En agosto de 2011, cuando Diana me propuso que volviéramos juntos
a Cuba, tuve que confesarle un viejo temor: cabía la posibilidad de que, una
vez en La Habana, las autoridades migratorias del régimen no me permitieran
ingresar a mi propio país.
Le conté la historia de un amigo que llegó a Rancho Boyeros,
procedente de Santo Domingo, y le dieron a elegir entre dos opciones. O se
marchaba en el primer avión que despegara, o permanecía detenido hasta el
próximo vuelo a República Dominicana.
Fue a dar a París y su familia no lo supo hasta que les habló
desde Francia. No quería vivir esa experiencia. Había tenido muchas pesadillas
con eso. En una de ellas, el actor Luis Alberto García era el agente que me
detenía. “¡Luisito, soy yo, cojones, ¿te acuerdas de allá?!”, recuerdo que le
gritaba.
–¿Y si no te dejan volver a Cuba, a dónde quisieras ir? –me
preguntó Diana.
Me ofreció muchas opciones. Comenzó por París y acabó en Buenos
Aires. Era nuestro primer viaje juntos. No lo entendíamos como un paseo sino
como un ritual. Necesitábamos mirarnos a la cara en el Paradero de Camarones y El Cristo.
–No, no tenemos plan B –admitió ella misma, mientras tachaba todo
los lugares que había señalado en un mapa.
Hace unos días, en casa de Alejandro Aguilar y Marianela Boán,
empezamos a tantear posibles destinos para las vacaciones de Semana Santa.
Alejandro, magno viajero, nos ofreció un sinnúmero de posibilidades. Pero al
final acabamos dando vueltas en círculos sobre los mismos lugares.
Sé que nos estamos perdiendo muchísimas cosas que aún no
conocemos, pero preferimos seguir encontrándonos a nosotros mismos. Si es
posible, vamos a volver al Paradero de Camarones y El Cristo. El olor de las
guardarrayas y el cielo familiar de esos lugares puede más que nosotros. No, no
tenemos plan B.
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