Nunca pude tener mi propia colección de sellos. La estación de ferrocarril del Paradero de Camarones quedaba demasiado lejos de las filatelias, aquellas pequeñas tiendas donde los coleccionistas adquirían, además de las estampillas, álbumes, lupas y todo lo necesario para su pasatiempo.
Pero cuando iba a La Habana, a casa de mis tías Sixta y Ramona, me pasaba horas viendo los sellos de mi primo Lazarito. Aquella colección, meticulosamente organizada, me servían para apreciar en colores la historia y la cultura de un país que se hacía cada vez más gris.
Muchas series se me quedaron grabadas con un nivel de detalles increíbles. Gracias a ellas, me aprendí los nombres científicos de árboles y aves. Algo que me ha sido muy útil en la Loma de Thoreau (donde la naturaleza es muy parecida a la del Escambray).
Ya grande, cuando estudiaba en la Escuela de Arte de Cubanacán, siempre que iba a visitar a mis tías le pedía a mi primo que sacara la colección de sellos. Con la ayuda de una lupa, exploraba aquellas pequeñas imágenes. Las series de los años sesenta me conmovían. Aquel país me resultaba irreconocible.
En 2011, cuando volví a Cuba por primera vez, el encuentro con Lazarito fue muy emotivo. Ya no estaban mis tías. Al abrazarnos, lloramos por todo lo que nos faltaba. Sin que tuviera que pedírselo, él me buscó su colección de sellos. Página a página, repetí la rutina que siempre hice.
La última vez que Marianela Boán fue a Cuba, trajo un paquete que me enviaban de La Habana. “Cami: Recibe este álbum con mucho cariño de tu primo Lachy. 15/11/ 2019”. Con una lupa, me puse a repasar de inmediato todas aquellas imágenes que con tanto cuidado aún guardaba en mi memoria.
Nunca pude tener mi propia colección de sellos, pero tengo un primo capaz de hacerle regalos al niño que fui aun a punto de hacerse viejo. Muchos de los sellos que recibí, escaneados y ampliados, adornan ahora las cabañas de la Loma de Thoreau. Vivo rodeado, literalmente, de algunos de mis mejores recuerdos.
El reencuentro con mi primo Lazarito en 2011. |
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