15 julio 2016

NORGE ESPINOSA: “Extraño a las personas que han sido para mí La Habana”

El 19 de agosto de 2006, abrí una cuenta en Blogger y publiqué el primer post en El Fogonero. Para celebrar los 10 años de esta bitácora, le haré pequeñas entrevistas a creadores cubanos que han sido importantes para mí por alguna razón. Quiero que sus palabras se conviertan en mi fiesta.

El día que conocí a Norge Espinosa dormimos juntos. Viajamos a La Habana, invitados al Festival de El Caimán Barbudo, y nos alojaron en un hotel de la Unión de Jóvenes Comunistas. Ninguno de los dos había cumplido 20 años. Tener que compartir la habitación, gustos y lecturas, le dio origen a nuestro cariño.
Desde entonces, lo admiro como poeta, como individuo y como cubano. No conozco a nadie que logre, como Norge, hablar durante horas sin usar ni una sola muletilla. Aunque nunca publico en El Fogonero párrafos con más de cinco líneas, tuve que hacer una excepción en su caso. Él habla de corrido y los que le conocen me agradecerán esa concesión.
Hace unos meses estaba en el aeropuerto de Miami, esperando el vuelo que me traería de regreso a Santo Domingo. Oí, desde una fila contigua, un “¡Camilo Venegas!”. Era su voz inconfundible. Me llamó como si estuviera en un escenario y no en una sala de espera. Ese es el Norge que quiero; alguien para el que la realidad, sea cual sea, es puro teatro.

“Vestido de novia” fue un acto de desaforada valentía en un país intolerante y homofóbico. Hablo de la Cuba de finales de los 80. Te recuerdo claramente, en el portal de El Caimán Barbudo, leyendo en voz alta, con orgullo un desconocido para mí. Como conoces mejor que nadie al Norge jovencito que escribió el poema, ¿puedes presentármelo como si hoy fuera aquella noche?
Eran los años 80 y estábamos en Santa Clara, uno de los panteones literarios, como solía decir en broma Bladimir Zamora para recordarnos que por esos días, no solo se escribía buena literatura en La Habana, sino también en Matanzas, Camagüey, Holguín o Santiago de Cuba. En esa ciudad medio adormilada, estaban las personas que definitivamente le dieron un aire que adelantaba a la Santa Clara de hoy, con una vida nocturna más ágil y tolerante, y más atenta a otras maneras de vivir y, sobre todo, querer y dejar vivir. Frank Abel Dopico (ya van dos personas a las que menciono en este párrafo que acaban de morir, y por eso trato de escribir estas líneas sin que me tiemble la memoria o la mano), fue esencial en mi descubrimiento de la poesía y el teatro. Yo tenía todo por delante. Y tuve su generosidad, y la de otros que en aquella ciudad se reconocían como poetas y locos o iluminados, de acercarme a ellos. Los oí leer y discutir sus textos. Vi numerosas funciones de espectáculos como El hijo, Molinos de Viento, El alboroto, (y aprovechaba la cinemateca provincial para ir aprendiendo ciertas cosas, no solo por lo que advertía en la pantalla. Yo era delgadísimo y feo, con aquellos espejuelos de cristal tan grueso. No sé si leía “Vestido de novia” con orgullo. Sospecho que lo hacía con pasión: esa cualidad que me ha sido tan útil y a ratos tan costosa. Mi madre leía novelas de misterio mientras yo procuraba los poemas de autores que ella nunca conoció. A ella le debo el sentido del humor, la fidelidad a lo que creo pueden ser algunas verdades, y el gusto por el arte. En aquel tiempo todo era sencillo y promisorio. Lo único que puedo decirte es que no estaba ni remotamente preparado para todo lo que vendría después.

Quiero que sigas, por una pregunta más, en la piel de aquel Norge. ¿Quiénes te ayudaron más a reafirmar tu identidad, en qué espejos te mirabas, con qué ojos?
Ya he mencionado a varias de esas personas que hicieron mucho en Santa Clara. Llegué a La Habana con “Vestido de novia” bajo el brazo, y esa fue una carta de presentación que me enlazó a personas que me hicieron saber que ello no bastaba, que un buen poema puede ser escrito en circunstancias incluso accidentales, pero que un buen poeta es el resultado de muchos días y muchas noches. Rafael Alcides, Sigfredo Ariel, Abilio Estévez. A todos ellos les debo algo. Abilio me encauzó en la ruta de Virgilio Piñera, y aprender de él una imagen de Virgilio me ha servido de mucho para evitar lecturas ingenuas del menos ingenuo de nuestros escritores. Hizo más, me condujo a lecturas, a preguntas interesantes. Él estaba cerca además de Roberto Blanco, director de Teatro Irrumpe, que en aquel momento me interesaba tanto. Acudir a ensayos de Irrumpe, ver a actrices y actores como Hilda Oates, Lilian Rentería, Omar Valdés y otros en plena faena, me ayudó a ir más allá de lo que aprendí en la Escuela Nacional de Teatro, en la cual, bueno es decirlo, tuve buenos profesores. Había tertulias en El Caimán Barbudo, que más que una revista era un estado de ánimo. Con todos ellos aprendí, entre otras muchas cosas, a no dar nada por sentado, a mantener despierto el sentido crítico que aún me acompaña, y que en esa generación a la que llegué casi en el último minuto, fue siempre una señal provechosa. Hoy hemos retrocedido a la egomanía de los halagos y a las formas versallescas del elogio hueco. Por eso no hay crítica literaria en Cuba. Casi ninguna crítica. Y créeme que, habiéndome formado en un gusto natural por el diálogo y la discusión, es algo que extraño muchísimo.

He visto lo que escribes en las redes sociales cuando sales y cuando entras. Disfruto tus reportes desde diferentes puntos del mundo y digo que me gusta la mayoría de las veces que comentas algo. Cuando vuelves a La Habana, sin embargo, se produce un largo silencio. Ayúdame a superar los problemas de conexión, explícame lo que de verdad significa volver después que uno se ha ido.
Cada vez es más difícil regresar. Lo siento en mi cuerpo y en lo que pesa la memoria. Regreso a La Habana y sigo estando conectado, discretamente, dentro de lo poco que se puede hacer en Cuba. Creo que me preparo para regresar a las huellas inevitables de la crisis, a las carencias que nos han acompañado tanto que algunos ya las creen hasta parte de sus vidas y no una rémora. Pero no lo estoy para enfrentarme a la cara de mi madre o de algunas personas, en las que reconozco un desasosiego o un agotamiento que cada vez es más visible. Regreso a una Cuba en la que también han desaparecido personas que, al irse, se llevan también un modo de conversación, un giro en el habla, un gesto que nadie podrá repetir ante mí: puertas cerradas en una ciudad que se va haciendo más agreste y más ruidosa, y en la cual respiro poca poesía. Aquí están, por suerte aún, algunos de mis amigos y maestros. Vuelvo a una Cuba donde Carlos Díaz y Rubén Darío Salazar hacen buen teatro, donde Antón Arrufat y Ramiro Guerra siguen desatando controversias, donde persistir en el rescate de ciertas memorias y figuras es una labor estimulante, a pesar de todas las dificultades. Me hastía la bulla, la falta de respeto a la privacidad de los otros. Me doy cuenta de que ya, a mis 45 años, hay códigos que la gente joven maneja que empiezan a serme extraños, y que esa juventud apenas conoce autores y artistas sin los cuales no seríamos los mismos seres humanos. En esa Cuba los cuerpos y los deseos tienen precios también peligrosos. Vuelvo a una Cuba sabiendo que tendré que reaprender algunas de esas fórmulas de mercado rudimentario y barato con el cual el país renegocia su historia, su día a día, y también su supervivencia. Algunas páginas saldrán de eso, me digo, para creer que no se trata solo de sufrir ello sin más.

Más de una vez has dicho que vives en país donde la homofobia te golpea “cada día en muy distintas y no siempre sutiles expresiones”. ¿Cómo has logrado defender tu homosexualidad en ese contexto sin hacer concesiones ni dejarte utilizar?
La he defendido siendo lo que soy y sin máscaras. Alguna vez un escritor cubano, comentando mi trabajo como activista y promotor de lo homoerótico en las artes del país, me dijo: hay que tener cojones para hacer eso. Para mí se trata de una responsabilidad que me permite conectar visiones, estados de ánimo, proyectos de una imagen en la que, amén de lo sexual, reconozcamos calidades que nos identifican. La homofobia es tan peligrosa como la idea de un país que parece aceptar acríticamente lo que representa un valor distinto del deseo. Por ello me molesta el trabajo que algunas entidades han empezado a proyectar, intentando que los gays y lesbianas de la Isla, o los que llegan aquí, no conozcan a fondo la historia de persecuciones, acuerdos, conflictos y traumas que nos acompañan en ese devenir. Eso me ha ganado adeptos y muchos enemigos, no pocos de ellos con mucho poder (o que se creen poderosos, algo ridículo en un país donde el verdadero poder lo detentan unos pocos). En la Cuba que viene, muchas otras cosas cambiarán para mal o para bien. El escenario que es el país ahora está rediseñando a toda prisa su imaginario, tratando de ofrecer imágenes muy blancas que eludan ciertos debates impostergables, o que resulten complicadas para el extranjero que nos piense como un mercado inmediato. Ser homosexual en Cuba no es más ni menos difícil que en muchas naciones del mundo. Pero ser homosexual en Cuba sin poder tener algún dominio sobre lo que esa comunidad de personas ha aportado a la Nación, sin conocer a fondo sus luchas, sus rechazos y pareceres, nos hace personas mucho más desarmadas y vulnerables. No quiero que me represente nadie que no haya tenido conmigo una determinada complicidad. O que hablen por mí personas que no me hayan preguntado nunca cosas esenciales, ni que esperen de mí solo lo políticamente correcto que ya esté contemplado en sus agendas. También en eso soy un soldado solitario. Fue mi obra quien me identificó como un escritor homosexual. Dentro de ese compromiso con lo escrito, seguiré obrando, hable o no directamente acerca de ese tema, en la Cuba que he sido y en la Cuba que vendrá.

Eres un testigo de excepción y un sobreviviente de muchas “cubas” y de muchas “habanas”. Del pasado, ¿a qué le echas más de menos? Del futuro, ¿a qué le temes más?
Extraño a las personas que han sido para mí La Habana, y ya no a la ciudad misma. Extraño a Abilio Estévez pero sé que está en Barcelona, una ciudad maravillosa, y que allí no ha dejado de escribir ni de encontrar nuevos lectores. La Azotea de Reina María Rodríguez eran ella y los poetas que, escuálidos gatos letrados, subían a por un poco de libertad bajo aquel cielo de los años 90. Esas cosas extraño: encontrarme a Antonio José Ponte en una calleja de La Habana, o subir la empinada escalera de la casa de Abelardo Estorino para hablar con él o Adria Santana: una actriz a la que cada día recuerdo con mayor admiración. Y también me pasa eso: no he vuelto nunca más a la casa de Estorino tras su muerte, porque no quiero encontrarla vacía de lo que él fue. Me ocurre lo mismo cuando tengo que irme hasta las remotas cúpulas del ISA a sabiendas de que Armando Suárez del Villar no va a estar allí. Delante del Hotel Monserrat, pienso en Reinaldo Arenas, a quien no conocí, y en Bladimir Zamora, al que extraño tantísimo. Y lo mismo me sucede cuando regreso al Gran Teatro de La Habana y no encuentro en su portón a Alberto Acosta-Pérez. Extraño a las personas porque de ellas dependen diálogos, provocaciones y deseos. A Marianela Boán, por su talento y por la mezquindad de este país que no le ha regalado aún el Premio Nacional de Danza que tanto merece. A Carucha Camejo, porque en la tarde de Nueva York que me regaló a su lado, oíamos a Benny Moré y ella hizo de ese encuentro un instante memorable. Me acompañan muchos fantasmas, vivos y muertos, del teatro y la literatura de este país. Estoy empezando a entrenarme en el duro arte de las despedidas, porque ya sé que muchos más comenzarán a faltarme. Me desquito en esa Habana futura cumpliendo algunas promesas, como las de editar las Memorias de Ramiro Guerra, quien me hizo jurarle que cumpliré esa labor. Volviendo al teatro, más allá de mis manías y resquemores, para ver qué hacen los nuevos dramaturgos. En La Habana futuro, imagino un lector y un espectador que vendrán a preguntarme por mis nuevas páginas o mis nuevas obras. Pienso en ello para librarme de lo que temo pueda pasar en esa Habana, la del mañana, que se prefigura en la avalancha de turistas y hoteles carísimos, donde tal vez nuestros padres o nosotros mismos no podamos entrar. Le temo a una Habana que no piense en sus personas, en sus habitantes. Le temo a un País que olvida la importancia de cada uno de sus ciudadanos, y que se arrastre mesiánicamente en pos de señales menos provechosas. Mi hora preferida en La Habana es el amanecer. Ha pasado la noche, y ya se sabe que la noche en La Habana es un amasijo de riesgos y deseos. La Habana, como una mujer que aún se sabe de algún modo hermosa, se repone de todo ello y se dispone a continuar, alzándose sobre sus propios despojos. Esa energía no le falta a La Habana. La contiene de un modo que la hace única, y que nos impulsa, por encima de ausencias y carencias, a creer que es posible un día más. Un nuevo día más. Hasta que se acabe el mundo.

8 comentarios:

Tregua dijo...

Bella entrevista, a la altura del Norge que recuerdo; siempre brillante y tan amigo.

salva33125 dijo...

De lujo Camilo..gracias a los dos.

Yoandy Cabrera dijo...

Gracias por esta entrevista.

Juan Carlos Rivera Quintana dijo...

Norge y su vestido blanco que nos imantó. Hermosa conversa. Lindo tipo Norge...humanísimo.

Unknown dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Unknown dijo...

Anónimo dijo...

Exquisita! Mi hora preferida es aquella en la que recuerdo dar gracias.

Unknown dijo...

Una vez más me quito el sombrero, querido Camilo, ante tan hermoso viaje por la vida y obra de Norge. Vuelvo a confirmar que detrás de una entrevista así, no sólo hay delante un personaje admirado, original e interesante, sino también un entrevistador sagaz, sensible y avezado