El 23 de febrero de 1953, el siglo XX llegó al Paradero de Camarones. La misma noche que se encendieron las primeras bombillas eléctricas, abrió sus puertas el cine Justo. Eso lo debió convertir en uno de los pueblos más pequeños de Cuba con una sala donde se proyectaba, todos los días, al menos una película.
Desde niño preferí el cine a la televisión. Mi abuelo Aurelio, afortunadamente, me consentía en eso. Con su vieja linterna china, alumbraba el camino hasta aquel espacio (que de grande se me hizo pequeñísimo) donde las más increíbles historias se proyectaban en una pantalla deshecha.
—¡Efraín, lámpara! —gritaban todos cuando la película oscurecía.
—¡Efraín, foco! —reclamaban si los rostros de los actores se ponían borrosos.
Esos dos gritos están asociados para mí al descubrimiento del arte y (eso no lo sabía entonces) de la necesidad de crear. La primera vez que vi Tiburón (1975), me senté en la butaca (guiado por la linterna indiscreta de Angelina) con un profundo conocimiento de la historia y los personajes.
Le debía eso a mi primer maestro de apreciación cinematográfica: Enrique Colina. Su programa 24 por segundo me educó como espectador y me enseñó a ver cosas que no salían en las películas. Años después, cuando empecé a dar clases de dramaturgia, muchos nombres y términos ya me eran familiares.
Mi ironía y mi sarcasmo también están en deuda con la manera en que él se ensañaba con las malas películas. Su cine abordó la realidad cubana con un sentido del humor y una honestidad para el que las autoridades no estaban preparadas. Por eso muchas de sus obras acabaron censuradas.
Cuando supe que Enrique Colina había muerto, recordé la ilusión con la que esperaba por su programa cada sábado. ¡Efraín, lámpara! —oí por alguna parte— ¡Efraín, foco! Una acomodadora, con una linterna tan indiscreta como la de Angelina, lo debe de estar guiando ahora por una sala donde se proyectan películas eternamente.
Él lo merece.
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