(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)
El
águila harpía es la especie del reino animal que cuida por más tiempo de sus crías.
Esta rapaz, considerada la más poderosa del mundo, invierte hasta cuatro años
en una camada. Durante todo ese tiempo, se hacen cargo de entrenar y alimentar
a los futuros cazadores.
Llega
un punto en que los hijos son del mismo tamaño que los padres (hasta dos metros
de envergadura) y su manutención se hace cada vez más agotadora; pero eso no
desalienta al cabeza de familia, que recorre a diario enormes distancias en
busca de monos y perezosos para sus crías.
Ese
gigantesco esfuerzo para que sus hijos reinen en los cielos del bosque tiene
una fecha límite. A los cuatro años, si alguno no ha sido capaz de valerse por
sí mismo, es sacrificado por su propio padre; quien se asegura de que su pareja
ponga huevos y comience otra vez el exigente arte de formar a un águila harpía.
En
mi infancia tuve dos figuras paternas: mi abuelo Aurelio Yero y mi padre
Serafín Venegas. Eran individuos totalmente diferentes, por eso acabé teniendo
—como el personaje de Italo Calvino— dos mitades. Hay un Camilo que se parece
mucho a mi abuelo y hay otro idéntico a mi padre.
Aurelio
murió en 1987 y Serafín en 1993. Eso no ha impedido que mi vínculo con ellos se mantenga intacto y los tenga presentes en cada uno de mis actos. Mi abuelo
era ferroviario, pero amaba el campo. Cada vez que siembro un árbol, le
agradezco que me inculcara el amor a la tierra.
Mi
padre era un gran aventurero (de hecho fue guerrillero, participó en la lucha
contra Batista junto a Camilo Cienfuegos, de ahí mi nombre); cuando ando por el
monte, le agradezco poder disfrutarlo como lo disfruto. A mis 49 años, cada vez
que hago algo mal, pienso en ellos y me avergüenzo.
Cuando
era joven, me empeñaba en encontrar las cosas que me diferenciaban de mi abuelo
y mi padre. Una vez tuve una discusión enorme con Serafín, quien solo leía
diarios de campaña y libro de aventuras. Con ínfulas adolescentes, traté de imponerme
leyéndole una cita de “Padres e hijos”, la novela de Iván Turguénev.
—Eso
será así en Rusia —me respondió—, pero en Manicaragua las cosas son diferentes
y mucho más sencillas.
Cuando
mi abuelo enfermó, le producía una gran impotencia no poder ocuparse de sus
vacas. Era muy meticuloso en todo y no soportaba que se hicieran las cosas de
otro modo. Un tarde me pidió que llenara la tina donde le daba de beber
a su ganado.
Le
gustaba hacer eso lentamente, para que el asiento del fondo no se revolviera. Cuando
se dio cuenta de que yo estaba tratando de acabar rápido, me llamó la atención.
—¡Así
no! —me advirtió— ¡Así no!
No
le hice caso. Cuando la tina estuvo llena, lo miré y sacudí las manos en el
aire. No dijo nada. Se levantó trabajosamente (estaba recién operado de un
cáncer), bajó hasta el potrero y le quitó el tapón a la tina. Cuando estuvo
totalmente vacía, empezó a llenarla a su ritmo.
Tengo
sus fotos en mi escritorio. Cada vez que abro una botella de ron, pienso en
ellos y, dentro de mi cabeza, les brindo. A menudo, cuando trato de tomar una
decisión difícil, intento buscar en mis recuerdos alguno de sus tantos
consejos.
El
día que vi en Netflix el documental sobre el águila harpía, también pensé en mis
padres. Es probable que por momentos tuvieran deseos de matarme; pero, a
diferencia de lo que hace la rapaz, no me entrenaron para reinar, les bastaba que
fuera honrado y bueno.
En
lo esencial, creo que ninguna de mis dos mitades los ha defraudado. Por eso,
aunque ya hace mucho que no están, siempre celebro junto a ellos el Día de los
Padres.
1 comentario:
De lujo!!!
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