(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)
Como estoy a punto de cumplir 49 años, me ha caído encima una crisis existencial. Ya no soy joven, pero siento que todavía no he envejecido. Afortunadamente, hace poco leí una entrevista a Joan Manuel Serrat que me ayudó bastante.
“He logrado envejecer sin convertirme en un adulto”, responde el autor de “Cada loco con su tema” cuando le preguntan sobre su edad. Muchos a mi alrededor, que también rondan los 50, han solucionado su dilema tratando de vestirse y comportarse como los jóvenes de hoy.
Eso, según ellos, les permite mantenerse al día y enmascarar un poco las arrugas, la caída del pelo y esos dolores súbitos e insoportables. Estoy en total desacuerdo. Cuando uno se empecina en tratar de ser lo que no es, al final solo consigue hacer el ridículo.
Según los que se encargan de definir esas cosas, pertenezco a la generación X, que son los nacidos entre 1965 y 1979. Nadie, en ninguna otra época, ha visto más cambios en el mundo como nosotros. Cuando llegamos, todo estaba igual que cuando lo hicieron nuestros abuelos y nuestros padres.
El mundo de nuestros nietos, sin embargo, será radicalmente diferente. Vengo de una época en que vivíamos a diario una escena impensable hoy: Mi familia se sentaba todas las noche frente a la televisión y permanecía junta hasta que llegaba la hora de irse a dormir.
La oportunidad de compartir la vida cotidiana con mis abuelos, me enseñó a buscar en ellos la respuestas a la mayoría de mis preguntas. Esa puede ser la razón por la que Zygmunt Bauman, un anciano de 91 años, sea quien mejor ha sabido explicarme el mundo actual.
En mi mesita de noche hay actualmente tres libros de Bauman. Aunque ya los he leído, los sigo abriendo al azar para que él me recalque cosas, tal como hacía mi abuelo. “¡Mucho fundamento!”, me advertía Aurelio. “La vida tiene que ser real, no virtual”, me insiste Zygmunt.
En uno de sus libros, Bauman profundiza en el tema de las redes sociales y en la legitimidad de las comunidades que se crean en ellas: “Mucha gente usa las redes sociales no para unir, no para ampliar sus horizontes, sino al contrario, para encerrarse en zonas de confort, donde lo único que oyen es el eco de su voz”, dice.
Eso me hizo pensar en la epidemia de quejas que ha infectado a las redes. Para muchos es suficiente con hacerse de un entorno donde puedan hacer pequeña catarsis de 140 caracteres. Tanto placer nos produce la queja, que cuando alguna cosa está bien nos resulta poco atractiva, inservible.
Algunos han llegado al paroxismo de lucrar con sus seguidores para que sus quejas parezcan todavía más relevantes. No les importa buscar soluciones, no les interesa compartir aportes. Para ellos basta con el acto simple de la queja por la queja.
“Las redes sociales no enseñan a dialogar porque es muy fácil evitar la controversia en ellas”, advierte Bauman. En efecto, basta con decir lo que pensamos y cerrar la ventana. No tenemos que esperar por la respuesta. De hecho es muy probable que nadie responda.
¿De quién nos quejamos cuando nos quejamos? ¿No será de nosotros mismos? ¿Cuántas veces al día hacemos justo eso que en la redes repudiamos? Denunciamos la corrupción sin antes asegurarnos de que nunca contribuimos a ella. Criticamos el caos vehicular, pero no contabilizamos las infracciones que cometemos cada vez que salimos a la calle.
Esos son solo dos ejemplos y esta fue una catarsis de un individuo que está a punto de cumplir 49 años, de alguien que está envejeciendo y no consigue ser adulto. 140 caracteres siempre me parecerán insuficientes para contar estas cosas.
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