Cuando volví al andén de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones, después de 10 años, lo primero que hice fue quitarme los zapatos. En cuanto sentí el calor de aquella superficie que mis pies aún conocían de memoria, supe que de verdad había vuelto.
He leído que caminar sin zapatos por la hierba, además de conectarnos con la energía de la naturaleza, nos permite restablecer el equilibro y la agilidad, fortalece los músculos de los pies, piernas y caderas, previene infecciones y favorece la circulación sanguínea.
Aunque todo eso sea muy positivo, en mi caso se trata de un placer mucho más básico. Andar descalzo me conecta con el niño que fui, aquel al que su abuela le peleaba porque, si seguía así, de viejo iba a tener chalanas en lugar de pies. Usaba zapatos ortopédicos, caminar sin ellos me liberaba de un suplicio.
Afortunadamente, Diana es también guajira y disfruta tanto como yo sentir la hierba bajo sus pies. Ayer hicimos un largo recorrido sin zapatos por la Loma. Corrí, pisé piedras, agarré piñas de los pinos con los dedos de los pies y, manteniendo el equilibrio con una sola pierna, me las llevé a las manos.
Son cosas muy simples, pero para un señor mayor con una espina dorsal deshecha, son pequeños actos de heroicidad. He visto, con pavor, que los muchachos de hoy se hacen hasta la pedicure. Vengo de otra época. Siempre aspiré a tener las plantas de los pies duras como cascos.
Así las piedras de la línea del tren no me dolían cuando tenía que saltar sobre ellas para atrapar una pelota. He perdido muchas habilidades. Ya me cuesta mucho trabajo, por ejemplo, llegar a roletazos y elevados que antes atrapaba con facilidad. Pero andar descalzo me hace sentir menos viejo.
Sentir la hierba bajo mis pies me cura de mí mismo. Me hace olvidar por un rato que mis chalanas, como yo, tienen ya 53 años.
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