26 julio 2023

El hombre que venía de muy lejos*


Para entrar en aquella casa había que recorrer un pasillo muy oscuro. No tenía ni una sola ventana y solo la luz que se veía al final impedía que tropezara con Serafín, que avanzaba justo delante de mí. En el tiempo de antes, la casa fue un hotel. le llamaban el Hotel de Pedro y era el más grande de Manicaragua.
Como su familia también vivía allí, solo le intervinieron el lobby para ubicar en él la barbería del pueblo. Cuca, la esposa de Pedro, nos saludó con cara de misterio. Caminó delante de nosotros a través de la casa hasta llegar a la puerta del patio. Mi padre celebró el olor que salía de un caldero que borboteaba.
—¡La mejor cocinera de Manicaragua! —exclamó.
Cuca sonrió por primera vez y le señaló a mi padre uno de los balcones del caserón de madera que había del otro lado de la explanada. Una vez Serafín me explicó que allí estaban las habitaciones del hotel. Subimos por una escalera de madera que crujía, como si estuviera a punto de desplomarse. 
Pedro le dio un abrazo a mi padre y le señaló a un hombre que permanecía tumbado en una columbina. “Ahí lo tienes”, dijo. El hombre, que también tenía cara de misterio, por fin se incorporó y con las dos manos empezó a golpear duro en los hombros de Serafín. Esa fue su manera de saludarlo. 
Mi padre solo sonreía. Por lo que fue diciendo, venía de muy lejos. Habló de “lo último de Pinar del Río”, primero, y “más para allá de Guane”, después. Varios amigos suyos, como Pedro, lo fueron ayudando en el camino. Mencionó a Consolación del Sur, Catalina de Güines, Jovellanos y Aguada de Pasajeros.
Dijo que todo estaba igualito, que nada había cambiado. Por cualquier cosa empezaba a llorar. Eso no lo entendí. Serafín siempre se molestaba muchísimo cada vez que yo lloraba y a ese hombre, que era grande, fuerte y tenía como cincuenta años, lo dejó llorar desde Manicaragua hasta La Piedra. 
El Dodge Coronet avanzó muy despacio por el pueblo. El hombre, hundido en el asiento trasero, miraba hacia a un lado y hacia el otro. Repetía una y otra vez que todo estaba igualito. Después de subir la loma del Sijú, llegamos a un pequeño puente y el hombre le pidió a mi padre que se detuviera. 
Primero se bajó él, después Serafín y por último yo. Nos quedamos en silencio un largo rato. Él respiraba y oía. “Oye, oye, oye eso”, decía cada vez que se oían los grillos o algún ave. Cuando volvía el silencio, respiraba hondo otra vez, como si llevara mucho tiempo en un lugar donde no lo pudiera hacer.
—Me parece mentira que estoy aquí —dijo.
—¿Fue aquí? —le preguntó Serafín.
—Aquí mismo.
—¿Estás seguro?
—¿Cómo no voy a estar seguro?
—Es que yo siempre me imaginé que había sido un poco más arriba.
—No, fue aquí.
—¿Y cómo ellos sabían?
—Por el tipo de La Piedra… ¡Yo nunca confié en él!
—Sí, Daniel Peña me dijo que tú nunca confiaste en él.
—Me dicen que está hecho tierra.
—Sí, está hecho tierra.
—No me alegro del mal de nadie, pero…
—Pinto, tenemos que irnos. Yo todavía tengo que llevar a este muchacho al Paradero de Camarones.
—¿Y dónde queda eso?
—No tan lejos como lo último de Pinar del Río.
Serafín y el hombre empezaron a orinar y yo los imité. La luz del carro hacía que los tres chorros brillaran hasta perderse en la sombra de las hierbas. Al poco rato me quedé dormido y me despertaron los pitazos de un tren. Estábamos en el crucero de la carretera de Cienfuegos. Atlántida y Aurelio ya se habían acostado.
—¿Estas son horas para traer a este niño? —dijo mi abuela muy molesta.
—Es que quería que aprovechara bien el último día.
—¿Quieres un café? —le preguntó Aurelio a Serafín.
—No, gracias, viejo —le respondió mi padre—. Yo me tomo uno ahora, al pasar por Cruces, ahí hay una cafetería que está abierta las 24 horas.
Mi padre se metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de 20 pesos. Lo puso en mi mano mientras me decía que me portara bien. Mi abuela me tomó por el brazo y me hizo entrar, mientras se quejaba de todo el sereno que había cogido, un niño como yo, que padecía tanto de la garganta.
Atlántida me quitó los 20 pesos y le dijo a mi padre que a mí, gracias a dios, no me hacía falta nada. Cuando ya la puerta se cerraba, vi a Serafín haciéndome una seña y llevándose un dedo a la boca. Le dije que sí con la cabeza y él sonrió confiado. Nunca le diría a nadie lo del hombre que venía de muy lejos. 
Hicimos un pacto de caballeros. Orinamos los tres sobre un puente en el que algo muy malo había ocurrido. Aunque, en honor a la verdad, yo no tenía ni la más mínima idea de lo que había sido. Semanas después, mientras mis tíos Rao y Roberto fueron a la casa a beberse unos tragos con mi abuelo, logré averiguarlo.
En un momento, en que Rao repetía su inventario de las “barbaridades de esta gente”, mencionó a las familias que sacaron de Escambray porque había colaborado con los alzados. “Se las llevaron en jaulas de caña para lo último de Pinar del Río —dijo—, para que te enteres de lo que hay”.
Cuando oí eso se me escapó un “¡Aaahhh!”. Mi abuelo y mis tíos me miraron desconcertados, pero volvieron a concentrarse en el inventario de Rao, que continuó con el Cordón de La Habana, la Zafra de los Diez Millones y muchas otras cosas que ya no alcancé a escuchar.
Me fui para el andén a respirar hondo, aliviado de siguieran en lo suyo y no me obligaran a hablar. Oriné sobre la línea como si fuera aquel arroyo del Escambray, orgulloso de haber respetado el pacto de caballeros que hice con Serafín y el hombre que venía de muy lejos.

*Aunque este texto es parte de la novela Atlántida, no hay en él ni un ápice de ficción. Se lo dedico a Idolidia Arias, mi profesora de literatura en el preuniversitario Mártires del Escambray, en agradecimiento a su libro Cuba: desplazados y pueblos cautivos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

De niño siempre hacia mis vacaciones en casa de mis abuelos, cerca de La Jorobada. La zona de Mataguá con su tren diario, la guarandinga a San Juan de los Yeras y la Derecha, varis veces al dia, La Yaya, Manicaragua con su Colmillo Blanco directo a La Habana......eran otros tiempos.
Vivi en mi inocencia como se llevaron a parte de la familia para "ese lugar tan lejos" en Pinar del Rio. Nunca entendí nada de aquello, pero iba con mi madre en tren a ver a estos familiares desterrados a aquel pueblo donde no habia nada y lo tuvieon que construir todo. Con el tiempo supe lo que había pasado,y el porqué estaban alli,pidiendo permiso para volver a sus casas en Villa Clara.
Pobre gente,desplazados a la fuerza a un "campo de concentración" en un país que decia ayudar a los más necesitados y traajar paa el pueblo.