No tuve tantos barberos, apenas seis en 53 años. El primero fue Bravito, quien también pelaba a mi padre en su Manicaragua. Me encaramaba sobre una tabla que ponía encima de los brazos del sillón y, en un abrir y cerrar de ojos, reducía mi incipiente cabellera a un escueto moñito que con las puntas paradas.
Luego, en el Paradero de Camarones, Castellanos se esmeraba en hacerme un pelado perfecto… perfecto si estuviéramos en los años 50. Pero para la década del 70 aquel corte (que replicaba el de mi abuelo) era un desastroso anacronismo. Luego me fui a La Habana a estudiar teatro y me dejé crecer el pelo.
No volví a ir al barbero hasta que llegué a República Dominicana. Primero, de la mano de Freddy Ginebra, fui al Chino. Aquella barbería de Plaza Naco olía como las de Manicaragua y el Paradero de Camarones. Luego Diana me llevó donde Massimo, su peluquero italiano.
Por último, iba donde José Antonio, un aragonés que además de ser un excelente barbero es un gran conversador. Pero, con la llegada de la pandemia y la imposición del distanciamiento social, tuve que comprarme mi propia maquinita. Así fue que conocí a mi barbera preferida.
Cada vez me gusta más poner mi cabeza en sus manos. Lo disfruto tanto, que he decidido que Diana Sarlabous sea quien me pele en lo que me quede por vivir. Espero que, como pide Calamaro en una de sus más hermosas canciones, eso sea mucho tiempo.
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