La primera en darse cuenta fue Yayita, una de mis maestras más queridas en la escuela rural del Paradero de Camarones. “Él saca muy buenas notas, es obediente y participa en clases —dijo un día que mi abuela Atlántida me recordó por el resto de su vida—, pero a veces parece que vive en las nubes”.
Durante el paso de la tormenta Isaías por el territorio dominicano, recordé aquel comentario que me persiguió por años y que mi abuela me decía en un raro tono. Nunca supe si era un cumplido o un regaño. Cada vez que me distraía, me repetía lo mismo: “Recuerda lo que dijo una vez tu maestra Yayita”.
La Loma de Thoreau está en un bosque nublado, a 937 metros sobre el nivel del mar. A esa altura, en las montañas de la Cordillera Central que dan la cara a barlovento, el aire caliente y húmedo que traen los vientos alisios del océano se precipita y llena de agua al bosque.
Durante las lluvias de Isaías las nubes entraron, literalmente, a nuestra cabaña. Hubo un momento en que el teclado de la MacBook se llenó de pequeñas gotas y me vi forzado a parar de trabajar. Desde el valle de Jarabacoa se puede apreciar claramente el punto donde empieza la neblina. Ahí adentro estamos nosotros.
De niño, vivía en las nubes cuando me “escapaba” por las persianas del aula y Yayita se daba cuenta de que estaba totalmente abstraído. Me regañaba de una manera que todos se reían de mí (eran otros tiempos y no éramos tan ñoños, ese tipo de burlas no eran consideradas bullyng).
De viejo, vivir en las nubes es abrir las puertas de la terraza y dejar que las nubes de la Cordillera entren como si estuviera en su casa. Cada vez que esa masa blanca e impenetrable llega, me produce una rara alegría. Bob Dylan nos pide en una canción que cuidemos bien a los recuerdos porque no volveremos a vivirlos.
A eso me ayuda la neblina.
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