La casa de Felo López estaba a unos 50 metros de la nuestra, la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. Él, su esposa Carmen, su hijo Persi y su nuera Lola eran nuestros más cercanos vecinos. Su pozo estaba junto al árbol más alto del pueblo, una inmensa ceiba cuya sombra nos alcanzaba todas las tardes.
Mi abuelo Aurelio tenía la teoría de que las raíces de ese árbol le daban un sabor y una frescura única al agua del pozo. Por eso me hacía ir a buscar dos cubos diarios. No bebíamos otra. Mi abuela Atlántida y yo la poníamos a enfriar en el refrigerador. Aurelio la tomaba de la tinaja.
La ceiba tenía una pronunciada inclinación. De pequeño, mi abuelo me decía que iba a convencer a Felo y a Persi para tratar de enderezarla con una yunta de bueyes. Por mucho tiempo lo creí probable. El día que por fin me di cuenta de que eso era imposible, estuvo riéndose un largo rato.
—Esa ceiba es nuestra torre de Pisa —decía cuando mostraba su admiración por el árbol.
Esa fijación de Aurelio con la inclinación de la ceiba de Felo López, acabó marcándome. Caí en cuenta hace unos días, cuando me descubrí amarrando de estacas a pinos, caimitos y ocujes. Me aseguraba de que crecieran derechos. En estos momentos, hay más de 20 matas con ese tratamiento “ortopédico” en la Loma de Thoreau.
La última vez que estuve en el Paradero de Camarones, me pasé un largo rato mirando la ceiba inclinada y recordando todas las historias que me unían a ella. En uno de los linderos de la Loma también tenemos una ceiba. Aún es pequeña, no sé cómo le irá a más de 900 metros sobre el nivel del mar.
Está derechita, pero yo la llamo la ceiba de Felo López.
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