Cuando
Arturo Arango me dijo que estaba herido de muerte, me costó mucho digerirlo.
Alberto Rodríguez Tosca vivía y escribía como si fuera a durar muchísimos años.
Sus actos y sus poemas eran los de un hombre que no tenía en mente el más
mínimo encuentro con la parca.
En
1999 estuve casi un mes en Colombia. Durante esos días, Albertico y yo fuimos inseparables.
Conservo un cartel donde se anuncia un recital de poemas que dimos juntos en un
bar, bebiendo aguardiente, rodeados por la bohemia más recalcitrante y el frío
de Bogotá.
Gracias
a él conocí las maravillas más intrincadas de La Candelaria, un lugar que
parece estar hecho para que solo vivan en él poetas, artistas y orates. Una
madrugada, con un frío que calaba los huesos, apenas abrigados por el alcohol,
una nube se quedó atrapada en una callejuela y comenzó a perseguirnos.
—Como
puedes ver —me dijo— aquí arriba vivo dentro de la poesía.
Según
me contó Arturo, gracias a Norberto Codina se logró que volviera a Cuba y que
se hiciera todo lo posible por salvarlo. Pero ya era demasiado tarde. Los
poetas suelen tener un hígado muy frágil, cualquier rasguño en él se convierte
en una herida mortal.
Recuerdo
cuadro a cuadro la última noche que compartimos. Al final, mientras cantábamos
a dúo una de las más viejas de Silvio, abrazados y totalmente borrachos, me pidió
que me mantuviera atento, porque el fantasma de José Asunción Silva podía
aparecer en cualquier momento.
Lo único que le pido a Albertico es que el día
que yo vuelva a La Candelaria, él haga todo lo posible por reaparecer. Me
conformo con su fantasma.
1 comentario:
Casi siempre me siento feliz por estar vivo; pero la muerte temprana de seres valiosos a los que ya supero en edad, me pega como una piedra llegada desde lo oscuro en pleno rostro. RIP, poeta!!!
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