26 diciembre 2012

Dos cuentos de Navidad


(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

María tiene 6 años y le tocó hacer de pastorcita en una obra de teatro. Se trataba de una representación del nacimiento de Jesús en el patio de su colegio. Cuando su abuela se enteró de tamaña responsabilidad, fue a una mercería a comprar cada cosa que se necesitaba para el vestuario.
Trabajaron sin parar durante toda la noche. Con la ayuda de otra abuela, cosieron el traje y los accesorios. Terminaron exhaustas, pero felices. Habían construido, con sus propias manos, eso que luego la niña recordaría como uno de los momentos más inolvidables de su infancia.
Pero al día siguiente María regresó llorando del colegio. Sus amiguitas se habían pasado el día burlándose de ella. Era la única que no llevaba un “traje comprado”. Ataviadas como sultanas, princesas y hasta geishas, no pararon de criticar la sencillez de la indumentaria producida por las ancianas.
Una vez que concluyó la obra, la directora del colegio reflexionó al respecto. Le recordó a todos el verdadero sentido del acto. Lástima que muchos no la oyeron, estaban entretenidos en filmar a sus hijos como si desfilaran por una pasarela.
Casa de Teatro realiza todos los años una cena donde los mozos son artistas, personalidades y amigos de Freddy Ginebra. Los que nos disfrazamos de camareros ese día, apoyamos de manera incondicional los sueños, las locuras y hasta los delirios de Freddy.
Como se trata de recabar fondos para ayudar a los que más lo necesitan, el banquete suele ser los menos importante. En una de las mesas que me tocó atender se quejaron de eso. No entendían que no hubiera bebidas importadas, tampoco que la cerveza no fuera de su marca preferida.
Tratamos de explicárselo en dominicano, en cubano y en colombiano, pero no entendieron ninguno de los tres idiomas. A regañadientes, aceptaron los cocteles que les ofrecimos. Cada vez que nos acercábamos a ellos, nos hacían saber que estaban muy incómodos.
Cuando ya la fiesta se acercaba a su final, aparecieron los niños de la Escuelita Rayo de Sol. Venían disfrazados de ángeles y abrazaron a Freddy para darle las gracias. Todo lo que se había recaudado esa noche era para la Fundación que los acoge.
Los niños provienen de los barrios más vulnerables de Santo Domingo y, por su condición, no pueden articular palabras. Pero repartieron abrazos y besos mesa por mesa. Las luces y la niebla lograban un raro efecto en sus alas de cartón: a veces parecían batir.
Todavía conmovido volví a la mesa de los “disgustados” para ver si necesitaban algo. Todos estaban llorando. No solo se disculparon, también me pidieron que me sentara a compartir un trago. Brindamos por la solidaridad en estado puro, sin echarle ni siquiera  hielo.
En esta época se pone de moda aquel “Cuento de Navidad” que escribió Charles Dickens en 1843. La historia del avaro Ebenezer Scrooge no pierde vigencia ni deja de compungirnos. Pero ya el problema no está en celebrarla, sino en lo que se entiende por su espíritu.
Los centros comerciales y las revistas del corazón han pervertido esta época a tal extremo, que se va convirtiendo en una simulación tras otra. Lo que en un principio fue una lección de austeridad y humanismo, se ha trocado en un carnaval de las ostentaciones.
No hay que ser religioso para creer en pequeños ángeles con alas de cartón. No hace falta saber ningún idioma para entender la mudez de sus abrazos. Esos son los verdaderos milagros de la Navidad. Lo otro es vulgar apariencia, descarado derroche.

23 diciembre 2012

Por esta vez, los premios fueron los premiados


En 2012, Leonardo Padura ha salvado con su nombre al más importante reconocimiento literario de Cuba. De un tiempo a esta parte, el Premio Nacional de Literatura de mi país se había convertido en un penoso inventario de escritores prescindibles.
Con Padura, además, por fin se alcanza una generación que se había evitado durante más de una década. Por culpa de esa tozuda resistencia, el Premio llegó a extremos tan innecesarios como Guane, el más occidental municipio de la Isla.
Ojalá que en 2013 se supere otro trauma más y se incluya entre los candidatos al reconocimiento a cubanos en el exilio. Nada justifica, por ejemplo, que Nersy Felipe ostente el Premio antes que Abilio Estévez o José Kózer. Eso lo entendería hasta el mismísimo Cochero Azul.
Otro acto de justicia fue el Premio Nacional de Edición a Alfredo Zaldívar. En los años 90, cuando la caída del Muro de Berlín derrumbó la industria editorial cubana, las Ediciones Vigía se convirtieron en un refugio, tanto para los escritores emergentes como para los clásicos que aún vivían.
Ni siquiera la mediocridad provinciana logró desalentar a Zaldívar, quien se vio forzado a refundar las Ediciones Matanzas cuando los oportunistas se apropiaron de su taller artesanal. Ahora ya se sabe que el encanto no estaba en los libros hechos a mano, sino en quien hacía posible aquel acto de iluminación.
Gracias a Leonardo Padura y Alfredo Zaldívar ambos reconocimientos tienen más credibilidad y peso que unos meses atrás. Por esta vez, los premios fueron los premiados.

17 diciembre 2012

No tenemos plan B


En agosto de 2011, cuando Diana me propuso que volviéramos juntos a Cuba, tuve que confesarle un viejo temor: cabía la posibilidad de que, una vez en La Habana, las autoridades migratorias del régimen no me permitieran ingresar a mi propio país.
Le conté la historia de un amigo que llegó a Rancho Boyeros, procedente de Santo Domingo, y le dieron a elegir entre dos opciones. O se marchaba en el primer avión que despegara, o permanecía detenido hasta el próximo vuelo a República Dominicana.
Fue a dar a París y su familia no lo supo hasta que les habló desde Francia. No quería vivir esa experiencia. Había tenido muchas pesadillas con eso. En una de ellas, el actor Luis Alberto García era el agente que me detenía. “¡Luisito, soy yo, cojones, ¿te acuerdas de allá?!”, recuerdo que le gritaba.
–¿Y si no te dejan volver a Cuba, a dónde quisieras ir? –me preguntó Diana.
Me ofreció muchas opciones. Comenzó por París y acabó en Buenos Aires. Era nuestro primer viaje juntos. No lo entendíamos como un paseo sino como un ritual. Necesitábamos mirarnos a la cara en el Paradero de Camarones y El Cristo.
–No, no tenemos plan B –admitió ella misma, mientras tachaba todo los lugares que había señalado en un mapa.
Hace unos días, en casa de Alejandro Aguilar y Marianela Boán, empezamos a tantear posibles destinos para las vacaciones de Semana Santa. Alejandro, magno viajero, nos ofreció un sinnúmero de posibilidades. Pero al final acabamos dando vueltas en círculos sobre los mismos lugares.   
Sé que nos estamos perdiendo muchísimas cosas que aún no conocemos, pero preferimos seguir encontrándonos a nosotros mismos. Si es posible, vamos a volver al Paradero de Camarones y El Cristo. El olor de las guardarrayas y el cielo familiar de esos lugares puede más que nosotros.  No,  no tenemos plan B.

10 diciembre 2012

Ángel para un final


No puedo presumir de todos los hermanos que decía tener Atahualpa Yupanqui. Los míos siempre se han podido contar. Entre esos pocos, desde hace 20 años, Ángel Santiestéban ocupa uno de los lugares más cercanos. Nada ha logrado romper el vínculo que se creó entre nosotros en cuanto nos conocimos. Teníamos más de una razón para ello.
Mimí, la madre de Angelito, fue amiga de la infancia de Lérida, la mía, allá en San Fernando de Camarones. Luego él pasó parte de su infancia en Cruces. Aunque nunca nos vimos en esa época, compartíamos la misma nostalgia municipal. Los trenes en los que él jugaba a los pistoleros con sus amigos, cinco kilómetros después se convertían en los míos.
Cuando Mimí murió, él le empezó a decir “madre” a Lérida. Más de una vez he vivido con ellos algo de lo que, el hecho de ser hijo único, me había privado. Mami le ha cocinado, lavado y planchado a Angelito. Eso, al menos en la cultura a la que pertenezco, es una especie de cordón umbilical.
La última vez que estuvimos juntos cometí dos errores. El primero fue permitirle que regresara a Cuba. José Rafael Lantigua, entonces ministro de Cultura en República Dominicana, le había propuesto que dirigiera un taller literario. Más de una vez, José Rafael me pidió que lo convenciera. Pero no hice todo lo posible para lograrlo.
El segundo fue cuando le di “cuerda” para que creara un blog (suelo hacer eso con la gente  que quiero leer a menudo y no encuentro la manera de hacerlo). Angelito aún no entendía muy bien en qué consistían las bitácoras y yo no descansé hasta que lo tuvo bien claro. Poco después comenzó la aventura de Los hijos que nadie quiso.
No quiero referirme al absurdo y grotesco proceso judicial que acaba de condenar a Angelito a 5 años de cárcel. Sobra información sobre eso en la red. Si algo tengo que decir al respecto, no sería a los lectores de El Fogonero sino a Kenia, a quien recuerdo con mucho cariño y con quien compartí momentos inolvidables.
Recuerdo el día que Angelito me llevó en su camioneta a decirle adiós al Paradero de Camarones. Kenia se despidió de él como si se fuera a una guerra. Lo besó y lo abrazó como hacen las novias de los soldados en las películas.
Yo sé que ella ha sido tan víctima como él. Por eso le pido, en el improbable caso de que me escuche, que trate de frenar esa farsa. Que lo haga por Angelito, pero también por aquella muchacha, espléndida y feliz, que tenía la mirada más dulce de Cojímar.
Al final la historia absolverá a Ángel Santiestéban de cada cargo que esgrime el régimen en su contra, pero aún estamos a tiempo de impedir que sea sumido en el oprobio de una mazmorra. Lo importante es que no nos quedemos callados, que no lo dejemos solo. Ojalá que Kenia también nos acompañe en esto.

La carta de Andrea, los comentarios de Ernesto


En las últimas semanas he tenido poco tiempo para El Fogonero. El 2012 acabará como uno de los años más improductivos de esta bitácora. Tengo varias excusas para ello, pero quizás la más convincente de todas sea Twitter. Ahora, cuando quiero decir algo con urgencia, lo resuelvo en menos de 140 caracteres.
Muchos compatriotas me han escrito recriminándome el “abandono”. He respondido con puntualidad cada uno de los emails que enviaron a mi buzón. Cuesta creer que una cosa que empezó como un divertimento individual, como un juego casi infantil, acabara entrañando una responsabilidad con tantos.
Hoy en la mañana me llegó un mensaje de Andrea Piedra, una entrañable compañera de aula en la Escuela de Arte de Cubanacán, en La Habana. Nunca más había sabido de ella. Para mí, sigue teniendo el rostro, la ropa y la sonrisa de aquella época (años 80 del siglo pasado). No sé cómo es Andrea hoy, pero ya me enteré cómo piensa y eso me ha hecho muy feliz.
“Es hermoso que hayas creado este espacio, ha sido una idea bella y genial. Pero hace mucho dejó de ser tuyo para convertirse en propiedad de los que te esperamos, salvando las diferencias que nos separan y agregando las virtudes que nos unen. Por todo lo anterior, compañero Camilo Venegas Yero, alias el Camily, tienes que seguir escribiendo en El Fogonero hasta que la muerte los separe”, me advierte mi antigua camarada.
Justo en el momento en que recibí su señal, estaba borrando dos comentarios, uno mío y otro de un tal Ernesto de la Serna. No era un acto de censura, sino de vergüenza. Un perseguidor cubano, bajo tan ridículo seudónimo, logró sacarme de quicio. Tanto mis palabras como las suyas me parecían una mancha innecesaria en el blog.
Por todo esto quiero hacer una aclaración: El Fogonero es un espacio privado que tengo que compartir para que exista. Pero eso no quiere decir que deje pasar por él a esbirros infelices y a chivatos frustrados. El Fogonero es mi manera de seguir habitando el Paradero de Camarones, la única manera que me queda de invitar a gente como Andrea a disfrutar de mi espacio y de los míos.
Nada que contravenga esa premisa tendrá cabida aquí.