Alberto Vera
Hace poco un amigo comentaba en Facebook las jerigonzas con las que se comunica la dictadura de Cuba. Imposibilitada de llamar a las cosas por su nombre, tanto en la prensa como en las redes sociales se la pasa haciendo malabares con eufemismos, consignas, medias verdades y francas mentiras.
“No entiendo lo que dicen”, afirmó. A mí me pasa algo más grave aún, le comenté. Ya no reconozco la Cuba actual. Es como si se tratara de un sitio en el que nunca he estado. No veo en el presente de ese lugar señales que identifique (y me identifiquen). El territorio y la cultura a la que pertenezco, quedan en el pasado.
Justo encima de esa publicación, otro amigo publicó una foto del reloj de Hormiguero (un central azucarero que luego se llamó Espartaco y que hoy no existe). El paisaje está vacío, la industria que produjo la riqueza y la identidad del lugar, se esfumó del paisaje. Alguien que no conozca su historia, no podría explicarse ese carillón en medio de la nada.
Esas agujas, ahora paradas, también marcaban la vida de muchas familias en el Paradero de Camarones, que generación tras generación hicieron zafra allí. No queda la más mínima huella de la industria ni de su ferrocarril. No entiendo nada en un paisaje que me sabía de memoria. Lo mismo me ocurre con Cuba.
Allí adentro, aunque son cada vez menos, todavía quedan cubanos que admiro y quiero. Aún podría llegar a La Habana, Cienfuegos o el Paradero de Camarones y abrazar a gente que han sido muy importantes para mí. Pero estaríamos en una geografía que ni se parece al lugar donde nos hicimos entrañables.
Respecto a Cuba, como el reloj de Hormiguero, ya estoy detenido en el tiempo. Todo lo que me queda por vivir en el lugar de donde soy, está en el pasado.
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