Esta semana a Diana le tocaba trabajar de manera presencial (yo lo hago de manera remota desde que comenzó la pandemia). Aprovechamos la estancia en Santo Domingo para hacer algunos arreglos en el apartamento. Ayer en la tarde, para celebrar el fin de las “obras”, subimos a la terraza para hacer un brindis.
María, que atraviesa el momento más impredecible de la adolescencia, decidió acompañarnos. Para colmo de sorpresas, bajó a cambiarse y se metió con nosotros en el jacuzzi. Tuvo una larga conversación con nosotros. Por primera vez nos comentó lo que quiere estudiar y dónde quisiera hacerlo.
Como está en primer año de bachillerato, todo eso puede cambiar mucho en los próximos tres años. Aún así, nos encantó escuchar sus argumentos. Yo había puesto mi playlist de los 80 (nada relaja más a Diana los viernes en la tarde que esas canciones servidas con Brugal) y de pronto advertí que María las conocía.
Una cosa la llevó a la otra. Por primera vez, nos pidió que escucháramos su música. Enlazó su iPhone con la bocina y todo lo que empezamos a oír nos encantó. Francamente, sentí un gran alivio al descubrir lo que ella oye cuando tiene los audífonos puestos: rock, flamenco, country, folk, otra vez rock...
Estábamos tan inmersos en la conversación familiar, que ninguno de los tres advirtió cuándo se hizo de noche. Aunque el agua estaba caliente, el fuerte viento nos empezó a dar frío. Ya íbamos a entrar, envueltos en toallas y temblorosos, cuando Diana nos señaló el único punto luminoso en el cielo de Santo Domingo.
“¿Vieron a Marte?”, nos preguntó.
Los tres fijamos la mirada en aquel diminuto punto rojizo y luego nos unimos al profundo silencio de la ciudad en toque de queda. El año que viene cumplirá 15 años. No nos quedan tantas noches como la de anoche con María. Conscientes de eso, le pedimos que lo repitiéramos hoy.
“No sé, tengo mucha tarea”, nos respondió con una ingenuidad de la que también nos estamos despidiendo.
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