Desde la ventana de la cocina de mi casa, cuando no estaba pasando un tren, se veían las lomas del Escambray. De noche, mi abuela señalaba las luces que se distinguían como un mapa: “Aquella amarilla que parpadea es El Mamey. Las de más acá, Crucecitas. Aquel resplandor es el Salto del Habanilla…”, decía.
A los 11 años, cuando terminé la primaria en la escuela rural Conrado Benítez, me subieron a un ómnibus escolar junto a El Chiqui, Miriam, Aldo, María Isabel, El Negro, Osley, Yayo, Rita y Diego. Nos enviaban a un ESBEC en El Nicho, un intrincado pueblo al que se llegaba en lancha a través del lago Hanabanilla.
Así es que fui a parar al mapa de luces de Atlántida, estaba en uno de los puntos que ella señalaba. Desde entonces las montañas son parte de mi vida y de mi manera de ser. Aunque me crié en el llano, tengo un lado intrincado, que prefiere el frío, la humedad y la neblina.
Hoy, mientras leía el libro La sierra,editado por Frank Moya Pons (Banco Popular, 2017), sobre la naturaleza y la sociedad de la Cordillera Central dominicana, hice un recuento interior de mi relación con las montañas y mi fascinación por el Cibao y su gente.
En la Loma de Thoreau, donde Diana Sarlabous y yo nos hemos sembrado con la intención de ser felices, hacer lo que nos gusta y esperar la vejez, he vuelto a ser el niño que atravesaba un lago rodeado de montañas par sembrar café, mitigarel hambre con frutos de guamo y escaparse al río con sus compañeros de aula.
Antiguamente, a los cibaeños que vivían en lo más intrincado de la Cordillera les llamaban, despectivamente, serranos. Hoy en estas lomas, después de quedarse casi vacías y deforestadas, la población de campesinos y de árboles crece. Me llena de orgullo ser parte de ese entorno.
Estoy otra vez entre las luces que se ven parpadear cuando se mira desde el llano. “Yo también soy serrano”, pensé mientras me tomaba el primer café de la fría mañana, rodeado de neblina.
2 comentarios:
Camilito, en aquel serrano paraje donde fuimos a estudiar, siendo aún unos niños, aprendimos cosas nuevas y maravillosas, amar a la naturaleza, las aves, aprendimos a cosechar el café, exploramos cuevas y nos divertimos muchísimo cuando nos escapábamos al río. Pero también nos quedó el valor de la amistad y el cariño que sentimos por cada uno del grupo.
Tú papá, que al regreso del pasé se nos unía al grupo, nos llevaba al hotel Hanabanilla, nos pasábamos el día y él nos regresaba en la tarde en una lancha a la escuela. Amigo, imposible olvidar tan bonitos recuerdos.
Solo que la vida, la distancia y las circunstancias, nos han separado, pero todo eso que vivimos nunca lo olvidaré nos. Besos.
Amigo mío, qué tiempos aquellos, nunca los olvidaré. Qué felices fuimos todos... Besos a todos
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