Cada vez que visito por primera vez a un estomatólogo, me hace la misma pregunta: “¿Usted fuma o fumó alguna vez?”. Cuando le respondo que nunca en mi vida lo hecho, fija bien la vista en mis dientes manchados de amarillo. Entonces tengo que repetir una pequeña historia.
Cuando era niño padecía de la garganta y me recetaron unos antibióticos soviéticos. Fui un niño cubano, añado. Esas manchas se deben a unas pastillas amarillas que, además, me producían unas náuseas terribles. Luego llegaron antibióticos búlgaros, no tan abrasivos, pero al menos en mi caso ya era tarde.
Esta mañana leí un post donde Jorge Ferrer, medio en broma, medio en serio, se refiere a la vacuna rusa contra el coronavirus. “Es una acción de guerra, de guerra informativa y económica, y difícilmente algo más que eso. No ha pasado las fases de tests mínimamente requeridas”, comenta.
Con una clara intención propagandística, como advierte Ferrer, la han llamado Sputnik V. El populismo del siglo XX nos ha llevado de regreso a la Guerra Fría y a la lucha por conquistar el espacio (ahora reducida a un virus). Poco después di con un comentario parecido de Mabel Cuesta.
Esta vez, además de poner la misma cara de “me divierte” que le puse a Ferrer, me animé a hacer un comentario: “Prefiero seguir con mascarilla hasta que la vacuna de Oxford esté disponible. A mí no hay quien me ponga ni la china (capaz de que me convierta en un Huawei) ni la rusa”.
Acabo de llegar de hacer, junto a Diana, nuestra caminata diaria de 6 kilómetros. Es agobiante hacer todo ese trayecto con los lentes de sol nublados y la nariz cubierta. Pero lo prefiero a convertirme otra vez en un conejillo de indias de Moscú, que es lo que acabarán siendo los cubanos que fuercen a inyectarse. Hace 20 años que mi televisor no es ruso.
Ya tengo Santa Claus y árbol de Navidad, no quiero que nada me vuelva hacer extraño.
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