31 agosto 2020

Un día perfecto para otra vida por vivir

Ayer Diana y yo tuvimos una larga discusión. Francamente, ya no recuerdo por dónde empezó todo. Solo sé que convertimos a nuestra pequeña habitación en una larguísima tendedera donde empezamos a colgar, de un lado y del otro, pequeños trapitos sucios. Al final dije una animalada.
De la misma manera que el doctor Jekyll no podía evitar los desastres del señor Hyde, el guajiro que llevo dentro a veces acaba dominándome. Mientras dormíamos, alguien recogió todo lo que había en la tendedera. Despertamos con una sonrisa, nos dimos un beso y hablamos de la nueva tormenta que se avecina.
Como cada lunes, me tocaba ir al supermercado y... ¡a la librería Cuesta! A Diana le compré un libro sobre la cocina portuguesa y para mí elegí Otra vida por vivir, un librito de Theodor Kallifatides. Ayer en la tarde, no tenía ni la más mínima idea de este escritor griego radicado en Suecia.
24 horas después, no logro separarme de su libro. Está escrito por un hombre de 77 años (ahora tiene 82), que sigue buscando un sentido para su existencia y la manera de reconciliarse con la vejez. Por eso empieza como acabé yo anoche, con una discusión con su esposa.
Apenas he soltado el libro dos veces y ha sido para hacer apuntes que prefiero no reproducir aquí. Por mi propia experiencia, creo que lo mejor es enfrentarlo totalmente desprevenido. Solo me atrevo a asegurar que ya no soy el mismo Camilo que discutió con Diana anoche.
Aunque sigo teniendo a un guajiro adentro, que a veces me obliga a decir idioteces, he descubierto que yo también tengo otra vida por vivir. Theodor Kallifatides me estaba esperando en la librería para demostrármelo. Ese es el verdadero lujo de escribir o leer, que el tiempo que le dedicas vale a eso por dos.
Ahora solo espero que Diana me haga una de las recetas de bacalao del libro sobre la cocina portuguesa. Cuando eso suceda, el día de hoy acabará siendo perfecto.

La respiración de las locomotoras

Eso lo aprendí de mi tío Rafael Serralvo. Él era el esposo de mi tía Cary. Al llegar a mi familia se convirtió en ferroviario. Fue, durante muchísimos años, jefe de patio en Cienfuegos Carga. Me pasaba horas junto a su mesa, mientras él armaba los trenes que partían hacia el oriente o el occidente de Cuba.
“Las locomotoras de vapor nunca se apagaban”, me dijo en una de sus tantas lecciones ferroviarias. Así fue que supe que un fogonero se ocupaba de mantener encendidas las calderas de aquellos monstruos dormidos. Según Rafelito, su “respiración” retumbaba en el silencio de la ciudad.
El tren de caña del central Mal Tiempo fue el último que pasó por el Paradero de Camarones con locomotora de vapor. A veces tardaba horas en lograr que lo autorizaran a salir del ramal Cumanayagua a la línea de Cienfuegos a Santa Clara. Desde mi casa se oía la respiración de la locomotora. Luego, ya de grande, fui a una fiesta en el central Hormiguero.
Convencí a Gabi y a Evián, quienes iban conmigo, de que me acompañaran al taller de locomotoras. Encontramos cinco máquinas de 1895, todas “respiraban” como si en verdad estuvieran dormidas. Un anciano con la cara negra del aceite y el hollín, salió a saludarnos. Él era quien las mantenía encendidas.
Le brindamos cerveza y nos contó la vida íntima de aquellas máquinas centenarias. Hablaba de ellas como si en verdad tuvieran sentimientos. En 2011, cuando volví con Diana Sarlabous a Cuba, la llevé a la estación de Cienfuegos Carga. No hallamos nada. El edificio se había derrumbado y no quedaba ni rastro de las vías.
Curiosamente, donde antes estuvo el patio de carga, encontré a las locomotoras del central Hormiguero. Estuve un largo rato mirándolas. No pude evitar el recuerdo del anciano que sabía, con lujo de detalles, sus interioridades. Me dio mucha tristeza reencontrarlas en ese estado. Ya no respiraban.

30 agosto 2020

El tiempo es la distancia más larga

Tennessee Williams no pudo decirlo de una manera más clara: “El tiempo es la distancia más larga entre dos lugares”. Anoche me desvelé y, para no molestar a Diana con la luz de la pantalla, subí a la terraza. Hacía frío, la neblina había empapado la mesa. Tuve que secarlo todo para poder sentarme a navegar.

Antes, mis primeras lecturas siempre eran sobre Cuba. Entraba hasta en el periódico de mi provincia. Aunque era una publicación terrible, me gustaba leer “noticias” sobre Cruces, Abreus, Santa Isabel de las Lajas o Aguada de Pasajeros. Esa rutina se fue reduciendo hasta quedarse en lo esencial.

Hoy, a través de Diario de Cuba, fui a dar al muro de Facebook de un escritor y cineasta cubano. Aunque, relativamente, somos contemporáneos, habla como si perteneciera a otra época, usa una lógica que para mí es totalmente irracional y (lo peor) nada de lo que dice me concierne.

Por enésima vez compruebo que la Cuba a la que pertenezco quedó atrás. Esa debe ser la razón por la que, tratándose de mi país, prefiero buscar en un Atlas de 1979 y no en Google Map, como hago con el resto del mundo. Me deprimen tantas ruinas, prefiero las cartografías donde todo a lo que pertenezco aún existe. 

Cuando hablo de República Dominicana, lo hago en presente o en futuro (por eso me acabo de involucrar en un proyecto para sembrar 10 mil pinos en la montaña de Quintas del Bosque, donde está la Loma de Thoreau), cuando hablo de Cuba siempre me refiero a su pasado (porque me es imposible sembrar nada ahí).

Eso es doloroso, pero inevitable. Fue, como dice Tennessee, obra del tiempo.

29 agosto 2020

Mi barbera preferida

No tuve tantos barberos, apenas seis en 53 años. El primero fue Bravito, quien también pelaba a mi padre en su Manicaragua. Me encaramaba sobre una tabla que ponía encima de los brazos del sillón y, en un abrir y cerrar de ojos, reducía mi incipiente cabellera a un escueto moñito que con las puntas paradas.

Luego, en el Paradero de Camarones, Castellanos se esmeraba en hacerme un pelado perfecto… perfecto si estuviéramos en los años 50. Pero para la década del 70 aquel corte (que replicaba el de mi abuelo) era un desastroso anacronismo. Luego me fui a La Habana a estudiar teatro y me dejé crecer el pelo. 

No volví a ir al barbero hasta que llegué a República Dominicana. Primero, de la mano de Freddy Ginebra, fui al Chino. Aquella barbería de Plaza Naco olía como las de Manicaragua y el Paradero de Camarones. Luego Diana me llevó donde Massimo, su peluquero italiano. 

Por último, iba donde José Antonio, un aragonés que además de ser un excelente barbero es un gran conversador. Pero, con la llegada de la pandemia y la imposición del distanciamiento social, tuve que comprarme mi propia maquinita. Así fue que conocí a mi barbera preferida. 

Cada vez me gusta más poner mi cabeza en sus manos. Lo disfruto tanto, que he decidido que Diana Sarlabous sea quien me pele en lo que me quede por vivir. Espero que, como pide Calamaro en una de sus más hermosas canciones, eso sea mucho tiempo.

28 agosto 2020

Las biajacas

Llegaban en la época de lluvia. Cualquier día, entre mayo y octubre, alguna podía picar en aquellos anzuelos que hacíamos con imperdibles, alfileres y agujas de coser. Como carnadas siempre usábamos lombrices de tierra. El Chiqui y yo nos pasábamos mañanas enteras en el puentecito del potrero de Felo López.
La mayor emoción de nuestra infancia era ese momento en que sentíamos el jalón. Nos veo en cámara lenta. Descalzos, sin camisas, con los cuerpos empinados hacia delante y los pies anclados en los raíles de la línea de Cumanayagua. Luego, sobre las piedras y los travesaños, las biajacas daban sus últimos coletazos.
Una vez corrí con una hasta el tanque de agua de lluvia de mis abuelos. Fue mi mascota por un largo tiempo. Mi abuela me dio varios plazos para sacarla de allí. Atlántida era muy escrupulosa y usaba el agua de aquel tanque para ablandar los frijoles. Un día me hizo un almuerzo riquísimo. Congrí y filete de pescado empanizado.
Aurelio no podía contener la risa mientras yo, con un apetito feroz, no paraba de comer. Varias veces le pregunté de qué se reía, pero no me lo confesó hasta que dejé el plato limpio. “Te acabas de comer tu biajaca”, me dijo mi abuelo y soltó otra de sus estruendosas carcajadas.
Me dicen que ya no hay biajacas en el Paradero de Camarones. Las largas sequías y las clarias (ese monstruo que ha provocado una catástrofe en las cuencas cubanas) están a punto de extinguirlas. Me sé su nombre científico desde que lo descubrí en un libro de texto de primaria.
Nandopsis Tetracanthus, me decía a mí mismo cuando las veía nadando por el arrozal de Aurelio. En nuestro pequeño mundo, ellas parecían enormes. Si las comparábamos con los guajacones y los renacuajos, eran ballenas, ¡leviatanes! 
Llegaban en la época de lluvia. Nunca faltaron a su cita con nuestra imaginación.

La cocina de Daniel Peñate

La casa de Daniel Peñate, el mejor amigo de mi padre, era (al menos para mí) la más linda del Escambray. Desde su terraza se veía gran parte del valle de Jibacoa. En el secadero, la despulpadora y el almacén de café jugué incontables veces. Allí me imaginé las más hilarantes aventuras.
En cada una de ellas, encarné a un héroe imbatible que siempre luchaba contra enemigos invisibles (era el único niño en varios kilómetros a la redonda). Fui, indistintamente, el Zorro, Enrique de Lagardere, Robin Hood, el prisionero de la Máscara de Hierro, Sandokán...
Pero mi sitio preferido de aquel lugar, rodeada de montañas y neblina, era la cocina. Estaba a un lado de la casa. En el centro tenía un fogón de leña que nunca vi apagado. Algo siempre se cocía en él. Un caldero de leche y una jarra de café estaban disponibles a toda hora para el que ya no pudiera aguantar el frío.
Juanita, la esposa de Daniel, no salía de la cocina. Su vida transcurría entre el humo de la leña y los olores extremos de adobos, sofritos y postres. Cuando estábamos concibiendo la cabaña donde vivimos en la Loma de Thoreau, pensamos en hacer la cocina aparte. Pero en aquel momento resultaba inviable.
Como consecuencia de la nueva normalidad que ha impuesto la pandemia, pasamos mucho más tiempo en la Loma. Eso hizo que retomáramos la idea de separar la cocina de la cabaña y crear un nuevo espacio que sirviera de transición. Le pedimos a Carlos Borrell, el arquitecto del conjunto, que asumiera ese reto.
“Queremos que parezca parte del diseño original”, puso como condición Diana. Ya empezamos la excavación. Esperamos inaugurarla en Navidad. Entonces nuestra vida transcurrirá entre el humo de la leña y los olores extremos de adobos, sofritos y postres. La cocina de Daniel Peñate para ese entonces quedará bien lejos del valle de Jibacoa. 
Pero en esencia seguirá siendo el mismo sitio: un lugar donde a toda hora habrá algo para los que ya no puedan aguantar el frío.


27 agosto 2020

Diana dice lo que piensa

Mi mujer, Diana Sarlabous, que suele quejarse de mi incontenible necesidad de comunicar, hoy no pudo evitar manifestarse. Vivimos en un mundo donde eso es inexorable. Suscribo cada una de sus palabras, como apoyo y amo cada uno de sus actos:
No suelo hacer declaraciones políticas. Ni siquiera las hago sobre República Dominicana, el país que me acogió cuando apenas tenía cinco años y donde he permanecido la mayor parte de mi vida. 
Nunca podré agradecerle a esta bella isla y a su gente todas las oportunidades que me han brindado. Aquí soy libre desde que llegué, algo que Cuba me hubiera negado hasta el día de hoy. 
Como no voto en Estados Unidos, evito cualquier referencia a la política interna de ese país. Pero en estos días me han etiquetado tantas veces en discusiones que no deseo participar y me han enviado tantos mensajes que no hubiera querido recibir, que siento la necesidad de hacer público algo que solo expreso en privado.
Tengo dos nacionalidades: dominicana y española (Cuba solo aparece junto a mi fecha de nacimiento. Ningún documento me ata a ella). Pero si fuera norteamericana, mi voto sería siempre para el partido Republicano, sea cual sea su candidato.
A mis 55 años, creo tener la madurez suficiente para saber elegir por mí misma. No trato de influir en las decisiones de nadie y solo pido lo mismo de los demás hacia mí. Dicho esto, agradecería que no me etiqueten en nada. Ni en público ni en privado.

Tus manos heladas

Llegamos a Londres
mientras llovía.
El frío
y la madrugada
iban con nosotros
en el taxi.
Con los ojos clavados
en un punto que yo
no lograba descifrar,
el chofer se abría camino
en la espesa niebla.
Tenías las manos heladas
y las tomé entre las mías.
Más de una vez
me llevé un susto.
Sobre todo
cuando girábamos
contra toda lógica.
No lograba adaptarme
a la circulación
por la izquierda.
Un violín en la radio,
fábricas de cerveza,
muros de ladrillos,
trenes
abandonados
y largas barcazas
que parecían
navegar
sobre la hierba,
mientras
hendían su proa
en la tierra 
y la escarcha.

Pero mi mayor
preocupación
eran tus manos
heladas.
Con ellas
entre las mías
llegamos al hotel.
El frío
y la madrugada
se bajaron
con nosotros de aquel taxi.

26 agosto 2020

Dolores fulgurantes


Jack y Buck, nuestros perros, nunca salen de la Loma de Thoreau. Cercamos toda la propiedad para que pudieran estar sueltos todo el tiempo. Tienen un espacio enorme para ellos solos. Guardianes al fin, se pasan toda la noche haciendo rondas y aprovechan el día para dormir (sobre todo en las horas de más calor).
La semana pasada nos despertó una terrible pelea. El jardinero de un vecino había estado podando y acumuló todas las ramas contra la cerca. Dos golden retriever (la noche estaba clara y alcancé a distinguirlos), aprovecharon para saltar del otro lado y verse cara a cara con nuestros labradores.
Afortunadamente, eran los perros de Mario Dávalos. Me conocen tan bien, que detuvieron la pelea para ir a saludarme. Lula, la hembra, se tiró en la hierba y me ofreció su barriga para que la acariciara. Al final se empecinaron en salir por donde habían entrado, lo cual les resultaba imposible.
Tuve que cargarlos y ayudarlos a volver del otro lado. Vi cómo corría de regreso a su casa y me sentí aliviado. Si hubieran sido perros que no me conocen, pensé, pude haber salido con una mordida. Entonces mi cara se enredó en una tela de araña. Mientras trataba de quitármela, sentí una fuerte punzada.
Cuando volví a la cama había perdido el sueño. Abrí un libro de Horacio Quiroga que siempre tengo en la mesita de noche. Para ponerme a tono con las circunstancias, releí “A la deriva”. “Los dolores fulgurantes (tanto del pie del personaje como del brazo mío) se sucedían en continuos relampagueos”.
Amanecí con todo el antebrazo derecho hinchado. Me libré de los colmillos de cuatro perros que peleaban, pero no pude escapar de una pequeña araña que se vengó de mí por la destrucción de su tela. De todo eso estaría a salvo en el apartamento de Santo Domingo, donde no suben ni los mosquitos. Pero no tendría nada que contar y prefiero vivir para eso.

Prófugos


De nuestra cabaña a La Lomita hay 3 kilómetros. A esa altura, lo más extremo del camino ha quedado atrás. En apenas dos kilómetros, desde la carretera de Manabao hasta el último portón de Quintas del Bosque (donde está la Loma de Thoreau), se asciende desde los 619 metros sobre el nivel del mar hasta los 947.
De ahí en adelante se avanza por un impresionante pinar, entre taludes y abismos. El Mogote, la más alta montaña de la zona, siempre está al alcance de la vista. Su cara sombría (en la mañana) y su rostro iluminado (en la tarde) nos mantiene siempre orientados, por más sinuoso que sea el trayecto.
Todas las mañanas, Diana y yo hacemos una caminata de 6 kilómetros. En Andar, una filosofía, Frédéric Gros advierte que caminar no es un deporte. “Cuando dos caminantes se encuentran, no es cuestión ni de resultados ni de números: uno le dirá al otro qué camino ha tomado, qué sendero ofrece el paisaje más hermoso, qué panorama se contempla desde tal o cual promontorio”, agrega.
Diana y yo, en primer lugar, sentimos una gran libertad en hacer ese pequeño recorrido todos los días. Además de la emoción que produce andar por el techo del Caribe, nos libramos por esa hora y pico de las preocupaciones y de los pendientes laborales. Hablamos de nosotros, comentamos el paisaje, hacemos silencio…
Justo antes de llegar a La Lomita, tenemos que cruzar un pequeño arroyo flanqueado por una rocas enormes. Diana nunca pierde la oportunidad de sentarse en ellas. En ese momento se olvida de mí y parecería estar dialogando con las piedras. Yo aprovecho ese alto para observar las aves del entorno.
La mayoría de las veces doy con un arriero (los dominicanos le llaman pájaro bobo, aunque de bobo no tiene una pluma). Lo sigo mientras él se mueve con una agilidad desconcertante entre pinos, júcaros, pomarrosas, pendas y guáranas. Lo he visto cazar y recibo como un saludo su “tacooo tacooo”.
Siempre que volvemos, nos sentimos prófugos. Y en parte tenemos razón. Liberarse aunque sea por dos horas de eso que Frédéric Gros llama “las trabas de la costumbre”, es también escapar. El Mogote también nos acompaña en el camino de regreso. 
Nunca pasa de las dos horas, pero la libertad que sentimos nos alcanza para sobreponernos a semanas enteras de encierro en la ciudad.

24 agosto 2020

Una marca en la pared

Este poema formaba parte de Itinerario (2002). Ese libro, el primero que publiqué en República Dominicana, está compuesto por mis últimos poemas escritos en La Habana y los primeros de Santo Domingo. Mabel Caballero, una querida amiga que laboraba conmigo en El Caribe, lo editó.

Fue justo Mabel quien me propuso sacarlo no recuerdo con qué argumento (argumentos siempre son los que le sobran a esa españolita). Como siempre, le hice caso. Ayer, buscando otra cosa, di con él. Ahora, que Sagua la Grande espera una tormenta, es una buena excusa para por fin publicarlo.


En Sagua la Grande,
uno de los pueblos
más luminosos
de mi provincia,
hay una marca
en la pared
de un portal.
Hasta ahí llegó
la inundación
de 1937.

Yo no sabía bailar,
pero la oscuridad,
irresistible
y undosa,
no me dio
alternativas.
Era la última
noche de carnaval
de 1983.
Van Van
retumbaba
por unas calles que,
10 años después,
se lanzarían al agua.
Mati, la espalda
desnuda de Mati
es lo último
que recuerdo
de aquel verano.
Era casada
y cinco años
mayor que yo.
Solo deseaba
que el río
se la llevara.

En Sagua la Grande,
uno de los pueblos
más oscuros
de mi provincia,
hay una marca
en la pared
de un portal.
Era la última
noche de carnaval
de 1983.
La inundación llegó
hasta la espalda
desnuda de Mati.

23 agosto 2020

Cocina de tormenta

Los dominicanos sienten la misma fascinación por las tormentas tropicales que los cubanos. Aunque les temen y saben que pueden llegar a ser terriblemente destructivas, disfrutan con una rara morbosidad, tanto la espera como las horas de embates.
A diferencia de los cubanos, cuya vida cotidiana es cada vez más angustiosa y difícil de llevar, incluso para los dominicanos más humildes los días de ciclones se convierten en una fiesta. La tormenta aún no ha llegado a Puerto Rico y en cada casa dominicana ya hierve el agua para un sancocho.
Carne de res, chivo, cerdo y pollo. Costillas ahumadas, longaniza y huesos de jamón. Ñame, auyama (calabaza), yautía (malanga), maíz, yuca y plátanos. Ajo, cilantro y orégano. En una cabaña cerca de la nuestra hay una familia alquilada. En una de mis rondas con los perros, escuché (¡y olí!) los preparativos.
Como Diana y yo estamos solos (María se preparó su propio almuerzo con el pan que quedó del desayuno), elegimos algo más simple. Abrimos dos latas de lentejas y las hicimos a la riojana. Tomate, cebolla y zanahoria. Chorizos y panceta. Pimentón de la Vera, laurel y aceite de oliva. 
He probado el Brugal Extra Viejo en las más disímiles circunstancias y puedo asegurarles que en los días de lluvia alcanza, como diría Lezama, su definición mejor. Diana eligió un vino de la Rioja. A todo eso le sumamos el piano de Gonzalo Rubalcaba. Dormimos una larga siesta.
Cuando nos despertamos aún llovía a cántaros. “¿Qué haremos de cena?”, pregunté con la convicción de que no iba a escampar.

El ruiseñor

El ruiseñor de Borges,
que antes fue
de Virgilio
y entre ellos dos,
desde una mata
de mangos,
Bárbaro del Ritmo.
El ruiseñor
que imita
a Miles Davis
cuando la tarde
sabe a bourbon
y el humo
de los leños
no puede
distinguirse
de la neblina.
El ruiseñor
que nunca se calla
por más fría
que esté la mañana,
hoy,
inexplicablemente,
ha hecho silencio.

Desde entonces
solo oímos
a la tormenta.
Confiamos
en que vuelva
cuando todo pase.
Ojalá que haya
sobrevivido
el ruiseñor de Borges,
que antes fue
de Virgilio
y entre ellos dos,
desde una mata
de mangos,
Bárbaro del Ritmo.
Para entonces
la tarde
sabrá a bourbon
y el humo de los leños
no podrá distinguirse
de la neblina.
Miles Davis
estará esperando
por sus imitaciones.

18 agosto 2020

Naranjo en flor

Lo sembramos
donde las lluvias
habían provocado
un derrumbe.
El lodo se
despeñaba
a su alrededor.
Estuvo a punto
de ser arrastrado.

Ayer en la tarde
llegó hasta
nosotros
su perfume
de naranjo en flor.
Entonces recordé
nuestras uñas
llenas de tierra
mientras
aporcábamos
la obsesión
por salvarlo.
Nos quedamos
junto a él
un buen rato.
Finalmente,
la noche vino
a relevarnos.
Solo las aves
del bosque
saben de
aquella gesta,
porque ellas
le pusieron
música.

Nunca olvides
ese momento
que nadie
recordará.
Ahora que vuelve
hasta nosotros
su perfume
de naranjo en flor.

17 agosto 2020

Con los pies en la tierra

Cuando volví al andén de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, después de 10 años, lo primero que hice fue quitarme los zapatos. En cuanto sentí el calor de aquella superficie que mis pies aún conocían de memoria, supe que de verdad había vuelto.
He leído que caminar sin zapatos por la hierba, además de conectarnos con la energía de la naturaleza, nos permite restablecer el equilibro y la agilidad, fortalece los músculos de los pies, piernas y caderas, previene infecciones y favorece la circulación sanguínea. 
Aunque todo eso sea muy positivo, en mi caso se trata de un placer mucho más básico. Andar descalzo me conecta con el niño que fui, aquel al que su abuela le peleaba porque, si seguía así, de viejo iba a tener chalanas en lugar de pies. Usaba zapatos ortopédicos, caminar sin ellos me liberaba de un suplicio.
Afortunadamente, Diana es también guajira y disfruta tanto como yo sentir la hierba bajo sus pies. Ayer hicimos un largo recorrido sin zapatos por la Loma. Corrí, pisé piedras, agarré piñas de los pinos con los dedos de los pies y, manteniendo el equilibrio con una sola pierna, me las llevé a las manos.
Son cosas muy simples, pero para un señor mayor con una espina dorsal deshecha, son pequeños actos de heroicidad. He visto, con pavor, que los muchachos de hoy se hacen hasta la pedicure. Vengo de otra época. Siempre aspiré a tener las plantas de los pies duras como cascos.
Así las piedras de la línea del tren no me dolían cuando tenía que saltar sobre ellas para atrapar una pelota. He perdido muchas habilidades. Ya me cuesta mucho trabajo, por ejemplo, llegar a roletazos y elevados que antes atrapaba con facilidad. Pero andar descalzo me hace sentir menos viejo.
Sentir la hierba bajo mis pies me cura de mí mismo. Me hace olvidar por un rato que mis chalanas, como yo, tienen ya 53 años.

Nuestras sabinas

La sabina (Juniperus gracilior L.) es una especie de conífera endémica de la isla de La Española y actualmente está amenazada. Ya solo se le encuentra en la Cordillera Central y en la sierra de Martín Díaz, frente a la bahía de Neiba. Conseguí dos posturas en el vivero del Jardín Botánico Nacional. 
Eran tan pequeñas (tenían menos de una cuarta) que por un momento dudé que se prendieran. Hoy descubrí que ya son más grandes que yo. La lentitud con la que los árboles crecen hace que nos desentendamos de ellos hasta que un día nos sorprenden. Eso me ha pasado hoy con nuestras dos sabinas. 
En unos años, alcanzarán hasta 20 metros de altura y ya pareceré un enano a su lado. Por el aroma de su madera, es utilizada en la fabricación de armarios, roperos y escritorios. Nuestras sabinas, en cambio, están destinadas a perfumar el aire de la Loma de Thoreau. Nadie las tocará mientras nosotros estemos.
Ya estaba oscureciendo. Mañana, las disfrutaré con claridad.

16 agosto 2020

El hombre y la tierra

Le debo mi fascinación por la naturaleza a tres hombres. Al primero lo conocí por un libro que me regaló mi madre. Me aprendí de memoria párrafos enteros de sus Cartas desde la selva. Por la manera en que estaban encabezadas aquellas misivas, llegué a sentirme uno de sus destinatarios.
“¡Cacería del zorrino, chiquitos! Uno de los animales salvajes más bonitos de la Argentina y Uruguay, es un pequeño zorro de color negro sedoso, con una ancha franja plateada que le corre a lo largo del lomo”. Cité de memoria, pero apuesto que así mismo aparece en el libro de Horacio Quiroga publicado en Cuba en 1974.
Luego, junto Jack London, me fui hasta el otro extremo del mundo, a los hielos de Alaska, donde afiné mis oídos al llamado de lo salvaje y comprendí lo que había de Buck en cada uno de mis perros. Ahora, de viejo, tengo dos labradores, Jack y Buck. Sus nombres son un homenaje a mí mismo.
La labor que empezaron Quiroga y London la acabó Félix Rodríguez de la Fuente. En Cuba, durante mi infancia, solían retrasmitir una y otra vez los capítulos de El hombre y la tierra. La voz de Félix, apasionada, metafórica y exageradamente convincente, acabó de convertirme en un feligrés de la naturaleza.
Desde lo alto de cabaña, Diana logró distinguir a una rana que huía de una culebra. Bajé corriendo, sin tiempo a ponerme los zapatos, y me acosté en la hierba. Con el iPhone, tratando de no inmiscuirse en aquella batalla por la subsistencia, hice todas las fotos que pude.
Cuando volvía a la cabaña, hice un alto para sacarme una espina de un pie. Esto no se lo puedo confesar a nadie, porque haría el ridículo, pero en ese momento me sentí Horacio Quiroga, Jack London y Félix Rodríguez de la Fuente. Los tambores de El hombre y la tierra resonaban en mis oídos.

15 agosto 2020

Santa Clara espera al año 1900 en la estación

Hoy al mediodía subimos para la Loma. Como nos vamos a pasar dos semanas, estuve hasta tarde revisando las terrazas, las matas, las ventanas y asegurándome de que un vendaval no inunde el apartamento en nuestra ausencia. Cuando me acosté no tenía sueño.
Deambulando por Internet, me encontré con esta foto. Se trata de la estación Martha Abreu de Santa Clara, engalanada para esperar el año 1900 y el siglo XX. Este tipo de hallazgos me suele poner muy feliz. 
Pero esta vez, en cambio, me produjo una rara tristeza. Es el tipo de cosas que Sigfredo Ariel y yo nos compartíamos a menudo. Entonces me puse a imaginar el comentario que hubiera hecho y tuve que sonreír.
La pongo aquí por si él halla alguna manera de acceder y logra verla. O a lo mejor fue él quien hizo que yo la encontrara anoche. “¡Cosa más grande, chico!”, diría cualquiera de los dos imitando al alcalde de San Nicolás del Peladero. 
Me gusta pensar que al menos esos juegos siguen siendo posibles.

14 agosto 2020

La noche de esta montaña

Apenas conozco la noche
de esta montaña.
Cuando las sombras
de la tarde apagan
el largo día
que hemos tenido,
bajamos a la cama
donde nos esperan
alguna vieja película
y el sueño
en el que envejecemos.

A veces los perros
me despiertan.
Entonces doy
la media vuelta
y me abrazo a ti.
Confío tanto en ellos
que ni siquiera
abro los ojos.
Todavía está oscuro
cuando me levanto,
pero todo eso
que hay
entre nosotros
y las luces del pueblo
es ya el amanecer.

Apenas conozco la noche
de esta montaña.
Pero siempre
que duermo a tu lado,
me la imagino.

El nudista

Hoy, a primera hora, me tocó ir al supermercado. Suelo ir a El Nacional de la 27 de Febrero. Está en el mismo edificio que la librería Cuesta (que siempre fue la mejor de Santo Domingo y ahora, prácticamente, es la única que queda). Como de costumbre, me fui hasta el parqueo más alejado. 
Tengo ese hábito. Así, creo, disminuyen las probabilidades de que alguien se estacione a mi lado y, al abrir sus puertas, golpee las de mi Jeep (no olviden que tengo el trastorno obsesivo compulsivo). Mientras caminaba hacia las puertas de entrada, noté algo raro. 
Cada persona con la que me cruzaba me miraba extrañada. Una señora vestida con una elegancia que no se correspondía con la hora de la mañana, se apartó de mi camino con un gesto casi de asco. Discretamente, deslicé el dedo índice por la ranura del pantalón, entre la tela y el zipper. 
No, tenía la portañuela cerrada. Con tantos ojos encima, la vergüenza me paralizó. Y, lo peor, seguía sin tener la más mínima idea de por qué todos me miraban con esas caras de desaprobación. Otra señora, igual de elegante que la anterior, pasó por mi lado diciendo que no con la cabeza.
—¡Increíble! —Escuché que dijo a pesar de llevar puesta una mascarilla…
¡La mascarilla! Aunque todavía no me encontraba tan lejos del Jeep y a pesar de que estaba corriendo, el trayecto se me hizo infinito. Para disimular mi falta, me llevé las dos manos a la boca, lo cual complicó aún más mi carrera. Ya en la librería, sentí que el corazón se me quería salir. Sudaba copiosamente.
Una muchacha, cuya voz me resultó familiar pero que no pude reconocer por la mascarilla, me pasó por el lado riéndose. “Es horrible —dijo con un tono de complicidad— A mí me ha pasado más de una vez. La gente te mira como si estuvieras desnudo”.
Para compensarme por el mal rato, me compré una antología de Edna St. Vicent Millay. Así nació mi liberación, como dice la poeta en uno de sus versos.

12 agosto 2020

Una aclaración necesaria sobre la Sputnik V

Ayer, después que Rusia anunciara que había logrado la primera vacuna contra el Covid-19, publiqué un comentario en El Fogonero. Hoy, sorprendido por la cantidad de cubanos que no entienden nuestra desconfianza con el fármaco y están dispuestos a prestarse de conejillos de indias, quiero hacer una aclaración.
La vacuna rusa no es mala, todavía no se sabe ni siquiera si es vacuna, porque no hicieron las pruebas que se exigen para ello. No lo digo yo, que de eso no sé nada, lo dicen la OMS (que ni siquiera la cuenta entre las seis inmunizaciones más avanzadas) y la comunidad científica internacional. 
La politización de la misma la hizo el propio Vladimir Putin, que la llamó Sputnik V y de la manera más salvaje (e irresponsable) se saltó todas las fases de los ensayos clínicos para hacer el anuncio. Vaya, es algo así como una Zafra de los Diez Millones inyectable.
¿Se entiende ahora o todavía?

11 agosto 2020

Mi pequeña compañía

Crecí en una sociedad donde querer tener algo propio y desear el éxito individual te convierte en una lacra. La dictadura instaurada por Fidel Castro en Cuba, hostiga a los que trabajan por cuenta propia, persigue a los que buscan el bien de su familia, penaliza a los que se benefician de su esfuerzo.
A mí me costó mucho entender que podía tener una empresa propia y, aún más, convertirme en el dueño de mi tiempo y en mi propio jefe. Fui empleado en dos periódicos, un centro cultural y una agencia internacional de relaciones públicas. El contenido siempre fue mi herramienta de trabajo.
Por la naturaleza de lo que hacía, muchos amigos me aconsejaban que me independizara. Pero un raro miedo siempre acababa venciéndome. Gracias a Luis Concepción, uno de los más grandes profesionales de las comunicaciones y las relaciones públicas en República Dominicana, di el salto al vacío.
Luis, además de enseñarme, exigirme y aconsejarme constantemente, fue muy paciente con el "camilocubano" y su colección de pequeños traumas. Nunca podré agradecerle lo suficiente. Luego, llegó Diana y decidimos compartir un mismo proyecto de vida. Así nació mi pequeña compañía de producción de contenidos.
Gracias a la Cucha, mi socia en El Fogonero (tiene el 50% de las acciones), vivo la vida que he imaginado (como me recomendó Thoreau) y contribuyo al bienestar de los que trabajan con nosotros. Por eso nos alegramos con cada progreso de Caro, Alito y Maribel.
Hoy, mientras imprimía unas facturas, me puse a mirar las carpetas de El Fogonero. A veces me cuesta trabajo reconocer que todo ese trabajo lo he podido hacer solo. Me educaron para denigrar a los que desean tener algo propio, a los que trabajan y producen más.

Prefiero la mascarilla a la vacuna rusa

Cada vez que visito por primera vez a un estomatólogo, me hace la misma pregunta: “¿Usted fuma o fumó alguna vez?”. Cuando le respondo que nunca en mi vida lo hecho, fija bien la vista en mis dientes manchados de amarillo. Entonces tengo que repetir una pequeña historia.
Cuando era niño padecía de la garganta y me recetaron unos antibióticos soviéticos. Fui un niño cubano, añado. Esas manchas se deben a unas pastillas amarillas que, además, me producían unas náuseas terribles. Luego llegaron antibióticos búlgaros, no tan abrasivos, pero al menos en mi caso ya era tarde.
Esta mañana leí un post donde Jorge Ferrer, medio en broma, medio en serio, se refiere a la vacuna rusa contra el coronavirus. “Es una acción de guerra, de guerra informativa y económica, y difícilmente algo más que eso. No ha pasado las fases de tests mínimamente requeridas”, comenta.
Con una clara intención propagandística, como advierte Ferrer, la han llamado Sputnik V. El populismo del siglo XX nos ha llevado de regreso a la Guerra Fría y a la lucha por conquistar el espacio (ahora reducida a un virus). Poco después di con un comentario parecido de Mabel Cuesta.
Esta vez, además de poner la misma cara de “me divierte” que le puse a Ferrer, me animé a hacer un comentario: “Prefiero seguir con mascarilla hasta que la vacuna de Oxford esté disponible. A mí no hay quien me ponga ni la china (capaz de que me convierta en un Huawei) ni la rusa”.
Acabo de llegar de hacer, junto a Diana, nuestra caminata diaria de 6 kilómetros. Es agobiante hacer todo ese trayecto con los lentes de sol nublados y la nariz cubierta. Pero lo prefiero a convertirme otra vez en un conejillo de indias de Moscú, que es lo que acabarán siendo los cubanos que fuercen a inyectarse. Hace 20 años que mi televisor no es ruso. 
Ya tengo Santa Claus y árbol de Navidad, no quiero que nada me vuelva hacer extraño.

10 agosto 2020

Mi geografía dominicana

La autopista Duarte, que va de Santo Domingo a Santiago de los Caballeros, es el trayecto que más veces he repetido en mi vida. La he recorrido más que la carretera del Paradero de Camarones a Cienfuegos o la de Manicaragua a Cumanayagua. Ya son 20 años. Nunca viví tanto en un mismo lugar.
A diferencia de la inmensa mayoría de las carreteras cubanas, donde los paisajes se repiten como si alguien fuera copiándolos y pegándolos delante de uno, la autopista Duarte, en unos 160 kilómetros, alcanza tres valles, supera dos pasos montañosos y salva uno de los grandes ríos de La Española.
Cuando supe que el camino del exilio me traería a este país, me leí su historia en un libro de Frank Moya Pons. Entonces el historiador era ministro de Medio Ambiente y había hecho producir un enorme mapa a relieve de la geografía dominicana. En la redacción de El Caribe había uno, en él aprendí lo básico.
La semana pasada me leí de una sentada otro libro de Moya Pons, Geografía histórica dominicana (La Trinitaria, 2019), donde se recopilan publicaciones suyas en la prensa. Muchos de esos textos me han servido para seguir profundizando en mi geografía dominicana.
Entre nuestro apartamento en Santo Domingo y Quintas del Bosque, donde está la Loma de Thoreau, hay 150 kilómetros. Hacemos el recorrido en poco más de dos horas. Pasamos por los valles de Villa Altagracia, Bonao y el Cibao. Bordeamos la sierra de Yamasá y subimos por la Cordillera Central hasta el valle de Jarabacoa.
Cruzamos los ríos Haina, Maimón, Yuboa, Sonador, Yuna, Jima, Jayaco, Camú y Jimenoa, justo en su confluencia con el Yaque del Norte. Ya en la Loma, alcanzo a ver al pico Diego de Ocampo (el más alto de la Cordillera Septentrional) y las luces de Santiago, una ciudad a la que le debo demasiado.
Por esos trayectos y esas pertenencias, no leí el libro de Frank Moya Pons sino que lo recorrí. En él también se narra mi geografía dominicana. Se señalan nombres que ya me son tan familiares como Escambray, Barajagua, Hanabanilla, Damují, Arimao…

09 agosto 2020

Ofrenda

De niño padecí de la garganta. Cada vez que me daban aquellas fiebres tan altas, mi abuela me llevaba en la primera guagua al policlínico de San Fernando de Camarones. Gracias a ese padecimiento y a aquella destartalada Canberra, conocí el frío de la madrugada y el silencio de los cementerios.
Después que la enfermera me ponía unas dolorosísimas inyecciones, caminaba con Atlántida hasta el final del Prado. Ella compraba flores para sus muertos, en un vivero que estaba al lado del cementerio, y visitaba a los difuntos de la familia. Junto a las tumbas, decía en voz muy baja cosas que nunca entendí.
Ya de mayor, acompañé varias veces a mi madre al cementerio Tomás Acea de Cienfuegos. Allí, en el panteón de los Odd Fellows, están enterrados Aurelio y Atlántida. Me sentía ridículo dentro de aquella guagua de la ruta 3, junto a una mujer llorosa y un enorme ramo de flores.
Después de estar un largo rato delante de la pequeña placa de granito con los nombres de mis abuelos, Lérida decía en voz muy baja cosas que nunca entendí. A veces, sin proponérmelo, acabo en Puertas del Cielo, el cementerio de Santo Domingo donde están las cenizas de mi madre.
No suelo planificarlo, tampoco lo hago en fechas determinadas. Solo le sigo la corriente a una rara necesidad. Antes paso por un hermoso ramo de flores. En el camino, aunque sea al mediodía o en la tarde, recuerdo el frío de la madrugada. Una vez allí, aun cuando lloro, me siento feliz.
A veces hablo en voz muy baja. Digo cosas que nadie entendería.

El reloj de Hormiguero

“Lo que me queda por vivir es sólo el tiempo”,
Alberto Vera

Hace poco un amigo comentaba en Facebook las jerigonzas con las que se comunica la dictadura de Cuba. Imposibilitada de llamar a las cosas por su nombre, tanto en la prensa como en las redes sociales se la pasa haciendo malabares con eufemismos, consignas, medias verdades y francas mentiras.
“No entiendo lo que dicen”, afirmó. A mí me pasa algo más grave aún, le comenté. Ya no reconozco la Cuba actual. Es como si se tratara de un sitio en el que nunca he estado. No veo en el presente de ese lugar señales que identifique (y me identifiquen). El territorio y la cultura a la que pertenezco, quedan en el pasado. 
Justo encima de esa publicación, otro amigo publicó una foto del reloj de Hormiguero (un central azucarero que luego se llamó Espartaco y que hoy no existe). El paisaje está vacío, la industria que produjo la riqueza y la identidad del lugar, se esfumó del paisaje. Alguien que no conozca su historia, no podría explicarse ese carillón en medio de la nada.
Esas agujas, ahora paradas, también marcaban la vida de muchas familias en el Paradero de Camarones, que generación tras generación hicieron zafra allí. No queda la más mínima huella de la industria ni de su ferrocarril. No entiendo nada en un paisaje que me sabía de memoria. Lo mismo me ocurre con Cuba. 
Allí adentro, aunque son cada vez menos, todavía quedan cubanos que admiro y quiero. Aún podría llegar a La Habana, Cienfuegos o el Paradero de Camarones y abrazar a gente que han sido muy importantes para mí. Pero estaríamos en una geografía que ni se parece al lugar donde nos hicimos entrañables.
Respecto a Cuba, como el reloj de Hormiguero, ya estoy detenido en el tiempo. Todo lo que me queda por vivir en el lugar de donde soy, está en el pasado.

08 agosto 2020

El coleccionista

Nunca pude tener mi propia colección de sellos. La estación de ferrocarril del Paradero de Camarones quedaba demasiado lejos de las filatelias, aquellas pequeñas tiendas donde los coleccionistas adquirían, además de las estampillas, álbumes, lupas y todo lo necesario para su pasatiempo.
Pero cuando iba a La Habana, a casa de mis tías Sixta y Ramona, me pasaba horas viendo los sellos de mi primo Lazarito. Aquella colección, meticulosamente organizada, me servían para apreciar en colores la historia y la cultura de un país que se hacía cada vez más gris.
Muchas series se me quedaron grabadas con un nivel de detalles increíbles. Gracias a ellas, me aprendí los nombres científicos de árboles y aves. Algo que me ha sido muy útil en la Loma de Thoreau (donde la naturaleza es muy parecida a la del Escambray).
Ya grande, cuando estudiaba en la Escuela de Arte de Cubanacán, siempre que iba a visitar a mis tías le pedía a mi primo que sacara la colección de sellos. Con la ayuda de una lupa, exploraba aquellas pequeñas imágenes. Las series de los años sesenta me conmovían. Aquel país me resultaba irreconocible.
En 2011, cuando volví a Cuba por primera vez, el encuentro con Lazarito fue muy emotivo. Ya no estaban mis tías. Al abrazarnos, lloramos por todo lo que nos faltaba. Sin que tuviera que pedírselo, él me buscó su colección de sellos. Página a página, repetí la rutina que siempre hice.
La última vez que Marianela Boán fue a Cuba, trajo un paquete que me enviaban de La Habana. “Cami: Recibe este álbum con mucho cariño de tu primo Lachy. 15/11/ 2019”. Con una lupa, me puse a repasar de inmediato todas aquellas imágenes que con tanto cuidado aún guardaba en mi memoria.
Nunca pude tener mi propia colección de sellos, pero tengo un primo capaz de hacerle regalos al niño que fui aun a punto de hacerse viejo. Muchos de los sellos que recibí, escaneados y ampliados, adornan ahora las cabañas de la Loma de Thoreau. Vivo rodeado, literalmente, de algunos de mis mejores recuerdos.
El reencuentro con mi primo Lazarito en 2011.

07 agosto 2020

Vivir en las nubes

La primera en darse cuenta fue Yayita, una de mis maestras más queridas en la escuela rural del Paradero de Camarones. “Él saca muy buenas notas, es obediente y participa en clases —dijo un día que mi abuela Atlántida me recordó por el resto de su vida—, pero a veces parece que vive en las nubes”.
Durante el paso de la tormenta Isaías por el territorio dominicano, recordé aquel comentario que me persiguió por años y que mi abuela me decía en un raro tono. Nunca supe si era un cumplido o un regaño. Cada vez que me distraía, me repetía lo mismo: “Recuerda lo que dijo una vez tu maestra Yayita”.
La Loma de Thoreau está en un bosque nublado, a 937 metros sobre el nivel del mar. A esa altura, en las montañas de la Cordillera Central que dan la cara a barlovento, el aire caliente y húmedo que traen los vientos alisios del océano se precipita y llena de agua al bosque.
Durante las lluvias de Isaías las nubes entraron, literalmente, a nuestra cabaña. Hubo un momento en que el teclado de la MacBook se llenó de pequeñas gotas y me vi forzado a parar de trabajar. Desde el valle de Jarabacoa se puede apreciar claramente el punto donde empieza la neblina. Ahí adentro estamos nosotros.
De niño, vivía en las nubes cuando me “escapaba” por las persianas del aula y Yayita se daba cuenta de que estaba totalmente abstraído. Me regañaba de una manera que todos se reían de mí (eran otros tiempos y no éramos tan ñoños, ese tipo de burlas no eran consideradas bullyng).
De viejo, vivir en las nubes es abrir las puertas de la terraza y dejar que las nubes de la Cordillera entren como si estuviera en su casa. Cada vez que esa masa blanca e impenetrable llega, me produce una rara alegría. Bob Dylan nos pide en una canción que cuidemos bien a los recuerdos porque no volveremos a vivirlos.
A eso me ayuda la neblina.

05 agosto 2020

El héroe que fracasaba todos los días

Vi y leí muchos toques de queda, en películas, novelas y noticias de épocas y países que siempre quedaban suficientemente lejos. Sabía muy bien en qué consistía, pero nunca lo había experimentado. Hasta que un virus se escapó de la remota Wuhan y contagió al mundo.
En los primeros días del confinamiento, siguiendo mi instinto de sobreviviente cubano, acaparé irracionalmente. Todavía nos quedan latas y botellas. Le temí tanto a la idea de volver a verme encerrado en un Periodo Especial, que almacené todo lo necesario para resistir meses sin salir a la calle.
Durante esas semanas, Diana participaba en la toma de control de una empresa y tenía que salir todos los días de casa. Se disfrazaba como un cosmonauta y, cuando regresaba, llevábamos a cabo un estricto protocolo de desinfección. Era muy estresante, pero generaba una rutina que acabamos disfrutando.
En las tardes, cuando las sirenas le advertían a Santo Domingo que ya no podía salir a la calle, subíamos a la terraza a mirar el atardecer. Muchos a esa hora hacían lo mismo. Algunos llegamos a trabar una lejana amistad. Todavía no nos conocemos, pero nos saludábamos con una enorme alegría cada tarde.
De todos los personajes que conocí por aquellos días, el que más me impresionó fue un joven que vive justo al lado. Aunque su edificio está flanqueado por altas torres, él se empeñó en empinar una chichigua (pequeño papalote dominicano). Estaba ahí hasta que oscurecía, con el brazo en alto y tirando del hilo.
Nunca logró que se elevara y se uniera a la multitud de chichiguas que tomaron el cielo de la ciudad por aquellos días. No le llegó ni un solo golpe de viento. Pero tampoco se rindió. Se mantuvo con el brazo en alto, tirando del hilo y dando pequeñas carreras hasta el mismo borde del edificio.
Después de nuestra propia experiencia, de todo lo que vivimos en aquellas semanas de total confinamiento, del enorme miedo y de las pequeñas alegrías, recuerdo con especial orgullo al héroe que fracasaba todos los días. No sé quién es, pero lo admiro profundamente.

03 agosto 2020

Tarde de siembra

De viejo, hay dos lugares que visito con la misma euforia y la misma capacidad de asombro que de niño iba a comprar juguetes: las ferreterías y los viveros. He llegado a pasarme horas y horas deambulado por Home Depot, donde esos dos mundos se conjugan. Diana ha tenido que sacarme a la fuerza.
Nunca habíamos estado tanto tiempo seguido en la Loma. Además de enfrentarnos a Isaías (cuando aún era una tormenta tropical), hemos podido dedicarnos al cuidado de los jardines y los frutales. Hoy fui al Puerto del Tarro (donde Leocadia, el mejor vivero de Jarabacoa). 
Salí con dos anones (ya paridos, ¡increíble!), un mamey (de injerto, en dos años estamos haciendo batido), una guanábana (idem) y seis mandarinas (que sembraremos en el espacio que dejaron unos pinos endebles). También compré dos sacos de humus. 
Con la humedad que tiene la tierra después del paso de la tormenta, esas matas sentirán que han llegado al paraíso. Hoy tendremos una tarde de siembra en la Loma de Thoreau (¿oíste, Renay Chinea?). Les buscaremos el lugar exacto, algo que me fascina, porque me permite poner en práctica todo lo que aprendí de los guajiros del Paradero de Camarones.
Lilian Carrasco de Cury, una dominicana que conoce demasiado a Cuba, se alegró de que me estuviera preparando para pagar “el adeudado batido de mamey”. En verdad me estoy preparando para algo mucho más importante que eso, le respondí.
Y es cierto. Como Diana y yo ya hemos dado a Cuba por perdida, nos preparamos para envejecer en el Cibao. Aquí comeremos y compartiremos los frutos que hemos ido sembrando en él. Máximo Gómez soñó lo mismo que nosotros, pero un grupo de vegueros cubanos le quedó mal y no pudo lograrlo.
No vamos a correr los riesgos que él corrió. Solo contamos con nosotros mismos y con la luz del Cibao. No existe otra más fértil.

02 agosto 2020

Murió el stalker de las antiguas damas del Vedado

Involuntariamente, se ha armado un dossier sobre Eusebio Leal en El Fogonero. Primero publiqué un texto donde enlazaba varios tweets que había escrito a propósito de su muerte. Hoy, a primera hora, no pude evitar referirme a las sábanas blancas (y percudidas) que desplegaron sobre las ruinas de La Habana. 
Y ahora, Joel Cano me hizo llegar este texto que, sin que nos lo propusiéramos, completa los míos, los fundamenta. Lamento que algunos amigos se sintieran ofendidos con estas opiniones (quien busque en este blog, encontrará que siempre he pensado lo mismo sobre el historiador de La Habana y su labor).
Ayer, a Joel, a mí y a todos los que se expresaron como nosotros, nos compararon con aves de rapiña. Decía Antístenes que vale más caer entre las patas de los buitres que entre las manos de los aduladores, “porque aquellos sólo causan daños a los difuntos y éstos devoran a los vivos”.

 


Por Joel Cano


Murió el stalker de las antiguas damas del Vedado y de todas aquellas que todavía conservaban una mansión, una lámpara valiosa, unos muebles auténticamente elegantes. La gente se ha puesto poética. La gente se ha puesto fina... Los cubanos siempre asombrosos a la hora de la hipocresía, o del sincero sufrimiento. Siempre nos pasamos, ¡hasta en la sinceridad! 

Y mi asombro también es auténtico, porque de veras me asombra esa ola de dolor ante la partida del leal Eusebio. Todo el mundo tiene un verso y una lágrima para el finado. ¡La gente ha sacado sábanas a las ventanas! De repente me asalta la esperanza: la gente todavía tiene sábanas, sábanas blancas, y ventanas, y hasta balcones donde colgarlas. 

Hay una fuerte necesidad de ídolos. Hay una imperiosa necesidad de mitos. Los cubanos necesitan empatía con alguien que los guíe aunque sea a un derrumbe. Leal Eusebio fue, no tanto a La Habana como hizo creer a golpes de discursos gangosos y de adjetivaciones desmesuradas, sino a aquellos mismos que la destruyeron con metodológica saña. 

Hizo de su misión de rescate una telenovela que como toda telenovela era una ficción demoledora que los espectadores por supuesto creyeron mucho más que el propio protagonista. El pueblo cubano aprendió con él sobre la historia de la capital y también del país, pero todo eso no deja de ser una fábula. 

Leal es un personaje trágico que sirvió con su cultura, su acción, y su quizás sincero amor por La Habana, a completar el robo con fuerza comenzado por Fidel Castro en 1959. Fue una cortina de humo tras la cual desaparecieron de la capital más obras de arte de las que fueron restauradas, y de las restauraciones no nos detengamos a hablar puesto que no soportan el menor de los análisis técnicos. 

Es un método común en los gobiernos totalitarios: destruir tanto que luego cuando reconstruyen como un decorado de cartón una ínfima parte de lo que ellos mismos echaron abajo, el pueblo aplaude. Para eso sirvió leal Eusebio, para que lo que no pudo ser robado en el 59 lo pudiera ser luego con normas de urbanismo, con inventos legales para arrebatar propiedades, objetos de valor... para convertir casas familiares en oficinas estatales, en locales siempre al servicio de la élite comunista. 

Contribuyó, a pesar suyo tal vez, al imperio del mal gusto que hoy domina la vida cubana. En nombre de restauraciones, en nombre de la historia, en nombre de una idea falsamente social la empresa de apoderamiento de Fidel Castro tuvo en este hombre un lacayo útil. 

Así como Alejo Carpentier se complacía en hablar de una ciudad llena de columnas que ya no existían evitando con una amnesia ejemplar la crítica al amo que lo alimentaba, así también leal Eusebio acomodó sus convicciones y vendió el alma al diablo. 

Su legado está ahí: La Habana es patrimonio de la humanidad a pesar de ser una ruina pésele a quien le pese. Una ruina, no otra cosa, con la belleza armoniosa de las ruinas en las que el moho dibuja complicados arabescos y hasta los árboles se atreven a crecer sin vergüenza en lo alto de ciertos edificios. Ya ven, también me puedo poner poético... que no se diga. 

Yo no he hecho nada por La Habana que no sea andarla como cualquier otro cubano, que no sea haber sufrido la inclemencia de su sol, de su mal transporte, de su mala comida, de su desprecio por el recién llegado. También amé, condenado a los amores vagabundos de una ciudad sin cobijo para su juventud, fui a cines destartalados, a parques agrietados, a escaleras detenidas en el vacío...

No hice otra cosa que teatro en salas arrebatadas a sus dueños, poesías en medio de albergues repletos de sudor. He padecido esa Habana que no abre los brazos a casi nadie que no venda su alma al diablo como Eusebio, La Habana de Leal y la de Fidel Castro en la que nadie puede acceder normalmente a la propiedad. 

Dormí en las calles de esa Habana inhóspita en la que los provincianos obtienen un techo denunciando a sus semejantes, lamiendo las botas a dirigentes incultos, haciendo negocios ilegales, casándose con personas que no aman, prostituyéndose, cuidando a viejos de mal carácter en espera de una muerte hipotética que les dé paso al título de propiedad. 

De todas maneras, nadie me hubiera dejado hacer algo por La Habana, o por Cuba. Ambas forman parte del Monopoly del partido comunista y de los militares. ¿Dónde han ido los millones de la UNESCO que hubieran traído de vuelta el brillo a La Habana? 

Búsquenlos en los viajes maravillosos que las familias de nuestros dirigentes hacen por el mundo mientras el pueblo espera en una cola interminable de más de sesenta años un muslo de pollo, un puñado de arroz, una gota de aceite... 

Búsquenlos en las mansiones de los dirigentes del partido comunista, en la vulgar y ostentosa imagen de las casas de visita de ese mismo partido en cada ciudad de la isla, búsquenla en los hoteles construidos para ser administrados por generales... 

Búsquenlos en todo aquello que no tenga que ver con el pueblo cubano. No siento que se haya perdido tanto como dicen. Se ha perdido un hombre, siempre sustituible. Otro ardid de los regímenes totalitarios es hacernos creer que no seremos nada si muere aquel que nos gobierna. La Habana no es Eusebio Leal, Cuba no es Fidel Castro. 

Lo que sí se ha perdido es la vergüenza, lo que sí se ha perdido es la Historia, lo que ya no existe es la cultura de polemizar, de poner las cosas en relieve, de utilizar las palabras para dibujar nuestra inteligencia. El amor de ciertos altos oficiales nazis ayudó a salvar París del plan de destrucción total de Hitler, eran alemanes, eran parte de un sistema criminal, pero la belleza de una ciudad pudo más que ciertas convicciones políticas.

Así veo al leal Eusebio, como la paradoja de un hombre aliado al mal convencido de que cualquier crimen es menor o justificable comparado con la desaparición de La Habana. Como si ese deseo puro de salvaguardar un tesoro limpiara su apoyo a un gobierno corrupto al punto de corromperse él mismo en la empresa. 

Esa capital de ensueños ya sólo perdura en nuestras poesías, en nuestras novelas, en las canciones, en las obras de teatro, en las fotos que desesperadamente quisieran levantarla del polvo a la que está condenada. He ahí la contradicción de un hombre que sin querer queriéndolo terminó devorado por aquellos de quienes siempre esperó clemencia para la empresa de su vida. 

Hoy la Habana es al fin libre y ha dejado de ser la finca privada de Eusebio. Hoy La Habana puede continuar su rumbo en paz, no viuda, no deudora, sino libre de ser como le dé su real gana, disfrazada de china, rusa, o mayamense. Las ciudades nos ven pasar, llenos de ambiciones, de planes para ellas, y supongo que alzan los hombros y se sacuden esos caprichos humanos y luego continúan a su ritmo mudando de piel. 

Habrá otros con el mismo amor y hasta un amor más puro por La Habana que seguirán sufriendo el martirio de quererla y de regresarla a esa imagen paradisíaca que cada cubano atesora en su memoria.

Cuando recojan las sábanas blancas

El miércoles 2 de abril de 2003, Lorenzo Enrique Copello, Bárbaro Leodán Sevilla García y Jorge Luis Martínez Isaac, junto a otras 7 personas, abordaron la lancha Baraguá (hasta el azar se ha envilecido en Cuba) para cruzar la bahía de La Habana. Pero su verdadera intención era hacer una travesía mucho más larga.
30 millas mar afuera, la lancha se quedó sin combustible y fue remolcada hasta la bahía del Mariel (la dictadura siempre ventila sus trapos sucios lejos de la vista de todos). Finalmente, aquellos muchachos que solo querían ser hombres libres y que ni siquiera habían herido a nadie durante el secuestro, fueron apresados.
Sobre los otros siete cayeron condenas que fueron desde la cadena perpetua hasta dos años de prisión. A Lorenzo, Bárbaro y Jorge Luis los condenaron a muerte. En horas, antes de que se presentara la apelación, fueron fusilados.
Ese día, todas las sábanas blancas que ondearon en los balcones y las ventanas de La Habana lo hicieron como de costumbre. No hay otro lugar donde secarlas. Google localiza de inmediato a los que repudiaron el crimen. También encuentra de una vez a los que lo apoyaron.
Eusebio Leal estuvo entre los últimos. Ser un privilegiado dentro de una dictadura tiene un precio muy alto y él, solícito, siempre lo pagó. Comparaba a Cuba con Cartago y a La Habana con Troya. Nunca se contuvo a la hora de adular a Fidel Castro, el responsable de la destrucción de la ciudad que él remendaba.
Cuando recojan las sábanas blancas que ahora le rinden homenaje, serán aún más intragables tanta palabrería, tanto maquillaje, tanto adorno pueril. Porque quedará al descubierto la verdadera Habana, esa sucesión de ruinas y podredumbre cada vez más difíciles de andar… y de respirar.
Quedará la mierda.

01 agosto 2020

Indultos

Los toros más bravos son indultados y convertidos en sementales para preservar la raza y la casta. El 19 de julio de 1982, en Madrid, el matador José Ortega Cano se enfrentó a Belador, de la ganadería de Victorino Martín. La faena fue entraordinaria. Hasta hoy, es el único toro indultado en la Plaza de Las Ventas. 
Cuando era niño, mi abuela Atlántida estuvo varios días en cama por una neumonía. Nadie recordaba haberla visto rendirse ante una enfermedad. Mercedita, una querida vecina, se alarmó tanto que me mandó a buscar. Cuando llegué a su casa tenía una enorme gallina negra amarrada por las patas.
“Háganle una sopa con ella a tu abuela”, me dijo. Talín, su esposo, que manejaba un camión de Acopio, me llenó un cubo con plátanos y papas (ese tipo de gestos era comunes en el Paradero de Camarones de entonces). Cuando me paré delante de Atlántida con el cubo y la gallina, dijo que no con la cabeza.
“Suéltala en el patio, vamos a cojerla para cría —ordenó—. Que tu abuelo mate a la jamaiquina”. 
A partir de entonces se llamó La Gallinita Negra, por un cuento fantástico de Antoni Pogorelski que yo tenía. No duró mucho, se la pasaba cruzando de nuestro patio al de Mercedita. Una tarde, cuando regresaba a casa, calculó mal la velocidad de un tren de carga y no llegó al otro lado de la línea.
Antes de ayer, al final de un largo día hacia un ciclón, nos hicimos un batido de mamey con leche Carnation. La fruta era tan grande y estaba tan deliciosa, que decidimos sembrar las semillas. Aunque no se trató de un indulto, el hecho implicó un homenaje muy parecido. 
Las semillas del mamey, como Belador y la Gallinita Negra, preservarán la raza y la casta.