La palabra Budd me sabía a mandarinas. Siempre que veía uno, recordaba mi primer viaje a La Habana. Iba acurrucado entre mis padres (la última vez que me recuerdo así) y comía una confitura con sabor a mandarinas. La neblina de los campos se convirtió de pronto en el humo de la ciudad.
Mientras subíamos a un viejo elevado que crujía intimidante, el amanecer del puerto nos encegueció. Incontables barcos se amontonaban al final de la bahía. Mi padre me iba señalando lejanos puntos. En la Estación Central nos esperaba mi tío Cipriano, el marinero, quien me cargó sobre sus hombros.
Así llegué a la casa donde nació Martí (que está justo en frente). Mi tío marinero se balanceaba como si fuera un bote. Me tuve que sujetar bien de su cabeza para no caer por la borda. Desde la calle Paula, la Estación Central se veía gigantesca. Nunca más la volví a ver de ese tamaño, se me fue empequeñeciendo con los años.
Siempre que pasaba un Budd por el Paradero de Camarones, rodando como una moneda que alguien había tirado sobre nosotros, la gente lo señalaba admirado. Ningún otro tren provocó tanto asombro. “¡Ahí va el Budd de La Habana!”, decían, aunque pasara en dirección a Santa Clara o se dirigiera a Camagüey.
A mí, en cambio, me olía a mandarinas. Se me llenaba la boca del sabor de aquella caja de confituras que la ferromoza puso en mis manos. Tampoco podía evitar verme entre mis padres, acurrucado, y luego navegando en el cuello de mi tío Cipriano, mientras me enseñaba La Habana como si fuera un océano.
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