El andén de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones es hueco por dentro. A través de unos pequeños arcos, se puede llegar a las amplias galerías que hay en su interior. Allá abajo aprendí a lidiar con la oscuridad, entendí la palabra misterio y libré las más grandes batallas de mi infancia.
En 1970, cuando prohibieron la Navidad y los Reyes Magos fueron desterrados, mi abuela Atlántida embaló su nacimiento en una vieja caja de vinos y lo escondió debajo del andén. Años después, mientras jugaba con una ballesta que lanzaba tapas de botellas de refresco, di con aquel tesoro.
Una tarde en que aquellos túneles eran el bosque de Sherwood y El Chiqui, Norberto y yo perseguidos por el sheriff de Nottingham, me encontré cara a cara con un hurón. Nos miramos aterrorizados. Cuando él trató de huir, yo busqué la salida más cercana. Por años llevé en la espalda la marca de aquella fuga.
Todavía tengo su mapa en mi cabeza. Me conozco todos los atajos y escondites donde solo podrían encontrarme mis compañeros de armas en las causas de Guillermo Tell, Robin Hood, los Tres Mosqueteros, la Flecha Negra, Enrique de Lagardere, El Halcón y todos los insurgentes que pasaron por la televisión.
Cuando prohibieron los juegos de azar, el interior del andén se convirtió en un improvisado casino. Como en el pueblo no había un lugar para esconderse fuera de los cañaverales, aquellas oscuras galerías también sirvieron de cuarto de hotel para muchas parejas.
A pesar de que todos sabían, nadie fue sorprendido nunca. En el Paradero de Camarones había una ley no escrita que siempre se respetó al pie de la letra: lo que pasaba debajo del andén, se quedaba debajo del andén.
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