02 abril 2019

Un mar de cañaverales

Vivir durante toda tu infancia en una estación de trenes te hace diferente. Las cosas a tu alrededor siempre están en movimiento (llegan, se van o pasan), mientras tú permaneces en el mismo lugar. También te hace reconocer a los pueblos de otra manera.
Yo, por ejemplo, medía su tamaño por la cantidad de cambiavías. El mayor error de cálculo que cometí fue con Esperanza. En mi cabeza no cabía que un pueblo con tres estaciones (Esperanza Cuban Central, Esperanza Unidos y Esperanza Norte) fuera más pequeño que Ranchuelo, que solo tenía una.
Uno de los momentos más emocionantes de mi infancia fue el día que mi abuelo Aurelio me llevó a ver el cambia vías automático que había en Cherepa. Tanto los trenes que circulaban por Línea Sur como los que venían por la de Santa Clara, podían seguir para Cienfuegos sin tener que tocar las agujas.
Aunque Cherepa era un páramo rodeado por un mar de cañaverales, ese solo artefacto me hacía verlo como un lugar muy importante. Hace dos años, viajé con Diana Sarlabous a Saint Louis, Missouri. No perdí la oportunidad de conocer Union Station, la más grande y concurrida del mundo en la época de oro del ferrocarril.
Caminé por los andenes, crucé las carrileras, me subí a los vagones en exhibición, toqué los antiguos cambiavías. Recordé mucho a mi abuelo. Me hubiera encantado hacerle saber que por él estaba allí. Pero mentiría si les dijera que me emocioné tanto como el día que él me llevó a Cherepa.
Ver al Budd de La Habana seguir de largo para Cienfuegos, sin tener que cambiar las agujas, oír el trac trac de las ruedas y apreciar el trayecto de aquella bala plateada hasta que se perdió de vista, fue una experiencia inigualable. En Saint Louis me faltaba algo, quizás un mar de cañaverales.

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