15 diciembre 2023

Mal Tiempo


(fragmento de la novela Atlántida)

La maestra Mary y Claudio Yero, mi bisabuelo, contaban la batalla de Mal Tiempo de maneras muy diferentes. Sólo coincidían en que ese día cambió el curso de la Guerra de Independencia. Como las películas sobre los mambises siempre son en blanco y negro, me imagino todo sin colores.
Claudio ya estaba ciego, pero abría bien los ojos cuando recordaba el 15 de diciembre de 1895. “Los trenes andaban como locos para arriba y para abajo —decía siempre—. Oír aquellos pitazos de alarma y ver tantos cañaverales ardiendo le ponían a uno los pelos de puntas”.
La maestra decía que, a pesar de que los soldados españoles superaban ampliamente en número a los mambises, la capacidad estratégica de Máximo Gómez y el gran valor de Antonio Maceo en el campo de batalla fueron decisivos para la victoria de los cubanos. 
Claudio Yero, sin embargo, creía que los libros exageraban o mentían y aseguraba que todo no fue más que un crimen. “Ahí lo que había era un batallón de quintos que acababan de traer de Canarias —insistía—. Eran niños que lo soltaron todo y se mandaron a correr muertos de miedo. Los mambises los tasajearon”. 
Mi abuelo tenía un marcador en la página 207 del primer tomo de Crónicas de la guerra, el libro de José Miró Argenter. Con lápiz de tinta subrayó “¡entró la nave en alta mar!”, la frase que dijo Maceo poco antes de que el corneta tocara a degüello. Había leído tanto esa parte que se desencuadernó. 
“Todo el terraplén está empedrado de cadáveres. En un reducido espacio yacen más de un centenar de hombres mutilados y la tendalera sigue por todo el camino de Mal Tiempo”, leo. Busqué tendalera en el diccionario: “desorden de las cosas que se dejan tendidas por el suelo”.
“¡Entró la nave en alta mar!”, dije empuñando el libro. Al tratar de dar el primer machetazo con él, se me fue de la mano y las hojas que se le habían soltado salieron volando. Las recuperé todas, pero no me dio tiempo a organizarlas. Dejé algunas al derecho y otras al revés.
La maestra Mary dio un punterazo en el centro del mapa de Cuba, muy cerca de Cruces, más o menos por donde deben de estar Mal Tiempo, la loma de La Rioja, el Paradero de Camarones y los Mangos de La Flora. A ella le encantaba andar con el puntero en la mano, incluso cuando no lo necesitaba. 
—El combate de Mal Tiempo, que como ustedes saben ocurrió muy cerca de aquí —nos dijo—, tuvo un alto costo para los españoles, quienes perdieron a ciento cuarenta y siete hombres contra sólo cuatro de los cubanos. Gracias a esa aplastante victoria de los mambises contra el ejército colonial, la guerra se extendió al occidente.
Claudio Yero decía que ese día la historia pasó por la puerta de su casa. Él y Pequeña, mi bisabuela, vieron a la columna de hombres acercarse por el camino de la loma de La Rioja y salieron a esperarla. Máximo Gómez inclinó la cabeza y se tocó el ala del sombrero para saludarlos. Maceo miraba para otra parte.
“Después de los hombres uniformados, empezaron a pasar harapientos y al final negros desnudos —contaba Claudio—. Yo le dije a Pequeña que entrara para la casa, pero esa mujer era muy rebencuda. Iban con los machetes embarrados de sangre. Así mismo pelaban las cañas y se las comían. Un negro llevaba el brazo que le habían cortado y la cabeza del que se lo cortó”. 
Cerca de la casa de Claudio y Pequeña había un corte de caña del ingenio Hormiguero y un ferrocarril portátil llegaba hasta él. Después de coger todas las cañas que quisieron, los negros que iban al final de la columna volcaron los pequeños vagones y les prendieron fuego. 
—Luego quemaron la locomotora —recordaba siempre mi bisabuelo—. Era una Koppel, aquella maquinita llegaba a donde fuera.
Un oficial ordenó que no tocaran la casa y se quedó mirando a Pequeña, esperando a que ella le diera las gracias. Pero mi bisabuela no lo hizo. Con las manos entrelazadas en la espalda, temblando de frío y envuelta en una nube de polvo, se mantuvo parada hasta que pasó el último hombre. 
“Yo no me fijé en el caballo de Maceo, pero supongo que era el famoso caballo blanco —decía Claudio—. El de Gómez era inmenso y mantenía el paso con una elegancia que jamás he vuelto a ver en una bestia. A la legua se veía que aquel era el mejor caballo de la tropa”. 
Como ya estaba ciego, dibujaba en el aire las cosas que iba diciendo. Con sus brazos fue describiendo al caballo. Por eso supe que tenía una cola larguísima. Según contaba, a la mañana siguiente fue al pueblo a dar el parte de los vagones quemados. Entonces se enteró que habían acampado en La Flora y que la zafra, que aún estaba por empezar, ya se había acabado. 
“Ese día ardieron muchas fortunas por aquí —repetía—. La mayoría de los ingenios desmontaron sus máquinas y lo dieron todo por perdido. No molieron ni Hormiguero, ni Andreíta, ni San Agustín, ni San Francisco, ni Dos Hermanos, ni Santa Catalina, ni Parque Alto, ni San Lino… Aquello fue el fin del mundo”.
Durante la clase sobre Mal Tiempo, la maestra Mary nos prometió que haríamos una visita al Monumento. Caminaba por toda el aula, blandía el puntero como si fuera un machete. Ella trataba de que nos imagináramos a la caballería mambisa, pero muchos estábamos más pendientes de su cara y de sus senos que del ataque del ejército libertador.
Claudio Yero, además de quedarse ciego, tuvo gangrena en una pierna y se la amputaron. Ya no se levantaba de la cama, pero todavía tenía a mano las botas y el machete. Cada vez que le hacíamos la visita, se enderezaba y pedía que le alcanzaran el sombrero para inclinar la cabeza y tocarle el ala.
Como tenía más de cien años, la memoria le había empezado a fallar. A veces olvidaba el nombre de algunos de sus hijos y no reconocía que se había quedado ciego. “Ahorita, cuando me despierte —decía con los ojos apretados—, voy a ir al patio a tumbar unas guayabas para que Atlántida te haga una mermelada”.
Después tanteaba el aire en busca del machete y las botas. Le ponía de muy mal humor verse desvalido. “¿Yo te he contado que tuve delante de mí a Máximo Gómez y a Antonio Maceo? —me volvía a preguntar—. Ese día la historia pasó por la puerta de mi casa”. 
Igual que las páginas desencuadernadas del libro, algunos recuerdos le salían al derecho y otros al revés. No siempre lograba terminar los cuentos. Poco a poco se iba hundiendo en el bastidor hasta que empezaba a roncar. Entonces Aurelio y yo salíamos de su cuarto tratando de no hacer ruido.
—Aquello fue el fin del mundo —le oímos decir un día, entre ronquido y ronquido.

07 diciembre 2023

Adiós, maestro Gustavo


Fíjense bien en el hombre que está sentado en el banco que hay casi al final de la acera, entre dos de las puertas del antiguo (e irreconocible) Bar Arelita del Paradero de Camarones.
Es el maestro Gustavo Molina, de quien aprendí lecciones fundamentales que aún hoy me son útiles. Él, además, es uno de los protagonistas de mi novela "Atlántida" y uno de los lectores que más deseaba para ella.
Lamentablemente, no alcanzó a ver el libro. Acabo de recibir una nota de una querida amiga donde me avisa que ha fallecido hoy, a primera hora de la mañana. Con Gustavo pierdo a mi primer maestro y una de las razones más poderosas que me quedaban para volver a mi lugar en el mundo.
Hace apenas unas semanas falleció Yayiya, otra querida maestra de mi pueblo. A quien siempre recuerdo, tanto por sus enseñanzas como por sus famosas “líneas”. Si uno dejaba de hacer la tarea, al otro día debía volver con la frase “Debo completar mis deberes de estudiante todos los días” escrita cien, quinientas o mil veces, dependiendo de las reincidencias.
Me gustaría creer en la sobrevida por Gustavo y Yayita. Pocos maestros me enseñaron tanto como ellos. Aún hoy me sigo rigiendo con reglas que ellos le impusieron al niño que fui. Me gustaría puedan seguir educando de la manera que ellos lo hacían, que otros aprendan todo lo que yo aprendí con ellos, así sean ángeles.

06 diciembre 2023

Mañana en la Ciudad Corazón

 


Mañana vuelvo a mi casa en la Ciudad Corazón.

Mares de Galicia


Cada vez que el mar y yo
nos reencontramos,
busco en él a la costa
de mi provincia.
Huyendo de mí,
entre Isla Morada
y Matecumbe,
mirándonos
en el espejo de arena
de Sunny Isles,
descubriendo al frío
en Upper Bay,
empujando al mar
nuestra barca
en Calella de Palafrugell
o aquí,
en el Atlántico Norte,
donde los faros avisan
el fin de la tierra,
siempre acabo buscando
al mar del que vengo.

Lo mismo le debió ocurrir
a mis antepasados,
Venegas y Nodal,
Yero y Mosteiro.
Cada vez que llegaban
a los puertos de Casilda,
Isabela de Sagua
o Caibarién,
siempre que metían los pies
en los sargazos
de Rancho Luna
o se lanzaban al azul sombrío 
de Pasacaballos,
esto es lo que veían.

Mares de Galicia,
ellos vivieron para recordar
esto que mis ojos
alcanzan a ver por primera vez.

17 noviembre 2023

Los mudos de la montaña


Esta es la primera página de un nuevo viaje literario en el que me he embarcado y que empezó hace unas semanas. Siempre creí que, terminada Atlántida, me pasaría mucho tiempo sin que se me ocurriera nada. Pero no fue así. 
Antes de que el libro saliera de la imprenta, ya me había marchado del Paradero de Camarones y, después de una travesía en barco a través del lago Hanabanilla, encerrado en las ruinas de una vieja escuela en El Nicho. 
Allí permanezco. Es 2023, en un lugar prácticamente deshabitado, donde solo aparecen un traficante de café, el patrón de un barco, un arriero y... los mudos de la montaña.

07 noviembre 2023

Un talismán


Nuestro querido primo Mario José Sosa (a quien Diana Sarlabous Sosa considera su hermanito menor) me envió este bourbon desde Cookeville, Tennessee. Gracias a la generosidad de dos emisarios, por fin hoy llegó a mis manos.
Old Crow era la bebida preferida de William Faulkner, mi escritor preferido. Se lo servía en una taza de metal, donde mezclaba el destilado con una cucharada de azúcar, menta triturada y unos cubos de hielo. 
Mint julep, así llamaba a aquel mejunje cuyas propiedades medicinales defendía con vehemencia. También sostenía que el hecho de beber bourbon tenía una “relación muy cercana con la literatura”. 
—Escribo por la noche y el whiskey mantiene en mi cabeza tantas ideas —aseguraba Faulkner—, que luego soy incapaz de recordarlas a la mañana siguiente.
Después de todo lo dicho, comprenderá que para mí no se trata de una botella, sino un talismán. Y como tal la conservaré, junto a El ruido y la furia, Luz de agosto, Santuario, ¡Absalón, Absalón! y Mientras agonizo.

29 octubre 2023

Mi gallina


Me debatía con el frío, los 2,612 metros de Bogotá y un Highland Park a las rocas, cuando grité: "¡Oye a mi gallina!". Diana me miró asustada. Pensó que el mal de altura me había hecho enloquecer. "¡Oye a mi gallina!", insistí. 
Diana me tomó de las dos manos y, mientras me las apretaba con fuerza, me suplicó que me callara con tal cara de susto, que decidí explicarle. En las bocinas del local sonaba Celina González, acompañada por el Conjunto Campo Alegre, en "¡Qué viva Changó!".
"¡Por ella nuestra gallina se llama Celina!", dije mirando a las mesas que teníamos alrededor, para que no se quedaran con la idea de que estaba loco. Poco después, Polo Montañez nos sorprendió con "Un montón de estrellas". Luego, Barbarito Diez remató la tarde con "Caballo viejo". 
Es impresionante cómo los colombianos siguen consumiendo lo mejor de nuestra música. Mientras, La Habana se derrumba a ritmo de reguetón.

22 octubre 2023

Un mapa


Hay dos novelas de las que nunca me he podido separar y que a menudo vuelvo a ellas para releer mis páginas preferidas: Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson, y ¡Absalón, Absalón!, de William Faulkner. Ambas tienen un mapa del pueblo donde ocurren. 
Conozco las calles de Winesburg y de Yoknapatawpha como las palmas de mis manos. Por eso se me ocurrió un mapa que guíe a los que caminen por las páginas de Atlántida. Además de un homenaje a dos de los más grandes maestros del arte de la narración, esto es inculpación. 
Admito que trato constantemente de imitarlos.

21 octubre 2023

La pizarra de un individuo con TOC


La pizarra de un individuo con TOC. Aprovecho para comentar el contenido de la misma. La mayor parte está ocupada por pruebas de la novela Atlántida. Hace una semana que está en imprenta y se presentará en Santo Domingo dentro de dos semanas. Inmediatamente después estará disponible en Amazon.
Libros del Fogonero ya trabaja en una edición revisada y ampliada de Irlanda está después del puente, relato que mereció el Premio Internacional Casa de Teatro. He aprovechado esta ocasión para agregarle, a modo de apoyo, un contenido del The Gilmore, Manual Azucarero Cubano: el inventario de los centrales azucareros de Las Villas. 
Le seguirá La vuelta a Cuba, las crónicas que escribí en 2011, cuando Diana y yo viajamos a La Habana, Las Villas y Oriente. Este último libro, con los años, aun con las mismas palabras adentro, ha cambiado mucho. Porque lo que en aquel momento vimos como un viaje de regreso a nuestro lugar en el mundo, en realidad era una despedida.

Cubierta de la novela Atlándida, volúmen 1 de Libros del Fogonero.

12 octubre 2023

Dial-A-Poem


En el MoMA hay una sala dedicada a Dial-A-Poem, el servicio público de poesía que el artista y activista John Giorno estableció en 1968, después de una conversación telefónica con William Burroughs.
María suele socorrerme a menudo con asuntos tecnológicos. Cada vez que me trabo con un aparato o una aplicación, ella deja lo que está haciendo y me asiste. Muchas veces ni siquiera pregunta. Al verme en aprietos, dice "¡a ver, déjame a mí", y soluciona el problema.
Hoy, sin embargo, cuando se sentó en uno de los teléfonos que hay a disposición de los visitantes para que escuchen poemas, se quedó paralizada. Primero trató de mantener la calma, pero poco a poco empezó a poner cara de frustración.
Me le acerqué y esperé a que me pidiera ayuda. Hizo un último intento, pero también fue en vano. "¿Cómo se hacían las llamadas en estos teléfonos?", me preguntó desesperada, en voz muy baja, tratando de que nadie más se diera cuenta.


24 septiembre 2023

¡Llegaron las aves migratorias!


Ayer en la tarde oí su característico "tschip" y, eufórico, llamé a Diana: "¡Oye una Candelita!". La Setoghapa ruticilla es un visitante no reproductor. Su llegada a la Loma de Thoreau comienza a mediados de septiembre. 
Primero arriban las hembras y una o dos semanas después, los machos ("Seguro que se distraen en el camino, como tú", me echó en cara Diana). Algunas viajan desde Alaska, otras desde Yukón, Ontario o Texas. Estarán con nosotros hasta marzo.
Los arrayanes que tenemos detrás de la cocina se convertirán en su hogar durante todos estos meses, donde compartirán ramas con las aves que viven aquí todo el año.
¡Bienvenidas y disfruten mucho su estancia en la Cordillera Central dominicana, el techo del Caribe!

17 septiembre 2023

Vida de perros


El viernes pasado nos visitaron los Aguilar Boán con su hija Pina, quien fue la primera novia de nuestro Dino (de hecho él fue quien la perjudicó, algo que ambas familias hemos manejado con mucha discreción).
Dino se deshizo en atenciones con Pina. Pero nos extrañó que, una vez que se fue la visita, no nos acompañara mientras recogíamos las cosas y cerrábamos la terraza.
Finalmente, cuando dimos con él, estaba en estas condiciones.

06 septiembre 2023

Camino a Segovia


Madrid hizo todo lo que estaba a su alcance
para que encontráramos la salida.
El casino de Torrelodones
simulaba que aún era de noche,
sus luces batallaban
con la claridad del jueves
para seguir llamando la atención.
Los trenes de cercanías
buscaban la manera de alejarse
cada vez más,
se escabullían por túneles
de los que ya no volvían a salir.
Tú y yo,
camino a Segovia,
preferíamos seguir en silencio.
Haríamos el viaje lo más rápido posible,
evitaríamos cualquier distracción
durante la ruta
y trataríamos de regresar
poco después del mediodía.
Por un puente en reparación
tuvimos que tomar un pequeño desvío,
levantamos esa nube polvo
que dejan tras su paso
los que huyen en las películas.
Un animal que no identificamos
era engullido por buitres.
La fetidez se coló en el interior del coche,
pero ni siquiera eso
hizo que dijéramos algo.
A veces disfrutamos quedarnos callados
y aquel fue uno de esos días.
Pasamos por un tramo del acueducto
que no está a la vista de los turistas.
A pesar de todas las señales
de la vida moderna,
la antigua Roma
no se daba por vencida.
Eso nos quisimos decir
al mirarnos.

Madrid nos mostró
el camino más corto
para llegar a casa.
Tras salvar un largo túnel,
desembocamos en el río.
Solo entonces dijiste algo,
pero fue respecto al silencio
y volvimos a callarnos.

09 agosto 2023

¡Próximamente!


Estuve tratando de escribir
Atlántida desde principios de los años 90. Primero se llamó Mal tiempo y su proyecto ganó una beca de creación. Ese estímulo no fue suficiente. Afortunadamente no logré terminarla, ni en aquel ni en muchos otros intentos. 
Ahora se parece más al libro que siempre quise hacer. No me refiero a su calidad literaria (eso lo decidirán sus lectores) sino a lo que logré acopiar en él. Gracias a esas páginas, nunca me iré del Paradero de Camarones.
No me creía capaz de escribir una novela de más de 450 páginas y me pareció que Leonardo Orozco, su diseñador, estaba exagerando cuando me lo dijo. Tuve que verlo para creerlo. Gracias al talento de Leo, también tendrá mapas del pueblo y la región, planos de la estación e itinerarios.
No puedo dejar de agradecer, cada vez que me refiera a Atlántida, el acompañamiento de Grisel Jaime Álvarez durante todo el proceso de escritura y los aportes de Vivian Lechuga, mi querida compañera de labor en los años de La Gaceta de Cuba.
El lanzamiento será a finales de septiembre. A partir de esa fecha estará disponible en Amazon.

30 julio 2023

Vida común


Si tus padres no se hubieran ido de Cuba en 1970,
dejando atrás una isla que luego
le causaría cada vez más dolor
señalar en los mapas.
Si México acabara convenciéndome,
sobre todo, en aquellas noches
en que los poemas de Octavio Paz 
se incendiaban en la calle Millet.
Si Barcelona no tuviera,
en una de sus estaciones subterráneas, 
esa vía de escape que te trajo hasta aquí.
Si Santo Domingo no fuera capaz de sorprendernos,
de la manera más absurda,
de esa que aún hoy no somos capaces de explicar.
Si aquella tarde de lluvia me llego a quedar en casa,
dando vueltas en círculos alrededor de mí.
Si no logro que me siguieras a tu Fiat 500,
bajo la más absoluta oscuridad,
aun cuando ninguno de tus amigos confiaba.
Si me hubieras dejado ir en aquella tormenta 
en que Miami estuvo a punto de ser borrada.
Si cualquier fecha, 
incluso las más insignificante,
no resultara ser lo que fue,
es muy probable que no estuviéramos
cogidos de las manos,
esperando que la tarde interminable de Madrid
se apague de una vez y por todas.
 
Tenemos que reconocerlo,
Diana Sarlabous,
la felicidad,
por más que uno trate de negarlo,
hace que las historias más extraordinarias
se conviertan en vida común.

Hermano mayor

En Montecristi, en la casa donde Gómez y Martí firmaron su amistad, brugales más, brugales menos, nos juramos hermanos. Los cuatro hemos cumplido ese manifiesto al pie de la letra.
Y hoy, que nuestro Ale se nos hace un tilín más viejo (solo de carrocería, porque de cabeza es cada vez más joven), celebro la enorme fortuna de compartir la misma media isla que ellos. 
"¡Uno para todos y todos para uno!", como le dijo Joseíto a Máximo. ¡Felicidades, Alejandro Aguilar, hermano mayor!

26 julio 2023

El capitán Sosa

Entronque de la carretera a Topes de Collantes y Manicaragua con el Circuito Sur. Al fondo, Norberto Fuentes y el capitán Sosa. Delante, Alcibiades Hidalgo y "su novia de entonces" (según NF). Foto tomada por Ana María Benítez (Eva María Mariam en Dulces guerreros cubanos).
Copyright © 1989, 2023 by Norberto Fuentes. Prohibida la reproducción.

Mi padre, quien hubiera cumplido 97 años hace tres días, era un hombre lleno de contradicciones. También fue el hombre más temerario de la historia, si delegaran en mí la responsabilidad de elegir al hombre más temerario de la historia. Uno de sus más entrañables amigos fue el capitán Sosa.
Cada vez que pasaba por Manicaragua en su Gaz 69 de cuatro puertas, el capitán Sosa hacía una parada obligatoria en casa de Serafín. Primero se bebían una botella de Decano y luego se iban a almorzar al ranchón que estaba en las afueras del pueblo. Solo los oí hablar de dos temas: las mujeres y el Escambray.
Un día me puse a jugar en su cuatro puertas y lo desenganché. Ya me iba calle Oriente abajo cuando el capitán Sosa logró alcanzarnos. “Camilito, cojones, te dije que no tocaras los cambios —me regañó después de recuperar el aliento—. Juega todo lo que tú quieras, pero no toques los cambios”. 
Elda, una vecina, lo regañó a él. Le dijo que era una irresponsabilidad dejarme solo en el vehículo. “Ese niño ya es un hombre”, le respondió el capitán Sosa mientras regresaba al quicio donde bebía con mi padre. Aquella escena, que vi por el espejo retrovisor, me llenó de orgullo. 
Hoy, mientras chateaba con Norberto Fuentes, le hablé por primera vez del capitán Sosa. Le dije que él, mi padre y Sergio Corrieri, solían irse de pesquerías a Casilda y de cacerías por las montañas que rodeaban la casa de Daniel Peña, en Veguitas, cerca de Jibacoa.
También le conté que, cuando mataban un puerco en casa de Daniel, se sentaban en la misma mesa vencedores, vencidos, actores y mi padre, a quien aún hoy me siento incapaz de clasificar (él siempre será para mí el personaje de Big Fish, mi más importante punto de contacto con Tim Burton). 
Norberto se tomó su tiempo para responder. Lo cual me llamó la atención, porque cuando él chatea dispara en ráfagas. “El viejo Sosita. Tipo empingao. Ahí lo tienes a mi izquierda”, escribió como pie. Fuentes y Sosa son los que están al fondo, más cerca de la motoniveladora que de la cámara.
—¡Cooooooooooooojoooooooneeeeeeeee, ese mismo! —fue mi respuesta.
Según Norberto, el capitán Sosa, Emiliano Sosa Cruz, murió hace años. La última vez que lo vi, era todavía como en la foto. Se burlaba de todo y, para beber a fondo, se quitaba las botas. Le gustaba sentir la frialdad del piso. “Manías que tiene uno”, le dijo una vez a Elda, la vecina de mi padre, que a veces los acompañaba.
Le agradecí a Norberto esa sorpresa con el mismo entusiasmo que un día le di las gracias por su libro Condenados del Condado, que me sigue pareciendo el mejor que ha escrito su generación. Mi padre hubiera cumplido 97 años hace tres días, pero no fue hasta hoy que lo celebré de la mejor manera.
¡Felicidades, Papi!

El hombre que venía de muy lejos*


Para entrar en aquella casa había que recorrer un pasillo muy oscuro. No tenía ni una sola ventana y solo la luz que se veía al final impedía que tropezara con Serafín, que avanzaba justo delante de mí. En el tiempo de antes, la casa fue un hotel. le llamaban el Hotel de Pedro y era el más grande de Manicaragua.
Como su familia también vivía allí, solo le intervinieron el lobby para ubicar en él la barbería del pueblo. Cuca, la esposa de Pedro, nos saludó con cara de misterio. Caminó delante de nosotros a través de la casa hasta llegar a la puerta del patio. Mi padre celebró el olor que salía de un caldero que borboteaba.
—¡La mejor cocinera de Manicaragua! —exclamó.
Cuca sonrió por primera vez y le señaló a mi padre uno de los balcones del caserón de madera que había del otro lado de la explanada. Una vez Serafín me explicó que allí estaban las habitaciones del hotel. Subimos por una escalera de madera que crujía, como si estuviera a punto de desplomarse. 
Pedro le dio un abrazo a mi padre y le señaló a un hombre que permanecía tumbado en una columbina. “Ahí lo tienes”, dijo. El hombre, que también tenía cara de misterio, por fin se incorporó y con las dos manos empezó a golpear duro en los hombros de Serafín. Esa fue su manera de saludarlo. 
Mi padre solo sonreía. Por lo que fue diciendo, venía de muy lejos. Habló de “lo último de Pinar del Río”, primero, y “más para allá de Guane”, después. Varios amigos suyos, como Pedro, lo fueron ayudando en el camino. Mencionó a Consolación del Sur, Catalina de Güines, Jovellanos y Aguada de Pasajeros.
Dijo que todo estaba igualito, que nada había cambiado. Por cualquier cosa empezaba a llorar. Eso no lo entendí. Serafín siempre se molestaba muchísimo cada vez que yo lloraba y a ese hombre, que era grande, fuerte y tenía como cincuenta años, lo dejó llorar desde Manicaragua hasta La Piedra. 
El Dodge Coronet avanzó muy despacio por el pueblo. El hombre, hundido en el asiento trasero, miraba hacia a un lado y hacia el otro. Repetía una y otra vez que todo estaba igualito. Después de subir la loma del Sijú, llegamos a un pequeño puente y el hombre le pidió a mi padre que se detuviera. 
Primero se bajó él, después Serafín y por último yo. Nos quedamos en silencio un largo rato. Él respiraba y oía. “Oye, oye, oye eso”, decía cada vez que se oían los grillos o algún ave. Cuando volvía el silencio, respiraba hondo otra vez, como si llevara mucho tiempo en un lugar donde no lo pudiera hacer.
—Me parece mentira que estoy aquí —dijo.
—¿Fue aquí? —le preguntó Serafín.
—Aquí mismo.
—¿Estás seguro?
—¿Cómo no voy a estar seguro?
—Es que yo siempre me imaginé que había sido un poco más arriba.
—No, fue aquí.
—¿Y cómo ellos sabían?
—Por el tipo de La Piedra… ¡Yo nunca confié en él!
—Sí, Daniel Peña me dijo que tú nunca confiaste en él.
—Me dicen que está hecho tierra.
—Sí, está hecho tierra.
—No me alegro del mal de nadie, pero…
—Pinto, tenemos que irnos. Yo todavía tengo que llevar a este muchacho al Paradero de Camarones.
—¿Y dónde queda eso?
—No tan lejos como lo último de Pinar del Río.
Serafín y el hombre empezaron a orinar y yo los imité. La luz del carro hacía que los tres chorros brillaran hasta perderse en la sombra de las hierbas. Al poco rato me quedé dormido y me despertaron los pitazos de un tren. Estábamos en el crucero de la carretera de Cienfuegos. Atlántida y Aurelio ya se habían acostado.
—¿Estas son horas para traer a este niño? —dijo mi abuela muy molesta.
—Es que quería que aprovechara bien el último día.
—¿Quieres un café? —le preguntó Aurelio a Serafín.
—No, gracias, viejo —le respondió mi padre—. Yo me tomo uno ahora, al pasar por Cruces, ahí hay una cafetería que está abierta las 24 horas.
Mi padre se metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de 20 pesos. Lo puso en mi mano mientras me decía que me portara bien. Mi abuela me tomó por el brazo y me hizo entrar, mientras se quejaba de todo el sereno que había cogido, un niño como yo, que padecía tanto de la garganta.
Atlántida me quitó los 20 pesos y le dijo a mi padre que a mí, gracias a dios, no me hacía falta nada. Cuando ya la puerta se cerraba, vi a Serafín haciéndome una seña y llevándose un dedo a la boca. Le dije que sí con la cabeza y él sonrió confiado. Nunca le diría a nadie lo del hombre que venía de muy lejos. 
Hicimos un pacto de caballeros. Orinamos los tres sobre un puente en el que algo muy malo había ocurrido. Aunque, en honor a la verdad, yo no tenía ni la más mínima idea de lo que había sido. Semanas después, mientras mis tíos Rao y Roberto fueron a la casa a beberse unos tragos con mi abuelo, logré averiguarlo.
En un momento, en que Rao repetía su inventario de las “barbaridades de esta gente”, mencionó a las familias que sacaron de Escambray porque había colaborado con los alzados. “Se las llevaron en jaulas de caña para lo último de Pinar del Río —dijo—, para que te enteres de lo que hay”.
Cuando oí eso se me escapó un “¡Aaahhh!”. Mi abuelo y mis tíos me miraron desconcertados, pero volvieron a concentrarse en el inventario de Rao, que continuó con el Cordón de La Habana, la Zafra de los Diez Millones y muchas otras cosas que ya no alcancé a escuchar.
Me fui para el andén a respirar hondo, aliviado de siguieran en lo suyo y no me obligaran a hablar. Oriné sobre la línea como si fuera aquel arroyo del Escambray, orgulloso de haber respetado el pacto de caballeros que hice con Serafín y el hombre que venía de muy lejos.

*Aunque este texto es parte de la novela Atlántida, no hay en él ni un ápice de ficción. Se lo dedico a Idolidia Arias, mi profesora de literatura en el preuniversitario Mártires del Escambray, en agradecimiento a su libro Cuba: desplazados y pueblos cautivos.

20 julio 2023

Todas las tardes del mundo


Todas las tardes del mundo, cuando la noche estaba a punto de tenderse sobre el Paradero de Camarones, mi abuelo Aurelio Yero se servía algo de alcohol en una de estas pequeñas tazas. El día que él y Atlántida dejaron de estar, me las llevé para El Vedado. Entonces era yo quien necesitaba que la noche se tendiera sobre La Habana.

Mi hija Ana Rosario las recuperó y cargó con ellas para su casa. Hoy Tom me las trajo, me las han dejado en préstamo. En una pequeña bocina la orquesta Aragón jura que no ha pasado el tiempo. Un Brugal 1888 le ha dado permiso a la noche para que, cuando ella estime pertinente, se tienda sobre Madrid.

El retrato inconcluso de Sorolla


En "Belgrano", la canción que Andrés Calamaro compuso cuando supo que Luis Alberto Spinetta había muerto, se hace preguntas que siempre me producen desasosiego: "cuáles fueron tus últimas palabras/ tu último destello de conciencia/ qué dejaste escrito en una carta/ qué canción elegiste escuchar...".
A veces, cuando salgo de Santo Domingo para la Loma o para Portillo, le envío a mi hija Ana Rosario el archivo más reciente de mi novela (que espero por fin acabar de publicar a nuestro regreso), por temor a lo que pueda pasar en las siempre extremas rutas dominicanas.
En el estudio de Sorolla está el retrato en el que trabajaba cuando sufrió una hemiplejia y su obra llegó a su fin. Él vivió unos años más, pero el artista acabó ahí, en esos trazos inconclusos. Cuando estábamos frente a él, Diana se quejó porque me comentó algo y no le presté atención.
Es que la canción de Calamaro estaba sonando en mi cabeza.

19 julio 2023

Cazón en adobo


En España me he reencontrado con muchos de los olores y lo sabores de la cocina de Atlántida. Aquí he descubierto que mi abuela, aún en las precariedades de la Cuba de los 70, era lo más fiel que podía a sus orígenes. Sus garbanzos, frijoles blancos, lentejas y sopas sabían como ahora me saben los caldos y fabadas de Galicia y Asturias.
Pero el sabor extremo de la cocina cubana, ese exceso que perseguimos en cada plato, se debe sobre todo a la cocina andaluza. Basta con probar el cazón (tiburón) en adobo para comprender dónde está la raíz de nuestro "problema". Nada como esta delicia para demostrar por qué acabamos siendo tan exagerados.

05 julio 2023

Los gansos de Ana Rosario


Ana Rosario ha documentado durante meses la estancia de esta familia de gansos del Nilo (Alopochen aegyptiaca) en el Manzanares. Tiene fotos de los padres, acabados de llegar, y de los polluelos desde que rompieron el cascarón. 
Como ellos se mueven con libertad por el río, ella tiene que caminar muchísimo para reencontrarlos. Hoy, a modo de colaboración, le reporté que se encontraban a la altura de El Matadero. 
 Aunque los gansos del Nilo son aves de paso en España, el río de Madrid les ha quitado las ganas de emigrar. Desde que se documentó la presencia de la primera pareja, en 2013, su población ha ido creciendo. 
La familia de Ana Rosario, por lo visto, tampoco parece dispuesta a volver a África.

02 julio 2023

Carlos Alberto Montaner


En la Cuba donde nací y crecí, aquella neocolonia soviética que se proponía parir un hombre nuevo, teníamos enemigos jurados. En primer lugar, el imperialismo. Luego China (aunque ahora nos parezca inconcebible). Y por último los cubanos que denunciaban la represión y la falta de libertades en la isla.
Un día sí y otro también, la prensa oficial del régimen denostaba a sus enemigos. En el caso de los individuos, atacaban insistentemente su reputación y su talento. Carlos Alberto Montaner era una de las mayores víctimas de aquella saña. El día que lo conocí, le pedí perdón por haberme creído, sin leerlo, que era “un pésimo escritor”.
—Hasta yo llegué a dudar de mí —me dijo con su peculiar sonrisa irónica.
Aquel mismo día, en casa de un amigo común, pude comprobar que padecía de una cubanidad irremediable. A pesar de haber vivido en Madrid gran parte de su vida, hablaba como si acabara de llegar de La Habana. De su Habana, quiero decir. Oírlo, era oír al país que perdimos, el que nos dejamos quitar.
Pocas personas han sido víctimas de tantos ataques y tanta persecución de la dictadura de Fidel Castro como Carlos Alberto Montaner. Asistí a una conferencia suya en Santo Domingo, donde la embajada de Cuba le organizó un acto de repudio con la complicidad de la ultraizquierda dominicana.
Los alrededores del lugar fueron empavesados con pintadas llamándolo asesino, terrorista y traidor. Luego, dentro de la sala, le interrumpían constantemente para que no pudiera hilvanar una idea. Patricia Solano, una reconocida comunicadora y activista dominicana, se puso de pie y pidió respeto. Solo así pudimos oír al ponente.
La intolerancia y la mala educación del régimen persiguieron a Carlos Alberto Montaner a donde quiera que fuera. Él, sin embargo, nunca se rindió. Hasta su último día fue consecuente con sus ideas libertarias y consigo mismo, que es a veces lo más importante. Su ingenio y su gran sentido del humor le sirvieron de gran ayuda.
A menudo solía comentarme los posts que yo publicaba en El Fogonero. A veces me elogiaba y a veces me contradecía. Siempre, con una paciencia que solo tienen los maestros, se tomaba el tiempo de abundar y explicarme lo que él pensaba sobre el tema. 
En 2014, publiqué un post donde me imaginaba la vejez de Diana Sarlabous y mía. Pocos minutos después de compartirlo, recibí un email de Carlos: “Buena, aunque melancólica reflexión. Te cuento, desde mis 71, que todavía estás muy lejos de ser viejo. Incluso, a mi provecta edad descubres que hay un cuarto periodo, ya sí muy jodido, que suele comenzar a los 80. Un abrazo, CA”.
Justo a los 80, con la valentía a la que nos tenía acostumbrados, decidió ponerle el punto final a una de las vidas más cubanas que conozco. Asumo su último acto como otra de sus esenciales enseñanzas. Estoy seguro de que su ingenio y su gran sentido del humor también le sirvieron de gran ayuda en ese momento.
Algún día mi país tendrá que pedirle perdón por tanto vilipendio y llevar, con los honores que merece, su nombre de regreso a La Habana.

11 junio 2023

Felicidades, mamá

De izquierda a derecha: mi hija Ana Rosario, mi madre Lérida Rosario Yero
y mi abuela Atlántida Mosteiro Góngora.

Hoy se cumple el 109 aniversario del natalicio de Atlántida Mosteiro Góngora. Ayer Diana y yo vimos una entrevista donde Arturo Pérez-Reverte reconocía todo lo que aprendió, como escritor, de los silencios y las miradas de las mujeres de su familia. Inmediatamente pensé en mi abuela.
Como ella, mi abuelo y yo vivíamos solos en una apartada estación de trenes, la mayor parte de mi infancia transcurrió junto a ellos. Siempre me impresionó la sensibilidad de aquella mujer, que incluso cuando se callaba era capaz de expresarse de la manera más sabia.
Felicidades, mamá. Todos los días del mundo pienso en ti. Muchas veces me pregunto qué me aconsejarías frente a determinadas encrucijadas. Y siempre que cocino algo, lo someto a tu paladar, que fue el más exigente que conocí… hasta que nació tu biznieta Ana Rosario.
Como siempre me recordabas, felicidades también para la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones que, como tú, es del año catorce. Un largo pitazo de una locomotora de vapor suena por ustedes dos.

Cada día me parezco más a Filemón Ustariz


La última vez que crie gallinas ponedoras fue en el Paradero de Camarones, a principios de los años 90. Mi tío Ignacio Yero me regaló cinco a las que les puse nombre de escritoras. Al principio me era fácil mantenerlas. A diario pasaban trenes cargados de alimento animal. Bastaba con barrer los pasillos de los vagones cuando se detenían.
En la medida en que nos adentrábamos en aquella calamitosa década (al menos para Cuba), los trenes se fueron reduciendo hasta desaparecer. Mis gallinas, a las que había mal acostumbrado a tener la comida segura, empezaron a enflaquecer. Una a una, Lérida las fue sacrificando. Margarite Yourcenar fue la última.
—Esta es la sopa más culta que he probado —le dijo mi amigo Evelio de Luis y Capote a mi madre, mientras le servía un segundo plato.
El año pasado, cuando visitamos a nuestros consuegros en Marlow, Inglaterra, descubrí que usaban gallinas para autoabastecerse de huevos y abonar su impecable patio. Gracias a que tenía ruedas, todas las mañanas cambiaban la jaula de lugar. Hace unos días tuve un importante éxito laboral.
—¡Te mereces el gallinero! —me dijo Diana después de felicitarme.
Feliz como un niño, bajé al pueblo a buscar las gallinas. Alito me ayudó a elegirlas. Luego pasamos por El Cosechero Ortiz a comprar el alimento. Es especial para ponedoras y entre sus ingredientes tiene flores de cempaxóchitl, para que las yemas de los huevos brillen. 
Celina, Radeunda y Coralia, como las cantoras de la música campesina cubana, ya trabajan en la limpieza y abonado del patio. Cada día duermen en un lugar diferente. En cuanto las muevo, registran minuciosamente la nueva porción de tierra en busca de lo que para ellas son auténticos tesoros.
Cada vez me parezco más a Filemón Ustariz, el personaje de Gastón Baquero. Tengo tres perros, tres gallinas, un sombrero, una guataca, un machete… Gracias a esos animales y a esos implementos, los míos me siguen acompañando, lucientes y sombríos.

26 mayo 2023

Mi mapa


Tenemos el plan de por fin publicar Atlántida en septiembre. Como se trata de una novela sobre un mundo que desapareció, precisa de mapas y de itinerarios que guíen a los lectores durante el viaje de regreso a él. 
En eso ha sido fundamental la labor de Leonardo Orozco, quien también ha diseñado la colección de Libros del Fogonero, donde espero seguir publicando libritos míos.  
Con la ayuda de viejas cartografías cubanas y de imágenes satelitales, hoy terminamos el mapa del Paradero de Camarones de 1978, que es donde se sitúa la historia. Ahora nos dedicaremos al de los Ferrocarriles de la región central de Cuba. No hablo del presente, sino de ese pasado donde los trenes aún sabían volver.
Gracias, Leo, por tanta paciencia y, sobre todo, por tanto talento.

24 mayo 2023

La ceiba de San Juan de los Yeras


Bajo ella acamparon la colonia,

la república

y la actual situación.

Vieron irse a los españoles

y llegar a los cubanos.

Oyeron al primer tren

y al último.

Por la calle de piedras

que la flanquea

desfiló cada bando

una vez conseguida 

la redención.

Fue sombra de misas,

declaraciones

y repudios.

Soportó ciclones 

devastadores,

el socavón

de una vivienda,

carteles

a favor

y en contra,

banderas

propias y ajenas,

miserias, desamor

y excrecencias.

Verán irse a los cubanos

y llegar

a los que finalmente

se queden

con el país perdido.

Ahí estará,

en pie,

cuando ya no exista

San Juan de los Yeras.

14 mayo 2023

Una puerta de la calle Arzobispo Nouel


En 1970, una niña de cinco años se sentaba en esos escalones a comer mamoncillos. Acababa de llegar de Cuba y no se explicaba por qué no podía volver a El Cristo a jugar con sus primas y sus amiguitos. Siempre que vamos al Santo Domingo Colonial, ella me pide pasar por esa puerta. Siempre hace lo mismo, se sienta para ver el mundo como ella lo veía hace 53 años.

Día de las Madres


(Fragmento de la novela Atlántida)

Era el único día del año en que toda la familia se reunía. A veces el segundo domingo de mayo coincidía con el cumpleaños de Lérida, que es el 12. En 1978 no fue así, cayó dos días después. De eso hablaron el viernes, cuando ella llegó de Cienfuegos con Ochocientas leguas por el Amazonas, de Julio Verne.
Los primeros en llegar fueron los de San Juan de los Yeras. Mi tía Titita y mis primos Lazarita y Ariel se bajaron del 3709, el tren de Mataguá a Cumanayagua, a las 08:35. Media hora después, en el 3702, de Santa Clara a Cienfuegos, llegaron tío Aldo, su esposa Beba y mis primos Alahím y Lizandra. 
Quince minutos después, mi tía Cary y su esposo Rafelito nos sorprendieron bajándose del 703, el coche motor Fiat de Cienfuegos a Santa Clara, que no tenía parada en el Paradero de Camarones. Por último, a las 11:42, mi prima Lucy, su esposo Popy y sus hijos Harold y Yanelis, se bajaron del 3710, el tren de Cumanayagua a Santo Domingo. 
Mientras las mujeres se pusieron a cocinar y a poner la mesa, los hombres se fueron para el andén a hablar de trenes. Cada vez que alguien llegaba, ponía los regalos para Atlántida encima de la cama, que había sido vestida con una sobrecama que fue de Nellina y que estaba llena de orlas y bordados. 
Isidro el cartero tocó en la puerta para entregar más de veinte postales. Tenían flores de todo tipo impresas por delante y emotivas dedicatorias por detrás. Atlántida lloró mientras leía lo que decían y luego las fue puso sobre el borde de la cama, para que rodearan a los regalos. 
Titita trajo una panera esmaltada. Aldo, una hornilla eléctrica para cuando falte el gas. Cary, un vestido y el libro Cocina al minuto (para Atlántida), y los tres tomos de una biografía de Antonio Maceo escrita por José Luciano Franco (para Aurelio). El resto protestó, porque nadie más trajo nada para mi abuelo.
Lucy, un juego de fuentes de Pyrex y cinco libras de café del Escambray (que venían escondidas dentro de diez libras de arroz de El Jíbaro). El regalo de Lérida hubo que ir a buscarlo al expreso con una carretilla. Todos nos pusimos alrededor de aquella enorme caja. 
—¿Qué traigo aquí? —preguntó Lérida para que la familia empezara a jugar como el programa de televisión donde los participantes debían adivinar qué había dentro de una caja.
La primera pregunta siempre era la misma: ¿De origen animal, vegetal o mineral? El juego se perdía a los diez desaciertos. En el veinticinco, Atlántida acabó dándose por vencida. Era una Aurika. Un aparato soviético que lavaba la ropa de un lado y la exprimía del otro. 
Popi fue a tirar la vieja batea de madera para la cañada, pero mi abuela le dijo que ni loco, porque seguro que esa cosa no lavaba bien los cuellos y los dobladillos. Tío Aldo abrió las botellas de ron como Serafín, dándoles un puñetazo por el fondo para que el corcho saltara. 
Cada vez que pasaba un tren, todos los tripulantes salían al pasillo de las locomotoras y se asomaban a las puertas de las auxiliadoras para saludar. 
—¡Yerooo! —le gritaban a mi abuelo. 
—¡Yerooo! —le gritaban a mi tío Aldo. 
—¡Serralvooo! —le gritaban a mi tío Rafelito. 
Como Popi no era ferroviario, pasaba inadvertido. En la mesa siempre estuvo prohibido hablar de política. El Día de las Madres no era una excepción, por eso siguieron conversando de trenes. Como tío Aldo era despachador en Santa Clara, tenía muchas más historias que contar. Los demás se asombraban o alarmaban.
Cuando Aurelio le pidió a mi tío que le explicara bien lo que habían hecho en Camajuaní, uniendo la Norte Cuba con el ramal Caibarién, bajó la cabeza. Eso hacía cada vez que esperaba lo peor. “Unieron las líneas después de Quinta y eliminaron la línea Norte hasta Casallas. Desapareció todo ese tramo de la Norte Cuba y la estación de Camajuaní quedó fuera”, le explicó mi tío.
—Están acabando con todo —dijo Aurelio—. Esta gente está acabando…
—¿En qué quedamos? —interrumpió Atlántida.
Todos celebraron el arroz con pollo de mi abuela. Mi tía Cary había conseguido una lata de petit pois y Lérida unos pimientos asados en conserva, de los que llegaban de Bulgaria. Gracias a eso, los mayores coincidieron en que el arroz con pollo sabía cómo los del “tiempo de antes”. 
Los platanitos maduros fritos estuvieron racionados: tres por persona. De postre, flan. Lo único que se habló del presente fue sobre cómo nos iba en los estudios a mis primos y a mí. A veces parecía que los Yero tenían muy poco que recordar en los últimos 20 años.
Alahím y yo jugamos pelota en el andén. Hubo un momento en que un batazo se fue para la línea y mi tío Aldo, sin soltar el vaso de ron ni quitarle la vista a la pelota, la atrapó con una sola mano. Lo aplaudimos tanto que empezó a saltar de la alegría. Ese fue su error. Tropezó y el vaso se le fue de las manos. Esa vez no pudo hacer la atrapada.
Los trenes empezaron a devolver a la familia a las 15:57, cuando Lucy, Popi, Harold y Yanelis se subieron al 3714 para Cumanayagua. Una multitud les dijo adiós con pañuelos blancos desde la punta del andén. Tío Aldo llamó para que el 705 parara en Camarones. Cuando se abrió la puerta del coche motor Fiat, Key, el guardafrenos, armó tremenda algarabía.
A las 18:19 les dijimos adiós a tío Aldo, Beba, Alahím, Lizandra, tía Titita, Lazarita y Ariel. Ya no quedábamos tantos, pero todavía se veían muchos pañuelos en la punta del andén. Los últimos en irse fueron tía Cary y Rafelito. El 3704 llegó puntual, a las 17:15. 
Ya solo quedaban cuatro pañuelos para decir adiós, el de Atlántida, el de Aurelio, el de Lérida y el mío. Siempre pasaba lo mismo, después que se iba el último tren con los últimos familiares, Atlántida empezaba a llorar. Entonces Aurelio aprovechó para vengarse.
—¿En qué quedamos?
—Hace más de veinte años que vivo en una estación de trenes y todavía no aprendo a despedirme de la familia—respondió mi abuela y se fue para la cocina a terminar de llorar. Ese era el momento en que la casa volvía a ser lo que era a las 08:34, justo antes de que llegara el primer tren al Día de las Madres.

09 mayo 2023

El primer aguacero de mayo


Bladimir Zamora solía señalar la fecha del primer aguacero de mayo. Tanto le gustaba ese acontecimiento, que una vez se propuso fundar un proyecto cultural con ese nombre. Siempre celebro su vida, pero por estos días hago un especial énfasis. Porque coinciden con el aniversario de su muerte.

No puedo oír a María Teresa Vera sin sentir su presencia. Siempre que Beny suena a mi alrededor, él regresa de algún modo. Entonces me pongo a recordar las mañanas de dominó y alcohol en La Gaveta, mientras en un precario tocadiscos sonaban canciones que nadie más tenía en La Habana.

Una tarde de 1989, se bajó de un tren en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. En una mochila traía su cuota del mes y discos acabados de salir en Argentina y España: Fito, Baglietto y Serrat le hicieron compañía en esos días a Celia, Machín y Matamoros. Para rematar, siempre Beny.

Entonces yo había empezado a escribir un rarísimo libro de poemas y tenía el proyecto de hacer una novela inspirada en la revolución francesa (un número especial del Correo de la Unesco, dedicado a los 200 años de ese hecho que partió a la historia del mundo en tres, me tenía obsesionado).

—Tus poemas y tu novela están en este lugar —me dijo mientras Atlántida le alcanzaba una taza de café —. Déjale la revolución francesa a Carpentier, que arrastraba la erre como ellos.

Una mañana, mientras nos emborrachábamos en La Gaveta (en aquella Habana no importaban las horas), tocó a la puerta Antonio José Ponte. Traía varios ejemplares de una plaquette que le acababan de publicar. Todavía no sé por qué no me cayó bien aquel flaco pálido y con paraguas.

—Ese que acaba de salir por ahí —me dijo Bladi casi en tono de regaño—, es el mejor escritor de tu generación. 

Me gusta recordarle esa historia a Ponte, porque siempre acaba haciendo un cuento de Zamora que yo no me sé. En una madrugada de la calle Monserrate, corría el año 2011, Diana y yo lo llevamos hasta los bajos de La Gaveta. Ya no podía beber, pero ese día pidió permiso para excederse.

—¿Él te contó que todos los días subía una bicicleta china por esas escaleras? —le preguntó a Diana.

—Sí, Bladi, me lo ha contado muchas veces.

—Menos mal, porque no quiero que se crea la historia de que ahora maneja carros de verdad.

Nos abrazamos llorando… y eso que no sabíamos que era la última vez.

En Santo Domingo cae el primer aguacero de mayo.

21 abril 2023

Por culpa de John Dutton


Siempre me han gustado las camionetas y últimamente, por culpa de John Dutton (el protagonista de la adictiva Yellowstone), me he fanatizado con las Ram 3500. Llegué al extremo de decirle a Diana que quería cambiar mi Jeep por una.—¡Ni lo pienses! —me respondió la Cucha—. Para empezar, no cabría en el parqueo del edificio, ni siquiera en el de la Loma...
Por lo tajante de su respuesta, me olvidé del asunto. Pero ayer me dijo que lo había pensado mejor, que yo trabajaba mucho y que me merecía la camioneta.
—Como puedes ver —concluyó—, resolví el problema del parqueo.

13 abril 2023

Eduardo Heras León


En los años 90, por Ángel Santiesteban, me hice asiduo de la casa de Eduardo Heras León. Además de darnos de comer en aquella Habana desabastecida, nos prestaba libros, discos y hasta juegos (tenía uno de la MLB que sigo buscando. Me encantaba, porque era de la época de oro de Ken Griffey Jr).
Viajamos juntos a eventos literarios por casi toda Cuba. Recuerdo especialmente una semana en Nueva Gerona, donde él y Francisco López Sacha tuvieron que protegernos a Angelito y a mí de las autoridades, por haber violado las reglas del hotel donde nos quedábamos.
Angelito y yo no podíamos contener la risa, pero el Chino se tomó muy en serio la pesquisa de los agentes y los colmó de explicaciones. "Estos muchachos, además de ser dos escritores importantes, son mis hijos", dijo. Luego, en el avión, ya de regreso a La Habana, prometió que nunca más viajaría con nosotros. 
Una semana después estábamos camino a Rancho Luna, en Cienfuegos, para participar en otro evento. “Esta vez soy yo el que se los va a llevar presos”, nos advirtió. Lo sustituí como director de la editorial de Casa de las Américas. El día que Roberto Fernández Retamar me lo propuso, el primero en enterarse fue el Chino. Salí directo de la Casa para su casa. 
A partir de ese momento no di un paso en aquel lugar sin antes consultárselo. Sus consejos me hicieron madurar como a un aguacate envuelto en un nylon negro, a la cañona. Por aquella época se leía todo lo que yo escribía, me solía devolver las Gaceta de Cuba llenas de señalamientos.
La primera foto es de la penúltima vez que nos vimos. En ella también aparecen Alejandro Aguilar y el poeta dominicano Basilio Belliard. Fue una noche de disfraces y literatura en la que El Chino y yo repasamos nuestras vidas. Aunque ya estaba enfermos, su memoria y su sentido del humor seguían intactos.
Estábamos en Casa de Teatro, en un Santo Domingo muy lluvioso en el que yo acababa de dar con Diana Sarlabous. Ahí la tenía justo en frente, por me hacía el gracioso y trataba de parecer mucho más inteligente de lo que soy. Aún no le había dado el primer beso y, como pueden ver, un Brugal on the rock me asistía en todo.
Al verme congraciándome con Diana, puso cara de padre regañón. "Tú no cambias —me dijo—. ¿Recuerdas aquel día en Nueva Gerona?" "Es muy linda, ¿verdad?", le respondí. "Por la manera en que ella te está mirando —me secreteó—, puedes lanzarte al vacío".
Nos encontramos por última vez en mi casa. Entonces ya estaba casado con Diana y él me sacaba en cara una y otra vez el consejo que me había dado: "¡Te lo dije, te lo dije". Esa noche lo vi bailar por primera vez. Fue con NG la Banda. 
Siguiendo las instrucciones del Tosco, nos despojamos, nos quitamos lo malo, lo echamos pa' trás y nos limpiamos, mi hermano.