La
mañana que volé sobre Haití, en mi viaje definitivo a Santo Domingo, me mantuve
mirando por la ventanilla de Il62M. En el poema Itinerario, que es el último de mi libro homónimo, dejé por escrito
esa experiencia:
Salí de Cuba el 30 de noviembre de
2000.
Estaba nublado y apenas distinguí el
primer trecho de costa norte.
Intuyo que una mancha azul Prusia
–estancada por un rato en el borde
del ala izquierda–
era la bahía de Cienfuegos.
Los contornos de la isla se veían
grises
y pronto se perdieron entre el océano
y la nubosidad.
Ya sobre Haití todo se aclaró.
Pasamos justo por encima de La
Citadelle
y poco después las continuas aldeas
eran perfectamente visibles.
Un grupo de hombres ínfimos decía
adiós sin moverse,
sus brazos extendidos semejaban el
muñón de Mackandal.
Es muy probable que entre todos
aullaran sus conjuros desconocidos
(con alas, con agallas, galopando o
reptando).
Pondré aquí la fecha del regreso.
Aunque lleguemos debajo de un
aguacero torrencial
y en el aire de Camarones
esté flotando el arcaico olor de la
caña quemada,
seré estricto:
el día, el mes, el año
y el ruido monótono del mar que me
sale al paso por todas partes.
Fue
Julien Dalbin, un querido amigo francés que tiene un gran amor con los árboles
dominicanos, el primero que me habló de los artesanos de Croix-des-Bouquets. “Hacen maravillas con tanques de 55 galones”,
dijo mientras abría los brazos como él suele hacerlo cuando quiere decir que
algo es muy importante.
Para
nuestra cabaña en la Loma de Thoreau, Diana y yo ya hemos conseguido un ángel
(al que llamamos Mackandal) y un árbol. Como un homenaje a Los gobernadores del rocío y a El
reino de este mundo, ese será el símbolo de nuestro refugio.
Esos cuatro sinsontes de latón nos cantarán en
silencio todas las mañanas, cuando el rocío de la cordillera sea quien gobierne
a nuestro alrededor.
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