Jack y Buck, nuestros perros, nunca salen de la Loma de Thoreau. Cercamos toda la propiedad para que pudieran estar sueltos todo el tiempo. Tienen un espacio enorme para ellos solos. Guardianes al fin, se pasan toda la noche haciendo rondas y aprovechan el día para dormir (sobre todo en las horas de más calor).
La semana pasada nos despertó una terrible pelea. El jardinero de un vecino había estado podando y acumuló todas las ramas contra la cerca. Dos golden retriever (la noche estaba clara y alcancé a distinguirlos), aprovecharon para saltar del otro lado y verse cara a cara con nuestros labradores.
Afortunadamente, eran los perros de Mario Dávalos. Me conocen tan bien, que detuvieron la pelea para ir a saludarme. Lula, la hembra, se tiró en la hierba y me ofreció su barriga para que la acariciara. Al final se empecinaron en salir por donde habían entrado, lo cual les resultaba imposible.
Tuve que cargarlos y ayudarlos a volver del otro lado. Vi cómo corría de regreso a su casa y me sentí aliviado. Si hubieran sido perros que no me conocen, pensé, pude haber salido con una mordida. Entonces mi cara se enredó en una tela de araña. Mientras trataba de quitármela, sentí una fuerte punzada.
Cuando volví a la cama había perdido el sueño. Abrí un libro de Horacio Quiroga que siempre tengo en la mesita de noche. Para ponerme a tono con las circunstancias, releí “A la deriva”. “Los dolores fulgurantes (tanto del pie del personaje como del brazo mío) se sucedían en continuos relampagueos”.
Amanecí con todo el antebrazo derecho hinchado. Me libré de los colmillos de cuatro perros que peleaban, pero no pude escapar de una pequeña araña que se vengó de mí por la destrucción de su tela. De todo eso estaría a salvo en el apartamento de Santo Domingo, donde no suben ni los mosquitos. Pero no tendría nada que contar y prefiero vivir para eso.
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