Ayer celebramos el cumpleaños 86 de mi suegra. Nació en el central Elia, en el sureste del antiguo Camagüey, en 1934. Sus padres, dos emigrantes canarios, le pusieron el nombre de aquel lugar, agradecidos por las oportunidades de trabajar y prosperar. Luego, ya en El Cristo, se graduó de maestra y aprendió a tocar el piano.
Cuando se casó con Jorge Sarlabous, tenían la intención de vivir en aquel pequeño pueblo del oriente cubano para siempre. Pero cada uno de sus pequeños sueños se hicieron trizas cuando la revolución se apropió de todo lo que su familia había logrado con tanto esfuerzo.
El día que Jorge, que era agrónomo, dijo que deseaba marcharse, fue condenado a 3 años de trabajos forzados. En 1970 por fin aterrizaron en Santo Domingo, como parte de una pequeña escala que se convirtió en el resto de sus vidas. Ayer, varias generaciones de sus alumnos dominicanos le dieron las gracias.
“Tus lecciones cambiaron mi vida”, le dice en un video una de sus alumnas de piano, que ahora es una reconocida profesional en Nueva York. Una vez le pregunté a don Jorge por qué habían decidido marcharse. “Para que Diana no tuviera que vivir aquel horror”, me dijo sin pensarlo.
La noche que llegaron a Santo Domingo no sabían ni dónde iban dormir. Esa misma madrugada conocieron la hospitalidad y la generosidad de los dominicanos. Jorge trabajó hasta los 80 años. Elia se mantuvo dando clases de piano hasta que decretaron el confinamiento por la pandemia del Covid-19.
Ayer, en su fiesta de cumpleaños, vino un mariachi a cantarle. Lloraba de la emoción mientras que, con su mano derecha, apretaba fuerte la mano de Jorge. Con la izquierda, tocaba un piano invisible. ¡Muchas felicidades, querida Elia, y gracias por Diana!
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