Fíjense bien en el hombre que está sentado en el banco que hay casi al final de la acera, entre dos de las puertas del antiguo (e irreconocible) Bar Arelita del Paradero de Camarones.
Es el maestro Gustavo Molina, de quien aprendí lecciones fundamentales que aún hoy me son útiles. Él, además, es uno de los protagonistas de mi novela "Atlántida" y uno de los lectores que más deseaba para ella.
Lamentablemente, no alcanzó a ver el libro. Acabo de recibir una nota de una querida amiga donde me avisa que ha fallecido hoy, a primera hora de la mañana. Con Gustavo pierdo a mi primer maestro y una de las razones más poderosas que me quedaban para volver a mi lugar en el mundo.
Hace apenas unas semanas falleció Yayiya, otra querida maestra de mi pueblo. A quien siempre recuerdo, tanto por sus enseñanzas como por sus famosas “líneas”. Si uno dejaba de hacer la tarea, al otro día debía volver con la frase “Debo completar mis deberes de estudiante todos los días” escrita cien, quinientas o mil veces, dependiendo de las reincidencias.
Me gustaría creer en la sobrevida por Gustavo y Yayita. Pocos maestros me enseñaron tanto como ellos. Aún hoy me sigo rigiendo con reglas que ellos le impusieron al niño que fui. Me gustaría puedan seguir educando de la manera que ellos lo hacían, que otros aprendan todo lo que yo aprendí con ellos, así sean ángeles.
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