29 mayo 2012

Sebastián Palomo Linares

 
En Cuba se perdió la tradición de las plazas de toros. A pesar de la gran población de emigrantes españoles, nunca logró arraigarse como en México, Perú o Colombia. Sin embargo, en el Paradero de Camarones pocos héroes fueron tan aplaudidos como Sebastián Palomo “Linares”.
Cuando pasaban De nuevo en esta plaza (1966) o Solo los dos (1968), el pueblo entero se metía en el cine Justo. Hasta el potrero de Felo Lopez (que está después de la carretera, de la fila de casas, de la línea del ferrocarril y de la carreterita) se oían los gritos de “¡Oleeeee!” de aquellos campesinos.
Mientras las bestias sangraban en blanco y negro, mi pueblo, enardecido, le daba ánimos a Palomo Linares. Todos se sabían las películas de memoria, secuencia a secuencia. Como si eso fuera poco, desde la última butaca, Chena iba adelantando las escenas por venir. Parecía temerle a que alguien en la multitud aún no estuviera listo.
En 1996 fui por primera vez a una corrida. Hubo un momento en que todos los asistentes a la Monumental Plaza de Toros de México hicieron silencio al mismo tiempo. Entonces pude oír la respiración del toro, segundos antes de que la estocada le hiciera desplomarse en el mismo medio del ruedo.
Estaba rodeado por más de 40.000 mexicanos con una gran cultura en el arte de la tauromaquia. Pero junto a mí solo veía las caras de la gente de mi pueblo. Aquellos que no se perdían las dos películas de Palomo Linares por más veces que las pusieran.
A ellos, en verdad, les debo mi pasión por las corridas. Sobre todo a mi abuela Atlántida, que buscaba entre las caras borrosas y grises de los extras  alguna cara conocida, el rostro de un antepasado que compartiera con ella aquella fugaz esencia.
Sebastián Palomo Linares no sabe dónde está el Paradero de Camarones. Tampoco puede calcular lo que significaba para nosotros en aquellas noches, donde el blanco y negro de sus películas eran todos los colores que teníamos a nuestra disposición.

23 mayo 2012

Aún soy coronel

 
De izquierda a derecha: Los coroneles Yoss, Alejandro Aguilar y Camilo Venegas, el general Francisco López Sacha, el coronel Roberto Zurbano y el general Eduardo Heras León.

Cuando Francisco López Sacha era presidente de la Asociación de Escritores de la UNEAC, le otorgó grados militares a todos sus miembros. Aunque no era más que una broma de alguien con un sentido del humor proverbial, muchos nos tomamos muy en serio aquellos rangos.
Recuerdo, por ejemplo, la tarde en que llegó a La Gaceta un ejemplar de El libro de la realidad, la primera novela que Arturo Arango publicó en Tusquets. Ese día fue ascendido a general y lo celebramos con una botella de Ron de la Ventana (lo comprábamos por la ventana del fondo de mi casa).
Esa misma lógica me hizo coronel cuando publiqué por primera vez en Letras Cubanas. El máximo rango lo ostentaba Cintio Vitier. No olvido la carcajada que soltó el día que se lo comenté. “Pero si Lezama resucita no me pueden degradar”, dijo tratando de evitar un inminente ataque de tos.
Hace unas semanas, en la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, oí que alguien me gritaba: “¡Coronel Venegas! ¡Coronel Venegas!”… Con los brazos abiertos, sorteando la multitud y blandiendo su risa invencible, se acercaba Francisco López Sacha.
Después de un larguísimo abrazo, en el que cabían todos los amigos ausentes, protesté formalmente.
–Coño, Sacha, ¿pero diez años después todavía soy coronel?
No pensó su respuesta. Se paró en puntillas, para alzar el dedo índice lo más posible, y dictó sentencia.
–Coronel Venegas, en eso los estatutos son muy claros –dijo subiendo el tono de voz, como si quisiera que todos le oyeran–, ¡durante el cumplimiento de misiones internacionalistas no se otorgan ascensos!
Ahora leo un libro suyo que me dejó con Alejandro Aguilar. Los cuentos son muy buenos, tanto, que me llena de orgullo el haber sido parte de la tropa que encabezaba el general Sacha.

Tamiami Trail

 
A principios de los años noventa yo atravesaba media Habana en bicicleta. Dos veces al día pedaleaba en direcciones opuestas. En las mañanas iba hacia el Prado, donde laboraba como redactor de una revista inexistente. En las tardes volvía al Vedado. Allí me esperaban mi hija y la angustia de vivir en un país en quiebra.
Si esos trayectos fueron mucho más tolerables de lo que eran en realidad, se debió a una walkman con baterías recargables que llevaba atada a la cintura. En ese entonces, en aquel aparato, sonaban sin parar dos discos de Van Morrison y Eric Clapton. Aquella música y aquella ciudad provocaban un raro deseo en mí.
Mientras sudaba, enfrentándome al salitre y el viento en contra, me imaginaba conduciendo un carro a toda velocidad, por alguna ruta americana, en dirección a uno de esos lugares que tanto inspiraron a los escritores que más admiraba. Solo el que transitó por el filo de aquel Malecón puede entender lo que digo.
Hace apenas un mes, Diana y yo decidimos aventurarnos por los pantanos de Tamiami Trail. El viaje duró todo el día. Nos dio tiempo a oír muchísima música, pero de vez en cuando yo proponía regresar a Van Morrison y Eric Clapton. En el corazón de los Everglades, el Camilo que soy ahora le daba las gracias al que pedaleaba habanas opuestas.
Cuando regresamos a Coral Gables, tarde en la noche, nos detuvimos en una cafetería cubana a comer algo. En las bocinas del sitio sonaba Beny Moré, otro de los que me acompañaba en mis viajes en bicicleta. Entonces entendí que había dado una vuelta en círculos.
Los cubanos hemos tenido que acostumbrarnos a que nuestras realidades son como los videojuegos. Cuando pierdes todas las vidas en ellas, te reinician y debes comenzar por el principio. Eso me enseñaron Van Morrison, Eric Clapton y Beny Moré a través de Tamiami Trail.

21 mayo 2012

Los peces, desde la torre, le echan limón al asfalto

 
Dice Marianela Boán que la calle que se ve desde esa terraza le recuerda una esquina de El Vedado. Ella no sabe precisar cuál es, pero siempre que se para delante de la vista repite lo mismo. La noche en que nos reencontramos, ese fue el “telón de fondo”.
A Francisco López Sacha y Roberto Zurbano hacía muchísimo que no los veía. A Eduardo Heras León, por fortuna, lo he podido abrazar siempre que vuelve a Santo Domingo. La conversación con ellos tres, Alejandro Aguilar y  Marianela comenzó justo por las cuentas. Calculamos todas las distancias en años.
Luego recordamos amigos y enemigos comunes, recitamos décimas del poeta más ingenioso, cantamos, comimos, bebimos… hicimos todo lo que solíamos hacer cuando nos veíamos más a menudo. La única diferencia era la década que nos había pasado por encima. Solo eso.
Hubo un momento en que Diana me pidió que pusiera a NG la Banda (ya compartimos esas complicidades extremas). Sonó algo que Marianela Boan había usado en su obra El pez de la torre nada en el asfalto. De un salto, cayó en medio de todos y empezó a repasar algunos de los gestos de la coreografía.
El primero en incorporarse fue Zurbano. Luego le seguimos Sacha, Alejandro y yo. Al final, al Chino no le quedó más remedio que sumarse. Justo en ese momento el Tosco empezó a vociferar “Échale limón”. No paramos más hasta que la orquesta se detuvo.
Quien nos hubiera visto por los vidrios de la terraza, desde esa esquina que a Marianela Boán le recuerda El Vedado, no habría entendido muy bien lo que hacíamos. Nadie bailaba. Nunca hicimos nada semejante. Como en El pez de la torre…, dijimos con gestos cosas que las palabras ya no podían.

16 mayo 2012

Cuando Carlos Fuentes volviera a La Habana

 
Hace unos diez años le hice una entrevista a Carlos Fuentes. Su exagerada amabilidad llegó a confundirme. Nunca me hizo sentir culpable por hacerle perder el tiempo. Menos aún por obligarle a repetir algunas de las cosas que había dicho ya, incontables veces, sobre Instinto de Inéz (la presentación de esa novela fue la razón del encuentro).
Un percance con el cassette de la grabadora (¡aún eran de cassettes!), tampoco logró impacientarlo. Aproveché esos minutos para comentarle mi primera lectura de Aura, que fue también mi primera lectura de Carlos Fuentes. Le confesé que mi ejemplar (era de la Colección Honda de Casa de la Américas) había sido devastado por las polillas y le faltaban frases enteras.
–Quizás esos insectos hicieron un buen trabajo de edición –me dijo antes de una carcajada súbita y breve.
Carlos Fuentes me llamaba por mi nombre y me hablaba como si fuéramos viejos conocidos. Lo hacía con tal naturalidad, que por un momento pasé por alto sus modales de diplomático y llegué a creerme la cercanía que él había establecido. Él me decía Camilo y yo le decía Carlos. Nos tuteábamos.
Mi lista de temas a tratar era muy reducida, como su tiempo para la entrevista. La realidad mexicana y su nueva novela debían ocupar casi todas las respuestas. Pero aproveché un momento en que él mencionó a Cuba y le hice tres preguntas sobre mi país:

Durante los años sesenta usted se identificó en extremo con la revolución cubana, incluso fue miembro del consejo de redacción de la revista Casa de las Américas, al cual renunció después del Caso Padilla. ¿Ha vuelto a reunirse con los amigos que dejó allí?
Nunca más volví a Cuba después de los ataques que me lanzó Roberto Fernández Retamar, esos injustos insultos me hicieron imposible volver a visitar la isla. He tenido muchos contactos con cubanos de Miami, pero no del exilio retrogrado y duro, sino de la gente que está buscando alguna forma de conciliación para que en Cuba haya una transición poscastrista democrática y pacífica. Pero a los de adentro no los he vuelto a ver, digamos que no hemos coincidido.

He oído un lejano rumor de que Gabriel García Márquez le tiene casi convencido para que vuelva a Cuba antes de que Fidel muera. ¿Es cierto?
No, no es cierto. No me interesa regresar. Tengo demasiadas desavenencias y allí está la presencia de gente que me ha calumniado, que me ha atacado sin base alguna, sin ninguna razón, de manera de que no tengo el deseo de estrechar ciertas manos en Cuba.

Cuando vuelva a La Habana, sea cuando sea, ¿qué es lo primero que hará?
Lo primero que haré al llegar a La Habana es visitar una casa que para mí es un lugar sagrado, sí, cuando llegue a La Habana lo primero que haré es ir a la casa de José Lezama Lima.

Cuando supe que había muerto, lo primero en que pensé fue en su viaje de regreso a La Habana, en lo que haría al llegar. La imposibilidad de que eso ocurra me produjo más desasosiego que todos los libros que dejó a medias. Espero que él me perdone ese acto de egoísmo… Supongo que sí. Al fin y al cabo él me decía Camilo y yo le decía Carlos. Nos tuteábamos.

04 mayo 2012

El zoológico de cristal*

 
En el batey del ingenio Hormiguero había un zoológico. Al final de un laberinto de hiedras y arbustos desconocidos, estaban las jaulas. Como una de las hijas de don Fernando De la Riva padecía de claustrofobia y aborrecía cualquier tipo de encierro, tuvieron que retirar los balaustres y en su lugar pusieron gruesos cristales.
Un león de los pantanos del Okavango, un tigre siberiano, un oso pardo y una infinidad de monos procedentes de las más remotas latitudes, permanecieron allí por años. El zoológico de cristal del ingenio Hormiguero fue la gran atracción de la zona y el trasfondo de innumerables fiestas de quinces y bodas.
En la noche, los rugidos de aquellas fieras se escuchaban aún más alto que el ruido incesante de la maquinaria del ingenio. Nunca le faltó nada a ninguno de aquellos animales. Cada semana se sacrificaba un toro para los felinos y en el tren de la madrugada, con toda puntualidad, llegaba desde La Habana una caja con salmones de Alaska para el oso.
Cuando la familia De la Riva abandonó el país, a mediados de 1960, le fue imposible cargar con sus fieras. El león del delta del Okavango, el tigre siberiano, el oso pardo y la infinidad de monos pasaron a formar parte de los bienes intervenidos por el Gobierno Revolucionario.
Muy poco tiempo después el oso tuvo que acostumbrarse al sabor a tierra de las biajacas.  El león y el tigre aprendieron a comer del mismo salcocho que les daban a los cerdos. La mayoría de los monos se murió de una enfermedad fulminante y los que quedaron fueron desapareciendo poco a poco.
En los días más tensos de la zafra del 70, hubo un problema con el abastecimiento de comida y el central amaneció sin nada que echarle a los calderos para el almuerzo. De inmediato alguien dio la orden de que se sacrificaran las fieras del zoológico. El asunto se manejó con tanta discreción, que ninguno de los obreros supo que aquel fricasé era de tres carnes: león, tigre y oso.
Pocos días después, el nuevo administrador del central hizo que colgaran la cabeza disecada del león en su oficina, entre una foto de Camilo Cienfuegos y otra de Ernesto Guevara. Los tres, tanto el felino como los guerrilleros, lucían unas melenas impecables.

*Este texto está incluido en ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes?, el libro que se presentará el próximo lunes, a las 7 de la tarde, en Casa de Teatro, Santo Domingo.