La autopista Duarte, que va de Santo Domingo a Santiago de los Caballeros, es el trayecto que más veces he repetido en mi vida. La he recorrido más que la carretera del Paradero de Camarones a Cienfuegos o la de Manicaragua a Cumanayagua. Ya son 20 años. Nunca viví tanto en un mismo lugar.
A diferencia de la inmensa mayoría de las carreteras cubanas, donde los paisajes se repiten como si alguien fuera copiándolos y pegándolos delante de uno, la autopista Duarte, en unos 160 kilómetros, alcanza tres valles, supera dos pasos montañosos y salva uno de los grandes ríos de La Española.
Cuando supe que el camino del exilio me traería a este país, me leí su historia en un libro de Frank Moya Pons. Entonces el historiador era ministro de Medio Ambiente y había hecho producir un enorme mapa a relieve de la geografía dominicana. En la redacción de El Caribe había uno, en él aprendí lo básico.
La semana pasada me leí de una sentada otro libro de Moya Pons, Geografía histórica dominicana (La Trinitaria, 2019), donde se recopilan publicaciones suyas en la prensa. Muchos de esos textos me han servido para seguir profundizando en mi geografía dominicana.
Entre nuestro apartamento en Santo Domingo y Quintas del Bosque, donde está la Loma de Thoreau, hay 150 kilómetros. Hacemos el recorrido en poco más de dos horas. Pasamos por los valles de Villa Altagracia, Bonao y el Cibao. Bordeamos la sierra de Yamasá y subimos por la Cordillera Central hasta el valle de Jarabacoa.
Cruzamos los ríos Haina, Maimón, Yuboa, Sonador, Yuna, Jima, Jayaco, Camú y Jimenoa, justo en su confluencia con el Yaque del Norte. Ya en la Loma, alcanzo a ver al pico Diego de Ocampo (el más alto de la Cordillera Septentrional) y las luces de Santiago, una ciudad a la que le debo demasiado.
Por esos trayectos y esas pertenencias, no leí el libro de Frank Moya Pons sino que lo recorrí. En él también se narra mi geografía dominicana. Se señalan nombres que ya me son tan familiares como Escambray, Barajagua, Hanabanilla, Damují, Arimao…
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