Los dominicanos sienten la misma fascinación por las tormentas tropicales que los cubanos. Aunque les temen y saben que pueden llegar a ser terriblemente destructivas, disfrutan con una rara morbosidad, tanto la espera como las horas de embates.
A diferencia de los cubanos, cuya vida cotidiana es cada vez más angustiosa y difícil de llevar, incluso para los dominicanos más humildes los días de ciclones se convierten en una fiesta. La tormenta aún no ha llegado a Puerto Rico y en cada casa dominicana ya hierve el agua para un sancocho.
Carne de res, chivo, cerdo y pollo. Costillas ahumadas, longaniza y huesos de jamón. Ñame, auyama (calabaza), yautía (malanga), maíz, yuca y plátanos. Ajo, cilantro y orégano. En una cabaña cerca de la nuestra hay una familia alquilada. En una de mis rondas con los perros, escuché (¡y olí!) los preparativos.
Como Diana y yo estamos solos (María se preparó su propio almuerzo con el pan que quedó del desayuno), elegimos algo más simple. Abrimos dos latas de lentejas y las hicimos a la riojana. Tomate, cebolla y zanahoria. Chorizos y panceta. Pimentón de la Vera, laurel y aceite de oliva.
He probado el Brugal Extra Viejo en las más disímiles circunstancias y puedo asegurarles que en los días de lluvia alcanza, como diría Lezama, su definición mejor. Diana eligió un vino de la Rioja. A todo eso le sumamos el piano de Gonzalo Rubalcaba. Dormimos una larga siesta.
Cuando nos despertamos aún llovía a cántaros. “¿Qué haremos de cena?”, pregunté con la convicción de que no iba a escampar.
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