23 octubre 2019

El camino de las lomas

Con el camino de la Loma de Thoreau recuperé, de alguna manera, los viajes que hacía junto a mi padre al Escambray. Los 150 kilómetros que recorro todos los viernes, desde Santo Domingo hasta Quintas del Bosque, me sirven para volver a Veguitas, Jibacoa, Can Cán, La Felicidad, Topes de Collantes, Hanabanilla, Crucecitas, El Nicho... 
Tenía apenas 5 años cuando mi padre me enseñó a lidiar con la Loma del Sijú. Sentado en sus piernas y asistido por él en las curvas más difíciles, logré que su viejo camión Dodge superara el tramo más difícil de la carretera de Manicaragua a Jibacoa. “Tú solo tienes que oír el motor –insistía–, él te dice lo que hay que hacer”.
Serafín, mi Grand Cherokee (se llama así en honor a él), no necesita que me mantenga atento a su motor. Los frenos responden de manera autónoma y su sistema de suspensión garantiza el agarre en casi todas las situaciones. Cada vez que el Jeep me avisa de cambios que hará en la tracción o en la altura de los ejes, le digo a Diana que Papi se volvería loco con esas cosas.
En El equipaje del viajero, José Saramago asegura que “el mito del paraíso perdido es la infancia, no hay otro. Lo demás son realidades por conquistar, soñadas en el presente, guardadas en el futuro inalcanzable”. Siempre que voy camino a las lomas, regreso a mi paraíso perdido. De una forma o de otra, Serafín Venegas va conmigo.

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