No hay luz como la luz del domingo. Por eso, esté donde esté, siempre salgo a buscarla. A mis 53, colecciono domingos de toda índole: inolvidables, terribles, bellísimos, horrorosos, excitantes, aburridos… Pero todos, sin distinción, tuvieron una luz fuera del alcance del resto de los días de la semana.
Anoche, en la madrugada, me levanté a orinar (ya admití que tengo 53 años) y las luces de Jarabacoa no se veían al final de la oscuridad. Eso quería decir que la neblina había regresado. Salí a la terraza y escuché el murmullo de la llovizna. Me alegré por las azaleas y los cipreses que sembramos ayer.
Pero, después de tantos días lluviosos, deseaba un día soleado. A las 8 de la mañana ya me habían complacido. Ahí estaba esa luz que he hallado en territorios tan distantes como Las Villas, Jalisco, Castilla, Georgia o el Cibao. Sin importar la latitud ni la época, el domingo siempre se las arregla para sorprenderme.
No hay luz como la luz de la mañana de domingo. Eso lo comprobé escuchando el piano de Emiliano Salvador en esos dos minutos y dieciocho segundos que dura una de sus piezas más hermosas. Antes, lo reconocí viendo al domingo irse, en el último tren de la tarde, del Paradero de Camarones.
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