una piedra a la nada.
Estaba junto a mí,
en el borde del andén,
lapidando al mundo
con rabia infantil.
Pero no atinó
a su imaginaria diana
y me rompió la cabeza.
Mi madre creía
que me estaba muriendo,
mi abuela andaba
por toda la casa
con las manos en alto
y mi abuelo repetía
una y otra vez
que no era nada, coño.
Puedo reconstruir
cada segundo
de aquella tarde
de mil novecientos
no se cuántos.
Puedo sentir aún
el dolor
y el hilo caliente
bajando
por mi cara.
Ese día aprendí
a ser
vulnerable.
Me gustaría decir
que fue un consejo
de los mayores,
una fábula,
un libro
o algún poema
imperecedero.
Pero,
si me ciño
a los hechos,
fue una pedrada.
Un golpe imprevisto
que convirtió
al niño que fui
en una moraleja.
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