31 octubre 2019

Tony Soprano me explica lo que significa Miami para mí

Tony Soprano y Paulie en Satriale's, 
la carnicería italiana de Nueva Jersey.
El cuarto capítulo de la segunda temporada de Los Soprano, esa obra maestra del arte cinematográfico que dura 4.300 minutos, me ayudó a entender a Miami y lo que esa ciudad significa para mí. Antes de tomar un avión, que lo llevará de Nueva Jersey a Italia, Tony responde una pregunta.
Están en la oficina del Bada Bing, tratando de ver El padrino en un DVD. “Ton, ¿cuál es tu escena preferida”, le pregunta Paulie. Primero evita hablar, pero segundos después no resiste la tentación: “La villa de Don Ciccio —confiesa—. Cuando Vito regresa a Sicilia. Los grillos, la vieja casa…”
“¡El país natal! —Dice Paulie cuando se baja del taxi y respira el aire de Nápoles— ¡Aquí está todo lo auténtico!”. Pero poco después comienza a decepcionarse. La comida italiana de Nueva Jersey le gusta más que la de Nápoles. Le da asco ir a los baños. Acaba por no entender la manera de ser de los napolitanos actuales.
Miami es para mí lo que Nueva Jersey para ellos. Cuba es mi Nápoles, un lugar donde lo perdí todo y al que ya no logro comprender. Sé que hay muchísimos Miami, porque cada quien debe tener el suyo. El mío, sobre todas las cosas, gira alrededor de la familia y las comidas.
La cocina de mis tíos Miriam y Aramís es el único lugar donde encuentro el mundo de los Yero tal y como yo lo conocí. Por eso disfruto tanto cada cosa que me como allí. Si vuelvo al Paradero de Camarones, es probable que apenas aparezcan las razones por las que sigo perteneciendo a ese lugar.
En casa de Miriam y Aramís, en cambio, siguen estando todas. Como también están en la Camaronera, donde me espera siempre una minuta de pez perro, exactamente con el mismo sabor que tenían las que vendía el gordo Riverón en el andén de la estación de Cienfuegos Carga.
Ir a Miami es la única manera que me queda de volver a mi cultura. Es por eso que me parece ridícula (y mal agradecida, también hay que decirlo) esa obstinación que tienen algunos cubanos por quejarse de ella. ¿Será que nada de su Cuba merece ser salvado?

30 octubre 2019

The Venetian

Volví de Las Vegas sin haber hecho
ni siquiera una apuesta.
Mientras los dados
caían a mi alrededor,
yo me concentré
en distinguir
a tus ojos
entre todas las luces
de tantos carteles.
Ya en el desierto,
pasé sobre 
los cadáveres 
que usó Martin Scorsese
para atemorizar
a los espectadores de Casino.
Lloramos en el circo
y brindamos con bourbon
cuando la noche de Nevada
cayó sobre la tarde
que traíamos en las maletas.
Por momentos creí
que era parte
de una vieja película,
pero minutos después
me vi en Venecia,
navegando 
en una góndola 
imaginaria,
bajo un cielo falso,
al final
de un día
que jamás existió.

Dar con tus ojos,
entre todas las luces
de tantos carteles,
fue mi mejor jugada.
Por más que caigan
los dados
a mi alrededor,
nunca intentaré tirarlos.

23 octubre 2019

El camino de las lomas

Con el camino de la Loma de Thoreau recuperé, de alguna manera, los viajes que hacía junto a mi padre al Escambray. Los 150 kilómetros que recorro todos los viernes, desde Santo Domingo hasta Quintas del Bosque, me sirven para volver a Veguitas, Jibacoa, Can Cán, La Felicidad, Topes de Collantes, Hanabanilla, Crucecitas, El Nicho... 
Tenía apenas 5 años cuando mi padre me enseñó a lidiar con la Loma del Sijú. Sentado en sus piernas y asistido por él en las curvas más difíciles, logré que su viejo camión Dodge superara el tramo más difícil de la carretera de Manicaragua a Jibacoa. “Tú solo tienes que oír el motor –insistía–, él te dice lo que hay que hacer”.
Serafín, mi Grand Cherokee (se llama así en honor a él), no necesita que me mantenga atento a su motor. Los frenos responden de manera autónoma y su sistema de suspensión garantiza el agarre en casi todas las situaciones. Cada vez que el Jeep me avisa de cambios que hará en la tracción o en la altura de los ejes, le digo a Diana que Papi se volvería loco con esas cosas.
En El equipaje del viajero, José Saramago asegura que “el mito del paraíso perdido es la infancia, no hay otro. Lo demás son realidades por conquistar, soñadas en el presente, guardadas en el futuro inalcanzable”. Siempre que voy camino a las lomas, regreso a mi paraíso perdido. De una forma o de otra, Serafín Venegas va conmigo.

17 octubre 2019

Alicia tampoco era eterna

Nadie se parece más a la Cuba revolucionaria que Alicia Alonso, ni siquiera el dictador Fidel Castro. Virtuosa, única en el universo de la danza clásica, excepcional bailarina y coreógrafa, dedicó las últimas décadas de su vida a dirigir de manera implacable y empobrecedora el Ballet Nacional de Cuba.
Su legado, tan cuestionable como sus años postreros como bailarina, deja el sabor de algo delicioso que se descompuso hasta el extremo de ser intragable. A finales de la década de los ochenta, cuando aún estudiaba teatro en la escuela de Cubanacán, tuve que ir a verla bailar por un trabajo de clase.
Si no iba al teatro, desaprobaba la asignatura de Estética Marxista. Forzado por las circunstancias, me vestí de mangas largas y me subí a una 132 (la mítica ruta que cruzaba a La Habana, desde la playa de Marianao hasta la Estación Central). Visto desde el palco, el escenario parecía una pista de aterrizaje.
Franjas fosforescentes le indicaban a la ciega anciana la dirección y los límites de sus movimientos. Salió a escena cargada por un bailarín, quien la sostuvo todo el tiempo, mientras ella movía los brazos y la cabeza. Un séquito de locas de época, histéricas y poseídas, gritaba adjetivos desconocidos para mí.
No voy a ser hipócrita, siempre detesté a Alicia Alonso y lo que ella representaba. No me alegro de su muerte (a diferencia de la de Fidel, de cuyo júbilo no me recupero), pero tampoco dispararé salvas ni me pondré a la altura de las circunstancias. 
Alicia Alonso acaba de demostrar que ella tampoco era eterna. Ahora, como la nación cubana y los signos de identidad que nos hicieron como somos, tendrá que empezar a podrirse.

El arado de Carlos Ayala

Mi abuelo Aurelio Yero nació en el Paradero de Camarones en 1908. Como jefe de estación, recorrió los confines de mi antigua provincia (Las Villas) hasta que, en 1968, hizo realidad su sueño de volver a casa. Gracias a su antigüedad, consiguió que lo nombraran en la estación de su pueblo natal.
Junto a la vivienda, construida por ingleses en 1914, había un triángulo de tierra baldía. Lo conformaban las conexiones de la línea de Cienfuegos a Santa Clara con el ramal Cumanayagua. El mismo día que se mudó comenzó a limpiar toda la maleza que había crecido en nueve años (no se chapeaba desde 1959).
Con viejos travesaños y alambre de púas lo cercó todo. A partir de ese momento, la tierra baldía empezó a llamarse El Potrero. Rodeado de trenes por todas partes, Aurelio mantuvo en ese espacio tres vacas con sus terneros y sembrados de arroz, maíz, frijoles, quimbombó, boniato, yuca, calabaza… 
Desde muy pequeño me encantaba irme con él para El Potrero. Arreglar las cercas y echarles cañas a las vacas eran mis tareas preferidas. Pero mis días preferidos eran cuando le pedía los bueyes a Felo López y, después de enyugarlos, salíamos en dirección a la casa de Carlos Ayala a buscar uno de sus arados.
Hace unos días le pregunté a su hijo Yankiel por aquellos implementos. “Dice mi papá que en aquellos tiempos el tenía varios tipos de arados —me respondió—. Ya sólo le queda el No. 1, que tu abuelo llevaba para surcar frijoles y arroz. El No. 2 era para boniato y malanga, el No. 3 para romper tierra”.
Borges decía que cualquier destino consta de un solo momento: en el que el hombre sabe para siempre quién es. Cuando recibí el mensaje y las fotos que me envió Yankiel, Diana y yo estábamos en el piso 14 de un hotel en Hyde Park. Tras los cristales, se veía una tarde de lluvia sobre toda la ciudad. 
Entonces comprobé que el recuerdo de un aguacero en el potrero de mi abuelo, mientras le veía arar, me emocionaba más que ver llover sobre Londres. El arado de Carlos Ayala es el único sobreviviente del mundo que Aurelio sembró para nuestra subsistencia. Él me explica quién soy.

15 octubre 2019

Extraños

Se pasaron todo el día 
mirándose a las caras.
Él intentaba vencer
al cansancio con alcohol.
Ella llegó hasta allí
huyendo del frío.
Es de Letonia
y tiene unos ojos azules
que solo saben
mirar fijo,
como si acabaran de salir
de un lugar muy oscuro.
A él le pareció poco
el whisky
y ella le dejó la botella,
eso hacen las camareras
en su país
cuando los hombres,
exhaustos,
van camino a casa.
Él le dijo que se caía
de sueño.
Ella le confesó
su miedo a las largas
noches de invierno.
Estaba dispuesta
a huir,
lo mismo al Caribe
que unos pisos
más abajo,
al calor de una cama
acabada de hacer.

Mirándose a las caras,
mientras la ciudad
ocurría tras los cristales
del último bar.
Hilton London Hyde Park,
octubre, 
una mañana de lluvia,
cuando ya había salido el sol.