanos vecinos. Su pozo estaba junto al árbol más alto del pueblo, una inmensa ceiba cuya sombra nos alcanzaba todas las tardes.
Mi abuelo Aurelio tenía la teoría de que las raíces de ese árbol le daban un sabor y una frescura única al agua del pozo. Por eso me hacía ir a buscar dos cubos diarios. No bebíamos otra. Mi abuela Atlántida y yo la poníamos a enfriar en el refrigerador. Aurelio la tomaba de la tinaja.
La ceiba tenía una pronunciada inclinación. De pequeño, mi abuelo me decía que iba a convencer a Felo y a Persi para tratar de enderezarla con una yunta de bueyes. Por mucho tiempo lo creí probable. El día que por fin me di cuenta de que eso era imposible, estuvo riéndose un largo rato.
—Esa ceiba es nuestra torre de Pisa —decía cuando mostraba su admiración por el árbol.
Esa fijación de Aurelio con la inclinación de la ceiba de Felo López, acabó marcándome. Caí en cuenta hace unos días, cuando me descubrí amarrando de estacas a pinos, caimitos y ocujes. Me aseguraba de que crecieran derechos. En estos momentos, hay más de 20 matas con ese tratamiento “ortopédico” en la Loma de Thoreau.
La última vez que estuve en el Paradero de Camarones, me pasé un largo rato mirando la ceiba inclinada y recordando todas las historias que me unían a ella. En uno de los linderos de la Loma también tenemos una ceiba. Aún es pequeña, no sé cómo le irá a más de 900 metros sobre el nivel del mar.
Está derechita, pero yo la llamo la ceiba de Felo López.

28 septiembre 2020

Patio interior

“Yo creo en lo que está vivo y cambia”,

ABELARDO ESTORINO

 

Cuando Diana y yo compramos El Bohío, teníamos una vista panorámica de la ciudad. Pero, en apenas cuatro años, nuestro edificio ha pasado a formar parte de un apretado conjunto. A diferencia de La Habana, donde todo se derrumba, Santo Domingo es una capital en construcción. 

Le llamamos El Bohío porque, en el momento en que la constructora nos mostró los planos de lo que sería el edificio, ni nos imaginábamos que podríamos tener también una cabaña en una loma. Ese apartamento, según nuestro cálculos, sería todo el campo que tendríamos. Un cartel de Eduardo Muñoz Bachs nos inspiró.

Hace unos meses nos enteramos de que perderíamos la vista al sur, sobre todo desde la terraza de la cocina y el comedor. Poco a poco, fuimos metabolizando la mala noticia. Nos deshicimos de los cristales y levantamos una barrera de aluminio que dialoga con otro extremo del edificio. 

Hoy, después de transformar el espacio en un patio interior, por fin pudimos inaugurarlo. Diana se sirvió un vino y yo un ron on the rocks. Con la ayuda de algunas de las canciones que más nos gustan, fuimos descubriendo que nos encanta cómo quedó todo. 

En alguna parte leí que para ser realmente feliz hay que tener una gran capacidad de adaptación... Al menos en los lugares que están vivos y cambian.

27 septiembre 2020

Hice bien

La última vez que fui al Paradero de Camarones encontré, como siempre, un candado en la puerta de mi casa. Pero, por primera vez, no tenía la llave para abrirlo. A pesar de que hacía 10 años que me había ido, todo me seguía pareciendo extremadamente familiar.
El olor del mediodía, los sonidos que llegaban desde el pueblo, incluso las voces tenían la misma entonación y el mismo eco. La mayoría de los árboles estaban aún en su sitio. Solo faltaban la vieja mata de aguacates, que acabó sucumbiendo ante un ciclón, y el limonero que Atlántida cuidó siempre con tanto celo.
Como no había nadie, fue la sombra del algarrobo quien vino a saludarme. Mi abuelo lo sembró en los años sesenta con la idea de que sus vacas tuvieran un lugar fresco donde echarse. Ahora es, junto a la ceiba de Felo López, el árbol más grande del lugar. Aurelio estuviera orgulloso de su gigante. 
Cuando ya nos íbamos, llegó Masacote Pis (fue un gran pitcher, estuvo a punto de ser firmado por un equipo de Grandes Ligas, pero el triunfo de la revolución lo forzó a jugar en ese extra inning interminable que acabó siendo la Cuba que le tocó vivir). “Tengo la llave, ¿quieres entrar?”, me preguntó con los ojos llorosos.
Primero miré a Diana buscando apoyo. Luego clavé los ojos en el candado. Si dejaba que Masacote lo abriera, iba a descubrir que nada estaba en su lugar. Si pasaba por esa puerta, iba a tener una idea exacta de cómo acabó todo. Nunca me acerco a los féretros, prefiero recordar a la gente que quiero en vida.
Lo mismo hice con mi casa. Cuando nos alejábamos del Paradero de Camarones, las lágrimas me nublaron los ojos. Cada vez se me hacía muy difícil manejar. Entonces Diana me limpió la cara y me empezó a hablar de Santo Domingo. Enumeró todos los pendientes que tendríamos que resolver al llegar.
Ya en el hotel, después de alcanzarme un trago, por fin me habló del tema. “Hiciste bien en no entrar”, me dijo antes de darme un beso.

26 septiembre 2020

La pedrada

Mi primo Ariel le lanzó
una piedra a la nada.
Estaba junto a mí,
en el borde del andén,
lapidando al mundo
con rabia infantil.
Pero no atinó
a su imaginaria diana 
y me rompió la cabeza.
Mi madre creía
que me estaba muriendo,
mi abuela andaba
por toda la casa
con las manos en alto
y mi abuelo repetía
una y otra vez
que no era nada, coño.
Puedo reconstruir
cada segundo
de aquella tarde
de mil novecientos
no se cuántos.
Puedo sentir aún
el dolor
y el hilo caliente
bajando 
por mi cara.
Ese día aprendí
a ser 
vulnerable.
Me gustaría decir
que fue un consejo
de los mayores,
una fábula,
un libro
o algún poema 
imperecedero.
Pero,
si me ciño
a los hechos,
fue una pedrada.
Un golpe imprevisto
que convirtió
al niño que fui 
en una moraleja.

¿Vieron a Marte?

Esta semana a Diana le tocaba trabajar de manera presencial (yo lo hago de manera remota desde que comenzó la pandemia). Aprovechamos la estancia en Santo Domingo para hacer algunos arreglos en el apartamento. Ayer en la tarde, para celebrar el fin de las “obras”, subimos a la terraza para hacer un brindis.
María, que atraviesa el momento más impredecible de la adolescencia, decidió acompañarnos. Para colmo de sorpresas, bajó a cambiarse y se metió con nosotros en el jacuzzi. Tuvo una larga conversación con nosotros. Por primera vez nos comentó lo que quiere estudiar y dónde quisiera hacerlo. 
Como está en primer año de bachillerato, todo eso puede cambiar mucho en los próximos tres años. Aún así, nos encantó escuchar sus argumentos. Yo había puesto mi playlist de los 80 (nada relaja más a Diana los viernes en la tarde que esas canciones servidas con Brugal) y de pronto advertí que María las conocía.
Una cosa la llevó a la otra. Por primera vez, nos pidió que escucháramos su música. Enlazó su iPhone con la bocina y todo lo que empezamos a oír nos encantó. Francamente, sentí un gran alivio al descubrir lo que ella oye cuando tiene los audífonos puestos: rock, flamenco, country, folk, otra vez rock... 
Estábamos tan inmersos en la conversación familiar, que ninguno de los tres advirtió cuándo se hizo de noche. Aunque el agua estaba caliente, el fuerte viento nos empezó a dar frío. Ya íbamos a entrar, envueltos en toallas y temblorosos, cuando Diana nos señaló el único punto luminoso en el cielo de Santo Domingo.
“¿Vieron a Marte?”, nos preguntó.
Los tres fijamos la mirada en aquel diminuto punto rojizo y luego nos unimos al profundo silencio de la ciudad en toque de queda. El año que viene cumplirá 15 años. No nos quedan tantas noches como la de anoche con María. Conscientes de eso, le pedimos que lo repitiéramos hoy. 
“No sé, tengo mucha tarea”, nos respondió con una ingenuidad de la que también nos estamos despidiendo.

25 septiembre 2020

Marejadas peligrosas

Han advertido que esta noche,
en gran parte de la isla,
habrá marejadas peligrosas
para embarcaciones menores.
Aunque estamos
bien lejos de la costa,
este sofá es ahora
un temible acantilado.
Esa luz de 40 watts
apenas alumbra
y la oscuridad crece 
por toda la casa.
No vuelvas a caminar
ni te sueltes.
No digas nada,
quedémonos aquí
hasta que amanezca.
Ya es imposible 
distinguir
de qué lado está 
el abismo y la tormenta 
apenas acaba de empezar.

24 septiembre 2020

Sitges, el pueblo catalán que definió la alegría de los cubanos y los dominicanos

Facundo Bacardí.
La historia y la cultura de Cuba y República Dominicana no se pueden contar sin mencionar a la caña de azúcar y a su hijo más alegre: el ron. Para que este último se convirtiera en un signo de la identidad de ambas naciones, fueron decisivos los aportes de dos paisanos nacidos en Sitges.
El primero en dejar atrás su pueblo, en la costa catalana, fue Facundo Bacardí. Había nacido en 1814 y era hijo de un comerciante de vinos. Llegó a Santiago de Cuba en 1830 y ya en 1852 destilaba rones. Él mismo diseñó un alambique de cobre para lograr un alcohol de mayor suavidad.
Así nació el ron ligero de las colonias españolas (Cuba, Dominicana y Puerto Rico), tan diferente a los rones agrícolas de las colonias inglesas y francesas (Jamaica, Barbados Guadalupe, Martinica y Haití). En 1868, cuando estalló la Guerra de Independencia, llegó al oriente cubano un jovencito de apenas 18 años.
Andrés Brugal también era de Sitges y provenía de una familia que destilaba licores. Por su valentía en combate, mereció una condecoración de Alfonso XII. Ya como civil, fundó una pequeña empresa en 1888. En 1895, cuando vuelve a estallar la guerra, sus hijos conspiran junto a los cubanos.
Teniendo en cuenta de que don Andrés era un héroe, las autoridades le dieron la oportunidad de que sacara a sus hijos de Santiago de Cuba antes de tener que condenarlos al garrote vil. La primera goleta en zarpar se dirigía a Puerto Plata. Poco después, toda la familia Brugal se trasladó a la Novia del Atlántico.
Las fértiles tierras y el clima único de la costa norte dominicana inspiraron al tenaz catalán. Primero construyó un pequeño ingenio, al que llamó Cuba, y luego comenzó a destilar rones con la firme convicción de lograr el mejor posible. Para alcanzar una mayor suavidad y pureza, descartó el uso de aguardientes (típico del ron cubano). 
Sin saberlo, estaba creando el ron dominicano. Brugal se convirtió en la primera marca en usar un merengue en sus anuncios. Eso lo sembró en el corazón de los que lo compartían. Hoy los rones creados por Facundo y Andrés están entre los destilados más vendidos en los cinco continentes.La alegría de Cuba y República Dominicana le debe gran parte de su carácter a esos dos paisanos de Sitges. Cruzaron el Atlántico sin saber a dónde iban y acabaron definiendo una manera de ser y de celebrar. Una dictadura acabó desterrando a los rones de Bacardí. Los de Brugal son hoy grandes embajadores de la dominicanidad en las principales capitales del mundo.

22 septiembre 2020

Lantanas

Leocadia, la dueña de Puerto del Tarro, uno de los viveros de Jarabacoa, fue quien nos sugirió el jardín de lantanas. Nosotros buscábamos una planta de sol que formara un seto vivo en el andén de los parqueos, donde se produce un rápida y peligrosa caída en el terreno.
Las elegimos de varios colores y las sembramos demasiado juntas, tratando de cubrir antes de tiempo tanto espacio vacío. Hierbas al fin, no solo encontraron la manera de adaptarse, sino que comenzaron a expandirse loma abajo hasta conquistar el territorio de los helechos más cercanos. Al llenarlo todo de minúsculas flores, las lantanas acabaron convirtiéndose en la principal atracción para abejas, mariposas y colibríes. Desde que amanece hasta que empieza a caer la tarde, esa pequeña porción de tierra debe tener la mayor cantidad por metro cuadrado de toda la montaña.
Entre sus densas ramas, que se van tejiendo hasta conformar una enorme cobija, ciguas y colibríes han encontrado el lugar perfecto para anidar. Como la construcción de la cocina está ya muy avanzada. Hemos empezado a pensar en cómo serán los jardines. “¡Lantanas!”, dijo Diana señalando lo que será el frente. 
Disfrutaremos mucho la llegada de abejas, mariposas y colibríes al nuevo reino que les sembraremos. Diana suele conversar con ellos mientras se bebe el primer café. Les da los buenos días y le dice cosas que ni siquiera habla conmigo. Por eso me ha pedido que le ponga un columpio justo encima del nuevo jardín.
Ya me imagino lo que se trae entre manos.

21 septiembre 2020

El cebo

Una vez al año pasaba una máquina
que quemaba toda la hierba
a nuestro alrededor.
Durante esa jornada no solo ardía
la paja en el ojo del pueblo,
también se inflamaban
nuestros desperdicios,
eso hedor que provocábamos
al deshacernos,
en la línea del tren,
de lo peor de nosotros.

Como un dragón exhausto,
la máquina se marchaba
al final de la tarde.
Todo quedaba arrasado.
Las cenizas flotaban
sobre nuestras cabezas
durante semanas,
hasta que por fin
caía un aguacero y lavaba
cada una de nuestras culpas.
Entonces la línea del tren
empezaba a llenarse
otra vez
de nuestros desperdicios.
Y allí,
sobre lo peor de nosotros,
renacía la hierba como un cebo
para que la máquina
volviera a caer en la trampa
de librarnos de todo mal
y de tanta mierda.

Nuestra Siberia

Ruinas del IPUEC (Instituto Preuniversitario en el Campo) 
Eusebio Sánchez, en El Guanal, Yaguaramas. 
El suroeste de mi provincia era una especie de purgatorio, nuestra Siberia. Empezaba en Yaguaramas y se extendía hasta la Ciénega de Zapata, el más grande pantano de Cuba. Los peores estudiantes o los que habían cometido alguna falta grave, tenían que expiar sus culpas en las escuelas de aquel campo.
Antes de decir que estudiabas en Yaguaramas, tenías que orientarte para señalar correctamente el suroeste. Entonces te respondían con una cara de rechazo o de compasión. Mi último año de preuniversitario lo hice en El Guanal, una escuela a la que se llegaba a través de una interminable polvareda.
Hace poco, en Miami, le conté a mi tío Aramís de aquel lugar y de una línea muerta de ferrocarril que pasaba justo por el frente del solitario edificio. Entonces supe que muy cerca de allí estaban los barracones donde él fue condenado, cuando decidió irse de Cuba, a tres años de trabajos forzados. 
Sus compañeros en aquel Gulag le llamaban El Cirujano, porque hacía por encargo profundas heridas que imitaban machetazos. Eran el salvoconducto para salir de aquel infierno por unos días. Aramís alcanzó a ver funcionando el ferrocarril y viajó por él a través de una interminable polvareda.
El día que él sé fue a despedir de mi abuelo, yo tenía tres años. Según él, corría corría desnudo por el andén. Estuvimos más de 30 años sin vernos. Por eso, cada vez que estamos juntos, tratamos de recuperar tanto tiempo perdido. Así fue que nos enteramos de que compartíamos, además de la sangre Yero, nuestra Siberia.

18 septiembre 2020

El ejemplo

Diana recuerda a menudo a los estorninos.
Hace extrañas formas con sus manos
cuando los pone de ejemplo.
Rápidas y livianas,
imitan la sincronizada coreografía
de las pequeñas aves.
He descubierto a mi cabeza
siguiendo el ritmo de la bandada
que componen los brazos de Diana.
Rápida y liviana, trata
de ser parte de las extrañas formas.
Se cree que los estorninos
vuelan de esa manera
para ahuyentar
a los grandes depredadores.
Puedo decir lo mismo de mi cabeza
y de su peculiar comportamiento
cuando mi mujer los pone de ejemplo.

17 septiembre 2020

El hombre que velaba por la pulcritud de Martí

En septiembre de 2011, junto a Machín y Yayo Pis,
un amigo de la infancia.

Machín era un hombre de estatura mediana y de una complexión más bien frágil. Pero su resistencia al tiempo, a la cal viva y al alcohol lo convirtieron en una figura épica. Era el pintor del Paradero de Camarones, el hombre que velaba por la pulcritud de Martí. 
En 2011, cuando volví con Diana Sarlabous a mi pueblo, Machín fue una de las primeras personas en salir a saludarme. Me dio un fuerte abrazo y, lloroso, me dijo que todos nos extrañaban mucho. Como también lloro con facilidad, acabé enternecido. Yuyo Serralvo, el alcalde, llegó y empezó a llorar con nosotros.
“Te voy a tener que sacar de aquí”, me amenazó Diana tratando de que me contuviera. Machín y Yuyo le contaron la historia de mi familia y, con lujo de detalles, mi infancia. “Camilito, cará”, repetían constantemente, como si estuvieran delante de un fantasma o me velaran de cuerpo presente.
En el Paradero de Camarones no teníamos dónde echarle flores a Camilo. Fueron justo Machín y Yuyo quienes se encargaron de resolver el inconveniente. Hicieron un pequeño estanque que llenaron con agua y azul de metileno. Con brochazos blancos, Machín restauró hasta el Martí que el moho había desfigurado.
Hace poco supe que había muerto. Al final el tiempo, la cal viva y el alcohol lo acabaron venciendo. No me imagino a mi pueblo sin él. Es como si a París les faltara el Museo del Louvre o El Prado a Madrid. Uno extraña a los lugares que ama por la gente que les dieron sentido y nos obligaron a pertenecer a ellos. 
Mi Paradero de Camarones, como mi Cuba, se está quedando cada vez más vacío. Ahora también me falta Machín, su abrazo lloroso y curado en ron ya no me espera en La Esquina. Su voz ronca, como si estuviera hecha de brochazos en vez de sonidos, ya no retumba en las paredes acabadas de pintar. 
En la escuela, el busto del Apóstol debe de estar irreconocible. ¿Quién velará por su pulcritud ahora? ¿Quién atravesará el pueblo con una escalera, una brocha gorda y una lata de lechosa, cantando en primera persona la canción de los angelitos negros? Machín, cará.

16 septiembre 2020

El Budd de La Habana

La palabra Budd me sabía a mandarinas. Siempre que veía uno, recordaba mi primer viaje a La Habana. Iba acurrucado entre mis padres (la última vez que me recuerdo así) y comía una confitura con sabor a mandarinas. La neblina de los campos se convirtió de pronto en el humo de la ciudad.
Mientras subíamos a un viejo elevado que crujía intimidante, el amanecer del puerto nos encegueció. Incontables barcos se amontonaban al final de la bahía. Mi padre me iba señalando lejanos puntos. En la Estación Central nos esperaba mi tío Cipriano, el marinero, quien me cargó sobre sus hombros.
Así llegué a la casa donde nació Martí (que está justo en frente). Mi tío marinero se balanceaba como si fuera un bote. Me tuve que sujetar bien de su cabeza para no caer por la borda. Desde la calle Paula, la Estación Central se veía gigantesca. Nunca más la volví a ver de ese tamaño, se me fue empequeñeciendo con los años.
Siempre que pasaba un Budd por el Paradero de Camarones, rodando como una moneda que alguien había tirado sobre nosotros, la gente lo señalaba admirado. Ningún otro tren provocó tanto asombro. “¡Ahí va el Budd de La Habana!”, decían, aunque pasara en dirección a Santa Clara o se dirigiera a Camagüey. 
A mí, en cambio, me olía a mandarinas. Se me llenaba la boca del sabor de aquella caja de confituras que la ferromoza puso en mis manos. Tampoco podía evitar verme entre mis padres, acurrucado, y luego navegando en el cuello de mi tío Cipriano, mientras me enseñaba La Habana como si fuera un océano.

15 septiembre 2020

Un golpe seco contra el fondo de vidrio

Nunca vi a mi padre usar un sacacorchos. Lo recuerdo abriendo incontables botellas de ron, pero siempre de la misma manera. Eran casi crudos y con una difícil presencia de aguardientes. Aquel olor, básico y profundo, es el punto de partida de mi pasión por “el hijo alegre de la caña de azúcar”.
Serafín llegaba exhausto a su mínima casa, después de un largo día de trabajo por las rutas del Escambray. Se abría la camisa (jamás se la quitaba) y le sacaba el pecho a la calle Oriente de Manicaragua (una larga brecha que atravesaba el pueblo de norte a sur). Siempre se las arreglaba para encontrar a la orquesta Aragón en la radio. Eufórico, daba un par de estruendosas palmadas.
Levantaba la botella con la mano izquierda, cerraba el puño de la derecha y le asestaba un duro puñetazo en el fondo. Más de la mitad del corcho salía. Entonces lo tomaba entre los dientes y lo acababa de sacar. Lo soplaba contra una cómoda que aún tenía intacto el polvo que dejó en ella, años atrás, mi madre.
El primer trago era muy largo y rápido. Algo que yo jamás he podido hacer. De ahí en adelante todo dependía de su estado de ánimo y de la radio. Si Las Villas jugaba, contra quien fuera, la botella encontraba el fondo. Los turnos al bate de Antonio Muñoz y Pedro José Rodríguez siempre coincidían con un trago.
Yo uso sacacorchos. Pero cada vez que abro una botella de vino, recuerdo el golpe seco contra el fondo de vidrio. Ya luego los olores ni se parecen. Pero aún así me viene a la cabeza aquel hombre alto y rudo, que le sacaba el pecho a la calle Oriente de Manicaragua y daba un par de estruendosas palmadas.
Nunca he visto a nadie celebrar con tanta algarabía el acto de abrir una botella. La felicidad de Serafín llegaba con aquellos puñetazos.

Cada lugar que traicioné

He perdido demasiado tiempo.
Cuando tenía 20 años
estaba seguro de que haría
muchas más cosas.
La mayoría de los libros
que planeaba escribir
aún están en mi cabeza.
Cada vez es más probable
que nunca salgan de ahí.
He dejado ir
muchos sueños.
Algunos se marcharon
en aquellos viejos trenes
que se internaban
por cada desilusión
de mi provincia.
Otros fueron
abandonados
en la sal
de La Habana,
esa ciudad
ahora ajena
a la que no hallo
cómo renunciar.
También me deshice
de fantasías
en Malasaña,
Mixcoac,
la Candelaria,
los Cerros de Gurabo
y en un autobús
que acabó
perdiéndose
en una novela
de John Steinbeck.

Sí, es cierto, he perdido
muchísimo tiempo,
pero cada día
que comparto contigo
en esta montaña,
aunque no haga nada,
vale más que todo
lo que hice
o dejé de hacer
hasta la tarde
de lluvia
en que por fin
nos encontramos.
No cambio nada 
pendiente
por la felicidad
vista a través de tus ojos.
Dejaría ir otra vez
lo que sea
en un viejo tren
o en cada lugar
que traicioné
por tal de encontrarme.
Si estás conmigo
no hay fracaso
que me haga perder el sueño.

14 septiembre 2020

De regreso

De todos los caminos
prefiero esos
que no necesitan
llegar a ninguna parte.
El olor de la hierba
es el único rastro
que suelo seguir.
Me pasaría
el resto de mi vida
dando vueltas
en círculos
alrededor
de esos
aromas salvajes
que se abren
tras las pisadas.
Aquí nunca
se ha escuchado
un violín
y una flauta sonaría
como un animal
extinto.
Toda música
es obra
de las aves y el viento.

Nadie dice nada
cuando anda
por estos parajes.
Si dos personas
se cruzan
(algo que ocurre
rara vez
y con escasas
probabilidades
de repetirse),
apenas se miran
o levantan
los brazos
para señalar
un gavilán
o una tormenta.
De todos los caminos
prefiero esos
que me llevan
de regreso
a mí mismo,
sobre todo
si tú vas a mi lado.

13 septiembre 2020

Como una moneda

La mañana cae entre nosotros
como una moneda.
Rueda por las montañas,
sortea desfiladeros,
salva ríos crecidos
y pasa sigilosa
por los pueblos
que aún duermen.
La mañana
se toma su tiempo
para atravesar el valle
y aprenderse
los caminos
que la llevan
a dar con nosotros.
Con una indecisión
desconcertante
se detiene
justo ahí,
detrás
de esos árboles.
Duda,
oscila,
enseña
una cara
y después
la otra.
Tarda
mucho más
de lo esperado
en decidir
de qué lado
por fin
acabará de caer.

La mañana,
como una moneda,
decide el día que tendremos.

12 septiembre 2020

Mi vida con ellas

Maco Pempén (Rhinella marina).

La casa donde viví toda mi infancia, la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, estaba rodeada de árboles y junto a una cañada. Una multitud de ranas se apostaba al anochecer cerca de las luces para devorar todo tipo de insectos. Eran tantas, que no me quedó más remedio que perderles el miedo.
Muchas de ellas morían aplastadas cuando mis abuelos cerraban la casa. Las puertas y ventanas eran tan altas, que no podían evitar esos constantes accidentes. Los esqueletos quedaban incrustados contra la madera y, cada cierto tiempo, Aurelio los tumbaba con el auxilio de una larga vara. 
En la Loma de Thoreau también hay muchas ranas. Gracias al internet y a las aplicaciones que permiten identificar plantas y animales, llevo un preciso registro de las especies que conviven con nosotros. Al niño que fui le hubiera encantado hacer lo mismo. Pero en mi pueblo todo lo que proviniera de un renacuajo, saltara y croara, era simplemente una rana. 
Hace unos días, desde lo alto de la terraza, Diana distinguió una rana que era perseguida de cerca por una culebra. Finalmente le dio alcance con sus fauces. Pero al poco rato, inexplicablemente, la soltó y se alejó reptando de una manera errática. Había tenido muy mala suerte.
Su presa era un Maco Pempén (Rhinella marina), una rana introducida en República Dominicana desde Centroamérica (para controlar plagas en las plantaciones de caña) que posee unas glándulas detrás de los ojos y la espalda que secretan una letal toxina. La mayoría de sus atacantes mueren.
Ayer en la tarde, Alito, nuestro jardinero, estaba limpiando un lindero y me llamó para que viera una rana que él, nacido y criado en la zona, nunca había visto. Se trataba de una Rana Gigante de la Hispaniola (Eleutherodactylus inoptatus), que es endémica y habita en los bosques húmedos de montaña.
Luego, en la escalera que baja al patio, di con una Rana Arborícola Gigante (Osteopilus vastus), también endémica y que habita cerca de pequeños arroyos, y en áreas montañosas de hasta 1.800 metros de altura. Esta última en peligro de extinción.
En la noche, bajé a la cañada y grabé un pequeño concierto de ranas croando. Esa música también puede contar quién he sido, desde veía a mi abuelo tumbar sus esqueletos con una larga vara hasta hoy. En la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones como en la Loma de Thoreau, mi vida ha transcurrido con ellas.


Rana Arborícola Gigante (Osteopilus vastus).

Rana Gigante de la Hispaniola (Eleutherodactylus inoptatus).

08 septiembre 2020

Un viejo pico

La primera vez que vine a Quintas del Bosque, donde está la Loma de Thoreau, fue con Mario Dávalos. Año 2007. Él acababa de comprarse un terreno y soñaba con construirse una cabaña. Traíamos una botella de ron. Aprovechamos el trayecto de Santo Domingo a la Cordillera para compartir canciones.

Calamaro, Sinatra y Cerati, entre muchos otros, sonaron aquel día. Andando por el monte que luego sería su propiedad, encontramos un viejo pico. Lo subimos a un árbol y lo colgamos de una rama que, en aquel momento, parecía inalcanzable. Meses después, quedó al alcance de la mano desde su terraza.

Si tuviera que presentarles a Mario, además de decirles que es mi hermano menor, debo advertir que es biznieto de Mario García Menocal y la mayor prueba de que la mezcla de cubano con dominicano da insurrecto por todos lados. Hoy, después de caminar más de seis kilómetros por un sendero en el monte, nos bebimos una botella de whisky. 

Thoreau dijo una vez que "el lenguaje de la amistad no está hecho con palabras sino con significados". Eso solemos hacer cuando nos encontramos. También compartimos posturas de árboles (como él es 11 años menor que yo, podrá apreciar mucho mejor ese intercambio). 

Pero, mientras crecen los robles, eucaliptos, aguacates, naranjos y pinos, nosotros cultivamos una hermandad a prueba de fuego. Hoy acordamos reunirnos con su padre, Mario Daválos, y con su padrino, Fernando Ferrán, dentro de dos semanas. 

Me ilusiona mucho la idea de juntar a esos admirables cubanos que tanto han hecho por el país que me dio cobijo. Hace unas semanas, Mario Dávalos (padre) me dejó unos tamales cubanos en mi puerta. Debo reciprocar esa acción llena de sabor patrio. 

Todo lo que cuento, puede resumirse con un viejo pico, colgando de una rama dizque inalcanzable.

06 septiembre 2020

Camilo Egaña y el complejo de superioridad de los cubanos

He visto una entrevista que Camilo Egaña le hizo en CNN en Español a Luis Abinader, el nuevo presidente de República Dominicana. Hago el comentario tarde porque no veo televisión, ni siquiera tenemos cable en casa. Este tipo de contenidos me llegan a través de las redes sociales.
Me llama la atención que el equipo de comunicaciones de Abinader lo expusiera a Egaña (quien tiene una necesidad incontrolable de darle un toque de frivolidad a todo lo que hace). Por suerte para ellos, la audiencia de CNN en Español en Latinoamérica ya es comparable con la del canal de televisión de Isla de Pinos.
Egaña, que es incapaz de pronunciarse contra la dictadura de su país, no perdió ni un segundo para subestimar, denigrar y menospreciar a los dominicanos y a su país. Eso me hizo recordar a los amigos habaneros que no concebían que yo viniera a vivir a Santo Domingo. 
No olvido a uno que me aseguró que esta ciudad era como “Guantánamo en colores”. Egaña trató a Abinader con el mismo prejuicio y con ese inexplicable complejo de superioridad con el que los cubanos van por el mundo. Mientras Cuba se ha convertido en un inviable país de zombies, República Dominicana es la economía que más crece en toda Latinoamérica.
Mientras Cuba está gobernada por militares corruptos, Luis Abinader fue elegido democráticamente en las urnas, después de una admirable movilización de la sociedad dominicana, que se manifestó libremente en las calles y en las redes, día a día, hasta lograr un cambio. 
Hoy Santo Domingo es la capital económica del Caribe y una ciudad cada vez más cosmopolita. ¿La Habana? Tras 61 años de dictadura, se asemeja a un paisaje después de una batalla. Derrumbe a derrumbe, va camino a convertirse en Batabanó en blanco y negro.

05 septiembre 2020

Las noches

De todas las noches
que he visto
y me he imaginado 
(incluida la noche 
cóncava de Borges
y aquella,
pobre y urgente, 
que no dejó 
dormir a Martí),
prefiero esta,
en que vuelvo
de un lugar
que ya no existe
y no paro
hasta dar
con tus ojos.

De todas las noches
que he visto
y me he imaginado
(incluida la noche
a tientas de Walden
y la que esparce
constelaciones
para que Whitman 
abra una escotilla
y mire),
prefiero esta,
en que la neblina
y yo 
te compartimos
hasta que la luna
se apague
y la mañana,
indiferente,
borre
las huellas 
que dejamos 
en lo más oscuro.

03 septiembre 2020

Amanezco en un lugar del que nunca quisiera irme

El 31 de julio de 1880, Serafín Sánchez le escribió una carta de despedida a su madre. La Guerra Chiquita había fracasado, sobre todo, por la apatía de los cubanos. “Salgo huyendo de esta tierra en la que no deseo vivir sin dignidad en medio de tanto esclavo traidor”, afirmó.
“Yo siempre escribiré desde el extranjero, donde esperaré mejores tiempos para venirlos a ver a ustedes, único amor que me queda en esta tierra desgraciada”, remató. Apenas unas horas después zarpó por la costa norte de Las Villas. Desde ese mismo punto, un siglo después, cientos de balseros también huirían de Cuba. 
Tras una breve estancia en Nueva York, decidió establecerse en República Dominicana. La Vega, en el corazón del valle del Cibao, se convirtió en su hogar por 11 años. Resulta difícil imaginarse al valiente guerrero detrás del mostrador de una tienda. Pero, según le confiesa en una carta a su padre, era feliz.
“Yo de mí decirles que lograra que ustedes estuviesen a mi lado, lejos de Cuba, sería muy feliz en este rincón de Santo Domingo. Aquí vivo pobre, es verdad, pero soy mío (…). No aspiro a más y estoy satisfecho”, confesó. En La Vega, Serafín Sánchez se encontró con Martí. Bebieron ron dominicano, se abrazaron.
En casi todos los pueblos de mi provincia hay una calle con su nombre. Villareño al fin, siempre he sido un gran admirador de Serafín Sánchez. Su regionalismo fue, en mi juventud, una fuente de inspiración. Entonces estaba lejos de imaginar que acabaría siguiéndole los pasos aun en territorio dominicano.
La Loma de Thoreau pertenece a la provincia de La Vega. Cuando cruzamos el río Camú y dejamos la autopista Duarte, para comenzar a subir hacia Jarabacoa, Diana y yo nos miramos con una sonrisa cómplice. Es ese raro sentimiento que nos dice que estamos llegando a casa.
Hay solo una cosa en la que no podré seguir al mayor general Sánchez. No tengo ninguna razón para esperar por mejores tiempos y volver a Cuba. Por eso, cada vez que rompe el día entre Santiago y La Vega (como escribió Martí en su Diario) y la luz sube hasta nuestra Loma, siento una enorme felicidad.
Amanezco en un lugar del que nunca quisiera irme.

Vianco cuenta el día que Martí sacó a bailar a una cibaeña

Con Fausto Rosario y Vianco Martínez en 2001, pocos
meses después de mi llegada a República Dominicana.

Vianco Martínez es uno de los dominicanos que más admiro. Lo conocí en mi primer día de trabajo en República Dominicana. Él era uno de los periodistas estrella de El Caribe y me dio un abrazo cuando nos presentaron. Nunca olvidaré ese gesto suyo. Pocas horas después, nos fuimos a beber a un colmado.
Juntos hicimos viajes inolvidables por la geografía dominicana. En el mercado de Mal Paso, a la orilla del lago Saumâtre y justo donde comienza Haití, nos comimos un arenque con diri ak pwa (el antecedente del congrí cubano) que por poco me cuesta la vida.
Otro día bajamos desde Montecristi a Tirolí, un lugar en tierra de nadie donde viven tan ajenos al mundo que no sabían ni el año en el que estábamos. Vianco también es un apasionado de la Cordillera Central y su gente. Él me enseñó ese universo que la neblina encubre en el techo del Caribe.
Aunque ya no nos vemos tanto, cada vez que nos reencontramos nos damos el mismo abrazo de siempre. Hoy me hizo llegar el link de un reportaje que acaba de publicar en Acento sobre el 3 de junio de 1893. Ese día, José Martí clavó sus ojos en una bellísima cibaeña y la sacó a bailar.
El historiador Pedro Carreras Aguilera le contó a Vianco que en una fiesta en el hotel Estrella, de Guayubín, un perico ripiao (conjunto de músicos con güira, tambora y acordeón que interpretan merengue típico) tocó “Juangomero” y “ahí mismo el prócer cubano se fajó a bailar”.
“Cuentan que la pareja de baile de José Martí fue una de tres hermanas que, por su belleza indiscutible, eran la sensación del lugar (…). Pidió que lo repitieran varias veces y, bajo el influjo del acordeón, acomodó su intelecto al pueblo, para, en brazos de aquella joven de apellido Grullón, bailar el sugerente ritmo”, asegura Carreras Aguilera.
Esas son las historias que uno encuentra cuando anda con Vianco, lo mismo en las rutas dominicanas que a través de sus palabras.

El merengue "Juangomero" por el Trío Reynoso.

Retrato de mis suegros

Los Sarlabous llegaron a Cuba cuando la revolución hatiana. Uno de ellos era ingeniero y fue vicecónsul de Francia en Santiago. Él fue quien construyó el cafetal La Isabelica, en la Gran Piedra, un Patrimonio Mundial que recuerda la huella francesa en el Oriente de la isla.
Los Sosa eran canarios. El viejo Miguel llegó sin nada a Cuba y, después de trabajar incansablemente, llegó a tener una finca, una mina de manganeso y una gasolinera en El Cristo. El día que Jorge Sarlabous y Elia Sosa posaron para esta foto, solo querían vivir la vida que habían vivido sus padres. Corría 1962.
Pero la revolución que había triunfado tres años atrás, poco a poco, los fue dejando sin la más mínima esperanza. Al viejo Miguel le fueron quitando todo: la finca, la mina y, en plena calle, el Jeep Willy’s. Un miliciano lo paró y le ordenó que se bajara. “Lo único que me queda es la galosinera, si me la quitan nos vamos”, dijo al llegar a casa.
Cuando Jorge Sarlabous notificó que había decidido marcharse al exilio con su familia, lo condenaron a tres años de trabajos forzados. Durante una crecida del río Tana, fueron abandonados a su suerte. “Toda esta gente se quiere ir, que se jodan”, dijo el militar a cargo de ellos antes de largarse en un camión. 
Jorge tuvo que convirtirse en líder para sacar a sus compañeros (que cumplían la misma condena que él) hasta un alto. Todavía sueña que se está ahogando y no logra salir ni de aquel cañaveral ni de Cuba. Por fin, en 1970, lograron subirse a un avión con destino a México. 
Antes, en el aeropuerto, a Diana le decomisaron sus juguetes. Aún recuerda el rostro de la miliciana que le arrebató su muñeca preferida. Hoy la finca, la mina de manganeso y la gasolinera están en ruinas. Tanto la casa de los Sarlabous, en Songo, como la de los Sosa, en El Cristo, se derrumbaron. 
Si uno entra ahora mismo al apartamento donde viven Jorge y Elia, en Santo Domingo, los encontrará como en esa foto, inseparables. Lo único que se ha borrado es Cuba.

01 septiembre 2020

La pregunta de Theodor Kallifatides

Theodor Kallifatides nació en Laconia, Grecia, en 1938. Emigró a Suecia cuando tenía 26 años. Sus hijos son suecos y su obra está escrita en sueco. Desde que encontré un libro suyo (Otra vida por vivir, publicado en 2019 por Galaxia Gutenberg) no hago otra cosa que leerlo.
Andando por las primeras páginas, tropecé con una pregunta que también me animé a responder. “¿Qué vida habría vivido si no me hubiese ido de Grecia?”, su cuestiona Kallifatides. Solo tuve que cambiar el nombre de su país por el del mío para quedarme paralizado: ¿Quién sería Camilo Venegas?
Me miré en el espejo y traté de ver al que sería ahora de no haberme subido, el 30 de noviembre de 2000, a un avión con destino a Santo Domingo. Para tranquilizarme, Diana me aseguró que de cualquier modo nos hubiéramos encontrado. Pero ella no toma en cuenta que, en ese caso, el Camilo que hubiera conocido no sería ni remotamente el que encontró en Casa de Teatro.
Ella misma pone un ejemplo de relatividad que esta vez me sirvió para ilustrar lo que quería decirle. El día de 1970 en que su familia se marchó de Cuba, pasaron por El Cristo en un tren que no paraba allí. Mientras las primas con las que Diana se había criado dormían porque al otro día tenían que ir a la escuela, ella se alejaba a toda velocidad hacia una realidad muy diferente.
Cuando se reencontraron, solo tenían en común los cinco años que compartieron. Lo mismo me habría pasado a mí. Si ahora regresara a Cuba y me pusieran delante del Camilo que se quedó, ni siquiera lo reconocería. ¡Hasta ese punto me llevó Theodor Kallifatides!
Agobiado por mis vidas (la que viví y la que no viví), me fui a la ferretería a comprar unos implementos que necesito en la Loma. El olor de Santo Domingo me empezó a tranquilizar. Las caobas de la Churchill, el vendedor de frutas de la esquina, mi vivero preferido… El paisaje fue corroborándome que estaba en casa.Al regreso me sentí mucho mejor preparado para la próxima pregunta de Theodor Kallifatides.