Le debo mi fascinación por la naturaleza a tres hombres. Al primero lo conocí por un libro que me regaló mi madre. Me aprendí de memoria párrafos enteros de sus Cartas desde la selva. Por la manera en que estaban encabezadas aquellas misivas, llegué a sentirme uno de sus destinatarios.
“¡Cacería del zorrino, chiquitos! Uno de los animales salvajes más bonitos de la Argentina y Uruguay, es un pequeño zorro de color negro sedoso, con una ancha franja plateada que le corre a lo largo del lomo”. Cité de memoria, pero apuesto que así mismo aparece en el libro de Horacio Quiroga publicado en Cuba en 1974.
Luego, junto Jack London, me fui hasta el otro extremo del mundo, a los hielos de Alaska, donde afiné mis oídos al llamado de lo salvaje y comprendí lo que había de Buck en cada uno de mis perros. Ahora, de viejo, tengo dos labradores, Jack y Buck. Sus nombres son un homenaje a mí mismo.
La labor que empezaron Quiroga y London la acabó Félix Rodríguez de la Fuente. En Cuba, durante mi infancia, solían retrasmitir una y otra vez los capítulos de El hombre y la tierra. La voz de Félix, apasionada, metafórica y exageradamente convincente, acabó de convertirme en un feligrés de la naturaleza.
Desde lo alto de cabaña, Diana logró distinguir a una rana que huía de una culebra. Bajé corriendo, sin tiempo a ponerme los zapatos, y me acosté en la hierba. Con el iPhone, tratando de no inmiscuirse en aquella batalla por la subsistencia, hice todas las fotos que pude.
Cuando volvía a la cabaña, hice un alto para sacarme una espina de un pie. Esto no se lo puedo confesar a nadie, porque haría el ridículo, pero en ese momento me sentí Horacio Quiroga, Jack London y Félix Rodríguez de la Fuente. Los tambores de El hombre y la tierra resonaban en mis oídos.
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