23 abril 2019

Zaida del Río: “Detesto que no quieran a mi país”

Una de las cosas que más extraño de Cuba es aquella Habana en que yo pedaleaba hasta la casa de Zaida del Río para oír viejos discos, beber el ron que apareciera y dejar que las horas pasaran mientras ella pintaba. En el país del que hablo, aún no se había acabado el siglo XX y el tiempo era el único bien material que nos sobraba a todos. 
El 28 de mayo de 1993, cuando supo que mi hija estaba a punto de nacer en Maternidad de Línea, Zaida se puso a pintarle un cuadro. Ese fue el primer regalo que recibió Ana Rosario, apenas unos minutos después de haber llegado al mundo. En la dedicatoria, lo único que le pide es que sea feliz.
Zaida del Río es una de las personas más talentosas, auténticas y cubanas que he conocido. Pero, sobre todas las cosas, es una de las criaturas más felices que he tenido cerca jamás. Aún en los momentos más tristes, ella sabe dónde encontrar una sonrisa (a veces, incluso, una carcajada) y sobreponerse.
Aunque ha vivido la mayor parte de su vida en La Habana, nunca perdió ese acento inconfundible que tienen las guajiras villareñas. Tampoco se ha desprendido de ninguno de los rasgos que la definen como tal. Gracias a eso, es capaz de hacer lo que se proponga con una naturalidad que no deja de sorprender… y sobrecoger.

¿De qué te sigue sirviendo hoy el haber nacido y crecido en Guadalupe?
¡De muchísimo! Allí tuve toda la libertad para ser y sentir la naturaleza, los secretos del monte, los ríos, las tempestades, los animales, la gente sencilla y graciosa, sin pretensiones.
Al mismo tiempo, tuve una educación con valores como la lealtad, la sinceridad y el respeto al prójimo. Crecí en una familia sólida y hacendosa, de gente linda como personas y físicamente, tal vez por esa razón siempre he pintado cuerpos y rostros bellos y, como siempre digo, en mi obra apuesto por la belleza.

¿Gracias a qué y a quiénes aquella niña campesina se convirtió en una de los artistas más importantes de su generación?
Gracias a la oportunidad que dio la revolución, una niña como yo, viviendo a 17 kilómetros de un pequeño pueblo como Zulueta, sin información y sin ni siquiera luz eléctrica, pudo estudiar y educarse en una escuela de arte. Eso fue en 1967.
Gracias a Dios que me ha dado la sensibilidad para crear cosas, una mente inquieta y una inteligencia natural. A mi padre, que en medio de una siembra de maíz (porque soy la mayor de mis hermanos y también ayudaba a mi padre en el campo), me dijo: 
“Tú tienes que estudiar, no me interesa qué estudiarás, este gobierno está dando becas gratis y tú eres muy inteligente, eres la mayor, me haces mucha falta, pero yo soy un hombre pobre y no tengo nada que ofrecerte. Si te quedas en este campo, a los 30 años tendrás por lo menos cinco hijos, no tendrás dientes y te dejarán por una jovencita”.
Ahí mismo yo dije: ¡Pa’ luego es tarde! Pero, ¿qué estudiaba? En eso el destino puso su mano y abrieron las escuelas de arte para las provincias. Y así, llena de dudas, sin haber oído nunca a los Beatles ni haberme bañado en una ducha, sin haber visto la televisión ni leído un libro, sin saber nada de moda ni de pinceles, salí para Cienfuegos. 
Todos se reían de mí. Al verde vegetal le dije verde vegueta, no sabía bailar casino y cogí el teléfono al revés. Pero era feliz porque al fin aprendería a pintar gajos de bienvestido. Todo lo demás ha sido trabajar mucho, investigar, ser inconforme con lo logrado, controlar el ego y saberme parte de un todo, dando gracias infinitas siempre por el simple hecho de existir.

Como un homenaje a mi infancia, hace poco sembré todo un lindero con carolinas. Por eso me sorprendió que, en tu más reciente exposición, también aparece ese árbol. ¿Qué representa para ti?
Las matas de carolinas representan mucho para mí. Siempre sus bellos colores, su delicado aroma, el recuerdo de mi niñez sin juguetes, cuando las hacía bailar en un taburete, la magnificencia de esperar que florezcan sólo una vez al año. 
Tal es así, que tengo en proyecto desarrollar un perfume inspirado en esa flor. También hice un video-arte, con música de José María Vitier, en un sitio de La Habana donde hay cientos de esos arboles. Cada año voy hasta allí a conversar con mis amigas las carolinas, a hacer meditación con algunos amigos íntimos, a tomar te, vino…
Para mí es un lugar de poder, donde viajo mentalmente al lejano Guadalupe y me sobrecoge la belleza de la creación. Las he pintado mucho y las seguiré pintando.

Tu obra es muy extensa y abarcadora. Quien la conoce, te conoce. Has logrado pintar lo que llevas por dentro. Cuadro a cuadro, has ido pintando todo lo que te define, importa o representa. ¿Queda algo inexplorado en el interior de Zaida del Río, hay todavía cosas que no conocemos? 
Por supuesto que sí. A medida que voy viviendo, voy creando. A veces hasta yo misma me sorprendo con mis motivaciones. Hace poco presenté una exposición con toda una serie de hombres desnudos, una exaltación a imágenes homo eróticas. 
Este año, el mismo 16 de noviembre, presentaré otra por el 500 aniversario de la fundación de La Habana. Imagínate, estoy pintando la Catedral, el Malecón, el Morro, la Giraldilla, el Capitolio… Por ahí va la cosa… ¿quien me lo iba a decir?

Eres una gran viajera y, sobre todo, eres una gran viajera de Cuba. Del país actual, ¿a qué le echas de menos, qué detestas y qué te sigue fascinando?
Le hecho de menos a tantos queridísimos amigos que se han ido de Cuba. Detesto que no quieran a mi país, que vivan criticando y burlándose en muchas ocasiones de la tierra que los vio nacer. Estoy hasta lo último de la gente que no ríe. 
Me sigue fascinado que cada día conozco gente linda, positiva, con ganas de hacer reír, de bailar y de gozar la vida. Me considero dichosa de no pedir permiso para llegar a casa de nadie y de llamar a cualquier hora a mis amigos. A pesar de trabajar tanto, me considero privilegiada de tener tiempo hasta para perderlo.
Serían innumerables las razones y por supuesto sujetas a cambio, pues soy un ser sin amargura en su corazón que trata de ser mejor cada día. Mis batallas espirituales han sido conmigo misma, no con la humanidad. 

16 abril 2019

Debajo del andén

El andén de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones es hueco por dentro. A través de unos pequeños arcos, se puede llegar a las amplias galerías que hay en su interior. Allá abajo aprendí a lidiar con la oscuridad, entendí la palabra misterio y libré las más grandes batallas de mi infancia.
En 1970, cuando prohibieron la Navidad y los Reyes Magos fueron desterrados, mi abuela Atlántida embaló su nacimiento en una vieja caja de vinos y lo escondió debajo del andén. Años después, mientras jugaba con una ballesta que lanzaba tapas de botellas de refresco, di con aquel tesoro.
Una tarde en que aquellos túneles eran el bosque de Sherwood y El Chiqui, Norberto y yo perseguidos por el sheriff de Nottingham, me encontré cara a cara con un hurón. Nos miramos aterrorizados. Cuando él trató de huir, yo busqué la salida más cercana. Por años llevé en la espalda la marca de aquella fuga.
Todavía tengo su mapa en mi cabeza. Me conozco todos los atajos y escondites donde solo podrían encontrarme mis compañeros de armas en las causas de Guillermo Tell, Robin Hood, los Tres Mosqueteros, la Flecha Negra, Enrique de Lagardere, El Halcón y todos los insurgentes que pasaron por la televisión.
Cuando prohibieron los juegos de azar, el interior del andén se convirtió en un improvisado casino. Como en el pueblo no había un lugar para esconderse fuera de los cañaverales, aquellas oscuras galerías también sirvieron de cuarto de hotel para muchas parejas.
A pesar de que todos sabían, nadie fue sorprendido nunca. En el Paradero de Camarones había una ley no escrita que siempre se respetó al pie de la letra: lo que pasaba debajo del andén, se quedaba debajo del andén.

15 abril 2019

El pozo de Felo López

La casa de familia de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones tenía un pozo. Fue construido en 1914. Los ingenieros de la Cuban Central Railways acertaron un manantial de gran caudal. Por eso nunca, ni siquiera en las peores sequías, se secó. 
Pero a mi abuelo Aurelio no le gustaba el agua. “Ahí abajo hay un tipo de roca que le da un mal sabor”, decía como excusa. Por eso prefería llenar la tinaja con el agua del pozo de Felo López, que también había sido construido por la Cuban Central, en la casa que originalmente fue del Reparador de Vías.
Justo al lado del brocal, creció una ceiba. Cuando yo era niño, ya era el árbol más alto del pueblo. Mi abuela Atlántida, que conocía a Aurelio como nadie, siempre supo cuál era la verdadera razón: “Es por la ceiba. Las raíces mantienen el agua fría fría, como si estuviera en un Frigidaire”. 
Cada vez que el cielo del Paradero de Camarones se cerraba, mi abuela revisaba la tinaja. “Hay que ir a casa de Felo antes de que empiece a llover”, advertía. De niño, me encantaba acompañar a mi abuelo. Aunque él cargaba los cubos, me dejaba llenarlos. Eso hacía que me creyera muy importante.
Mientras yo bombeaba, los ancianos recordaban la época de oro del Ferrocarril, del Paradero de Camarones y del país. En cada una de aquellas conversaciones aprendí algo. Prestaba tanta atención, que a veces me entretenía y mi abuelo tenía que alertarme: “¡Cambia el cubo!”. 
Un querido amigo de la infancia, Rigoberto Aguiar (El Chiqui), volvió al Paradero de Camarones recientemente. Le pedí que fuera a casa de Felo López y averiguara si el pozo aún existía. Cuando volvió a Naples me envió una foto. ¡Todavía tiene la misma bomba!
Hace unos días, el cielo de Santo Domingo se cerró y fui a revisar los botellones. “Hay que pedir agua al colmado antes de que empiece a llover”, dije. Diana me miró desconcertada y se encogió de hombros. Ni yo tenía conciencia de ese reflejo condicionado. 
La culpa es del tipo de roca que hay debajo de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, pensé.  

13 abril 2019

Martí fija el rumbo

Hace 19 años que vivo en República Dominicana. Entre Santo Domingo y una loma con vistas al valle de Jarabacoa, se han ido volando mis 6.708 días en esta media isla. Me cuesta creer que ya he estado aquí más tiempo que en el Paradero de Camarones y casi el doble que en La Habana. 
En todos estos años, nunca me he separado de los Diarios de campaña de José Martí. Por esos apuntes llegué al Cibao y conocí a su gente incluso antes de verlo en persona. Infinidad de veces me ha sorprendido el amanecer entre Santiago y La Vega. Cada vez que eso ocurre, la descripción de Martí se impone a la mía.
Entre el 14 de febrero y el 17 de mayo de 1895, mientras convocaba cubanos, preparaba una guerra y se incorporaba a la acción en la manigua, José Martí escribió lo que para Guillermo Cabrera Infante (y para mí, por supuesto) es “su obra maestra absoluta”. 
Esas casi 100 páginas de pequeños y apresurados apuntes contienen la mejor obra literaria escrita en Cuba en el siglo XIX. En una sola línea escrita el 9 de abril, “Lola, jolongo, llorando en el balcón. Nos embarcamos”, comienza la literatura cubana del XX.
Cuando Diana Sarlabous y yo alquilamos el primer espacio que compartimos, colgué un fragmento de los Diarios en la pared. Corresponde al 10 de abril. Como estamos por esos días, lo compartí ayer en Facebook:
“Salimos del Cabo —Amanecemos en Inagua. —Izan el bote. Salimos a las 11. Pasamos rozando a Maisí y vemos la farola. Yo en el puente. A las 7 ½, oscuridad. Movimiento a bordo. Capitán conmovido. Bajan el bote. Llueve grueso al arrancar. Rumbamos mal. Ideas diversas y revueltas en el bote. Más chubasco. El timón se pierde. Fijamos rumbo. Llevo el remo proa.”
“Es una secuencia cinematográfica, a puro plano cortado”, escribió José M. Fernández Pequeño en un comentario. ¿Son los Diarios, también, nuestro primer guión de cine?, me pregunté al leerlo. Ha empezado a amanecer en el Cibao. Miro el valle y acabo en una línea de Martí: “y era un bien de alma, suave y profundo, aquella claridad”.
Una vez más, la descripción de Martí se impone a la mía, fija el rumbo.

09 abril 2019

El Comején promete carne de avestruz, jutía y cocodrilo

El comandante Guillermo García Frías es un hombre de pocas comparecencias y todavía menos palabras. Aunque siempre fue una de las cinco figuras principales de la dirigencia cubana (junto a Fidel, Raúl, Almeida y Ramiro), rehuyó de cámaras y micrófonos.
Cuenta la leyenda que, en los festejos por el triunfo de la revolución, alguien le dio a probar whisky. Después de hacer una mueca, escupió la bebida. “¡Esa mierda sabe a madera!”, dijo mientras se limpiaba con su traje verde olivo. Esa afirmación le costó que años después lo bautizaran como El Comején.
Además de su predilección por los destilados escoceses, se sabe muy poco de él. Hombre de campo, prefirió la cría de gallos finos al protagonismo. Por eso en la mayoría de las fotos en la que aparece, casi siempre está escuchando y nunca hablando.
Eso hace que resulte más extraña aún una reciente comparecencia suya, donde expone un ambicioso plan que lleva a cabo.  “La jutía tiene una carne con un nivel de proteína superior a todas las carnes. El cocodrilo igual. Estamos cultivando también el avestruz. Esta ave produce más que una vaca”, explica. 
“Parece mentira. Pone 60 huevos y se gozan 40 pichones. Esos 40 pichones al año tienen 4 toneladas de carne, a 100 kilos cada pinchón”, abunda. Al igual que su Comandante en Jefe, García Frías se resiste a tener una vejez ociosa y le promete a los cubanos carne de sus singulares granjas. 
El Comején dejó de comportarse como un avestruz y ha sacado la cabeza. Aunque todo parece ser fruto de la senilidad, no luce tan descabellado como las últimas ocurrencias de Fidel. Cualquiera de esos animales sabe mejor que un plato de moringa.

08 abril 2019

“Kitipún”, los desconcertantes latidos del corazón de Juan Luis

El jueves pasado me encontré con Alfonso Quiñones, ese querido poeta que siempre tiene un chiste inteligente o una frase demoledora para soltar en el saludo. Él fue quien me anunció que ese mismo día saldría “Kitipún”, el primer single del nuevo disco de Juan Luis Guerra.
A propósito, nos pasamos un largo rato hablando de la obra de Juan Luis, de lo que representaba para nosotros —de manera individual— y de su incontestable universalidad. Los dos coincidimos en que Ojalá que llueva café (1990) y Bachata rosa (1991),son dos de los más grandes discos grabados en el Caribe hispano jamás.
“Son el Pedro Páramo El llano en llamas de nuestra música”, afirmó Quiñones (a los cubanos nos encantan escandalizar con las analogías) y yo estuve totalmente de acuerdo. Lleno de ilusiones, al cabo de tantas obras tan inmerecidos para el artista, nos frotamos las manos en espera de “Kitipún”.
Cuando por fin cayó en mi pantalla el video, me pasó lo mismo que con la mayoría de las producciones recientes de Juan Luis. En la medida que avanza el tema, me voy desesperando. Me angustia que ya no esté ahí el artista que tanto admiro y al que tanto le debo.
Aquel hombre que antes llegaba por sus propios pies y con toda naturalidad a la esencia de la identidad dominicana, para sacar de allí versos y ritmos que definen a varias generaciones; ahora parece viajar en un artefacto que va en reversa. ¿Será que mira a su alrededor por un espejo retrovisor?
Ninguno de los recursos del pasado funciona en “Kitipún”. Es como si uno asistiera a un espectáculo de magia del que ya se sabe todos los trucos. Es muy probable que sea un éxito, tanto el single como el álbum (con esa única intención parece estar hecho). 
Pero ya solo es la voz y el sonido del genio, falta la esencia que lo hizo imprescindible en nuestras vidas. Mario Dávalos compartió hoy en la mañana un texto que acaba con un deseo: “Ojalá que vuelva Juan Luis”. Después de oír los desconcertantes latidos de “Kitipún”, a mí me bastaría que no se siga alejando.

05 abril 2019

Alberto Cortez me enseñó a ser cursi

No valoré los días de radio junto a mis abuelos, en las noches sin luz del Paradero de Camarones, hasta que estuve cerca de cumplir los 20 años. Solo entonces asimilé danzones, trovas y todos esos ritmos de la Cuba del ayer que llevaba por dentro. 
Hasta que eso no sucedió, solo un artista logró que mis gustos y mis oídos se entendieran con los gustos y los oídos de los mayores. Por mucho tiempo creí que solo Silvio, Pablo o Serrat eran capaces de componer grandes canciones. Mi postura al respecto era tan radical como ingenua y —sobre todo— ignorante.
Fue entonces que Alberto Cortez me hizo cambiar de parecer. Vestido de traje y corbata (lo cual, para mí, era una inequívoca señal de decadencia) y con los mismos gestos de los cantantes del pasado, decía cosas conmovedoras, tanto para mis abuelos como para mí. 
Más que a Vallejo, Villena, Guillén, Machado o Miguel Hernández, los versos que aquel argentino cantaba y recitaba, parecían tangos o boleros. Con una sagacidad, hasta entonces desconocida para mí, era capaz de complacer tanto a los conservadores como a los revolucionarios (sigo hablando de música, eh).
Un día le comenté todo eso a Raúl Eguren (un querido maestro de la Escuela Nacional de Arte y un inolvidable actor del teatro y el cine cubano). “Tendrás que estar siempre agradecido de Alberto Cortez —me dijo—, porque te liberó de muchos prejuicios absurdos y te enseñó a ser cursi”. 
Hoy lo he buscado en Google Map y todavía está ahí. En la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, en el límite del patio, donde termina la casa, hay un árbol que plantamos mi madre y yo. Ahora es un enorme eucalipto, pero en algún momento fue apenas una rama.
Gracias, Alberto Cortez, por todo lo que te debo. A mí también se me ha ido un amigo.

02 abril 2019

Un mar de cañaverales

Vivir durante toda tu infancia en una estación de trenes te hace diferente. Las cosas a tu alrededor siempre están en movimiento (llegan, se van o pasan), mientras tú permaneces en el mismo lugar. También te hace reconocer a los pueblos de otra manera.
Yo, por ejemplo, medía su tamaño por la cantidad de cambiavías. El mayor error de cálculo que cometí fue con Esperanza. En mi cabeza no cabía que un pueblo con tres estaciones (Esperanza Cuban Central, Esperanza Unidos y Esperanza Norte) fuera más pequeño que Ranchuelo, que solo tenía una.
Uno de los momentos más emocionantes de mi infancia fue el día que mi abuelo Aurelio me llevó a ver el cambia vías automático que había en Cherepa. Tanto los trenes que circulaban por Línea Sur como los que venían por la de Santa Clara, podían seguir para Cienfuegos sin tener que tocar las agujas.
Aunque Cherepa era un páramo rodeado por un mar de cañaverales, ese solo artefacto me hacía verlo como un lugar muy importante. Hace dos años, viajé con Diana Sarlabous a Saint Louis, Missouri. No perdí la oportunidad de conocer Union Station, la más grande y concurrida del mundo en la época de oro del ferrocarril.
Caminé por los andenes, crucé las carrileras, me subí a los vagones en exhibición, toqué los antiguos cambiavías. Recordé mucho a mi abuelo. Me hubiera encantado hacerle saber que por él estaba allí. Pero mentiría si les dijera que me emocioné tanto como el día que él me llevó a Cherepa.
Ver al Budd de La Habana seguir de largo para Cienfuegos, sin tener que cambiar las agujas, oír el trac trac de las ruedas y apreciar el trayecto de aquella bala plateada hasta que se perdió de vista, fue una experiencia inigualable. En Saint Louis me faltaba algo, quizás un mar de cañaverales.