09 agosto 2020

Ofrenda

De niño padecí de la garganta. Cada vez que me daban aquellas fiebres tan altas, mi abuela me llevaba en la primera guagua al policlínico de San Fernando de Camarones. Gracias a ese padecimiento y a aquella destartalada Canberra, conocí el frío de la madrugada y el silencio de los cementerios.
Después que la enfermera me ponía unas dolorosísimas inyecciones, caminaba con Atlántida hasta el final del Prado. Ella compraba flores para sus muertos, en un vivero que estaba al lado del cementerio, y visitaba a los difuntos de la familia. Junto a las tumbas, decía en voz muy baja cosas que nunca entendí.
Ya de mayor, acompañé varias veces a mi madre al cementerio Tomás Acea de Cienfuegos. Allí, en el panteón de los Odd Fellows, están enterrados Aurelio y Atlántida. Me sentía ridículo dentro de aquella guagua de la ruta 3, junto a una mujer llorosa y un enorme ramo de flores.
Después de estar un largo rato delante de la pequeña placa de granito con los nombres de mis abuelos, Lérida decía en voz muy baja cosas que nunca entendí. A veces, sin proponérmelo, acabo en Puertas del Cielo, el cementerio de Santo Domingo donde están las cenizas de mi madre.
No suelo planificarlo, tampoco lo hago en fechas determinadas. Solo le sigo la corriente a una rara necesidad. Antes paso por un hermoso ramo de flores. En el camino, aunque sea al mediodía o en la tarde, recuerdo el frío de la madrugada. Una vez allí, aun cuando lloro, me siento feliz.
A veces hablo en voz muy baja. Digo cosas que nadie entendería.

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