Mi abuela Atlántida ya había perdido el juicio. Unas veces me confundía con mi abuelo Aurelio. Otras, no me reconocía. Mi madre tenía la edad que tengo yo ahora. Era una mujer fuerte y voluntariosa. A lo único que le temía Lérida era a la enfermedad de mi abuela, como si desde entonces supiera que también la padecería.
Las dos se habían pasado unos meses conmigo en La Habana y necesitaban volver al Paradero de Camarones para renovar sus chequeras. No hubo forma de conseguir los pasajes en ómnibus. El único camino de regreso que quedaba era el lechero, un tren que se tomaba un día entero en recorrer 304 kilómetros.
Para ayudar a mi madre con mi abuela, decidí hacer el viaje con ellas. Salimos de la Estación Central en hora, lo cual significaba poco para un viaje tan lento. Cuando el tren hizo su entrada en Bejucal, mi abuela se puso de pie y nos ordenó que hiciéramos lo mismo. “¡Vamos, que llegamos a Camarones!”, aseguró.
Hizo exactamente lo mismo en Quivicán, San Felipe, Guara, Melena del Sur, Güines, Vegas, Palos, Bermeja, Unión de Reyes, Bolondrón, Navajas, Pedro Betancourt, Isabel, Agramonte, Baro, Guareiras, Manguito, Calimete, Amarillas, Aguada de Pasajeros, Carreño, Perseverancia, Rodas, Congojas y Arriete.
Aunque llevábamos panes con tortilla, jugos y suficiente agua, fuimos comprando cosas por el camino. En un apeadero perdido en la llanura púrpura de Matanzas, mi madre consiguió una ristra con cien cabezas de ajo. Aproveché un cruce con un tren de caña para correr hasta un pozo y rellenar todas las vasijas de agua.
Llegamos a Cherepa justo a tiempo para subirnos al tren de Cienfuegos a Sancti Spíritus, que nos dejaría en Camarones 14 minutos después. “Vamos, mamá, que ya llegamos”, le dijo mi madre a mi abuela. “Estoy cansada de decírselos, pero ustedes ya no me hacen caso”, replicó Atlántida.
Mi tío Rao se había encargado de abrir la casa y limpiarla. Todo estaba impecable y tenía el mismo olor de siempre. Aunque a mi madre le encantaba pasarse tiempo conmigo, nada le gustaba más que estar en aquella vieja estación de trenes. Hervimos leche y nos hicimos un café. Eso fue todo lo que cenamos.
Fue un viaje terriblemente largo y tenso, por la condición de mi abuela, pero lo repetiría infinidad de veces. Ese día, entonces no lo sospechaba, recorrí por última vez la Línea Sur, ese hilo de acero que parece atravesar el tiempo en lugar de cinco provincias. También fue mi último viaje en tren con Atlántida.
No siempre es la felicidad quien nos hace volver a los lugares que más añoramos, la angustia también nos empuja hacia ellos con una fascinación incontenible.
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