Nunca vi a mi padre usar un sacacorchos. Lo recuerdo abriendo incontables botellas de ron, pero siempre de la misma manera. Eran casi crudos y con una difícil presencia de aguardientes. Aquel olor, básico y profundo, es el punto de partida de mi pasión por “el hijo alegre de la caña de azúcar”.
Serafín llegaba exhausto a su mínima casa, después de un largo día de trabajo por las rutas del Escambray. Se abría la camisa (jamás se la quitaba) y le sacaba el pecho a la calle Oriente de Manicaragua (una larga brecha que atravesaba el pueblo de norte a sur). Siempre se las arreglaba para encontrar a la orquesta Aragón en la radio. Eufórico, daba un par de estruendosas palmadas.
Levantaba la botella con la mano izquierda, cerraba el puño de la derecha y le asestaba un duro puñetazo en el fondo. Más de la mitad del corcho salía. Entonces lo tomaba entre los dientes y lo acababa de sacar. Lo soplaba contra una cómoda que aún tenía intacto el polvo que dejó en ella, años atrás, mi madre.
El primer trago era muy largo y rápido. Algo que yo jamás he podido hacer. De ahí en adelante todo dependía de su estado de ánimo y de la radio. Si Las Villas jugaba, contra quien fuera, la botella encontraba el fondo. Los turnos al bate de Antonio Muñoz y Pedro José Rodríguez siempre coincidían con un trago.
Yo uso sacacorchos. Pero cada vez que abro una botella de vino, recuerdo el golpe seco contra el fondo de vidrio. Ya luego los olores ni se parecen. Pero aún así me viene a la cabeza aquel hombre alto y rudo, que le sacaba el pecho a la calle Oriente de Manicaragua y daba un par de estruendosas palmadas.
Nunca he visto a nadie celebrar con tanta algarabía el acto de abrir una botella. La felicidad de Serafín llegaba con aquellos puñetazos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario