La casa de familia de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones tenía un pozo. Fue construido en 1914. Los ingenieros de la Cuban Central Railways acertaron un manantial de gran caudal. Por eso nunca, ni siquiera en las peores sequías, se secó.
Pero a mi abuelo Aurelio no le gustaba el agua. “Ahí abajo hay un tipo de roca que le da un mal sabor”, decía como excusa. Por eso prefería llenar la tinaja con el agua del pozo de Felo López, que también había sido construido por la Cuban Central, en la casa que originalmente fue del Reparador de Vías.
Justo al lado del brocal, creció una ceiba. Cuando yo era niño, ya era el árbol más alto del pueblo. Mi abuela Atlántida, que conocía a Aurelio como nadie, siempre supo cuál era la verdadera razón: “Es por la ceiba. Las raíces mantienen el agua fría fría, como si estuviera en un Frigidaire”.
Cada vez que el cielo del Paradero de Camarones se cerraba, mi abuela revisaba la tinaja. “Hay que ir a casa de Felo antes de que empiece a llover”, advertía. De niño, me encantaba acompañar a mi abuelo. Aunque él cargaba los cubos, me dejaba llenarlos. Eso hacía que me creyera muy importante.
Mientras yo bombeaba, los ancianos recordaban la época de oro del Ferrocarril, del Paradero de Camarones y del país. En cada una de aquellas conversaciones aprendí algo. Prestaba tanta atención, que a veces me entretenía y mi abuelo tenía que alertarme: “¡Cambia el cubo!”.
Un querido amigo de la infancia, Rigoberto Aguiar (El Chiqui), volvió al Paradero de Camarones recientemente. Le pedí que fuera a casa de Felo López y averiguara si el pozo aún existía. Cuando volvió a Naples me envió una foto. ¡Todavía tiene la misma bomba!
Hace unos días, el cielo de Santo Domingo se cerró y fui a revisar los botellones. “Hay que pedir agua al colmado antes de que empiece a llover”, dije. Diana me miró desconcertada y se encogió de hombros. Ni yo tenía conciencia de ese reflejo condicionado.
La culpa es del tipo de roca que hay debajo de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, pensé.
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