Hoy, a primera hora, me tocó ir al supermercado. Suelo ir a El Nacional de la 27 de Febrero. Está en el mismo edificio que la librería Cuesta (que siempre fue la mejor de Santo Domingo y ahora, prácticamente, es la única que queda). Como de costumbre, me fui hasta el parqueo más alejado.
Tengo ese hábito. Así, creo, disminuyen las probabilidades de que alguien se estacione a mi lado y, al abrir sus puertas, golpee las de mi Jeep (no olviden que tengo el trastorno obsesivo compulsivo). Mientras caminaba hacia las puertas de entrada, noté algo raro.
Cada persona con la que me cruzaba me miraba extrañada. Una señora vestida con una elegancia que no se correspondía con la hora de la mañana, se apartó de mi camino con un gesto casi de asco. Discretamente, deslicé el dedo índice por la ranura del pantalón, entre la tela y el zipper.
No, tenía la portañuela cerrada. Con tantos ojos encima, la vergüenza me paralizó. Y, lo peor, seguía sin tener la más mínima idea de por qué todos me miraban con esas caras de desaprobación. Otra señora, igual de elegante que la anterior, pasó por mi lado diciendo que no con la cabeza.
—¡Increíble! —Escuché que dijo a pesar de llevar puesta una mascarilla…
¡La mascarilla! Aunque todavía no me encontraba tan lejos del Jeep y a pesar de que estaba corriendo, el trayecto se me hizo infinito. Para disimular mi falta, me llevé las dos manos a la boca, lo cual complicó aún más mi carrera. Ya en la librería, sentí que el corazón se me quería salir. Sudaba copiosamente.
Una muchacha, cuya voz me resultó familiar pero que no pude reconocer por la mascarilla, me pasó por el lado riéndose. “Es horrible —dijo con un tono de complicidad— A mí me ha pasado más de una vez. La gente te mira como si estuvieras desnudo”.
Para compensarme por el mal rato, me compré una antología de Edna St. Vicent Millay. Así nació mi liberación, como dice la poeta en uno de sus versos.
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