Los perros de Mario Dávalos y los míos pelean en la madrugada. Nunca se hacen daño, solo juegan a que libran encarnizadas batallas a través de las cercas. Una noche, sin embargo, sentí que todos estaban del mismo lado. Nunca supimos cómo los Dávalos habían entrado al territorio de los Venegas.
Luego, una tarde en que Diana y yo salimos a caminar por los senderos de Quintas del Bosque, Buck nos dio alcance. Buscamos en toda la cerca del frente, por donde suponíamos que se había escapado, y solo encontramos una pequeña brecha. “No fue por aquí, no”, nos advirtió Alito tajante.
Desconcertada, Diana le preguntó por qué estaba tan seguro. “No hay pelos en el alambre”, se limitó a responder. A pesar de que suelo confiar en su instinto de montero, esa vez le pedí que tapara el hoyo con un pedazo de malla. No puso objeciones, pero hizo el trabajo convencido de que era en vano.
—Todavía no hemos encontrado por donde se escapa Boss (así él llama a Buck) —me recordó ayer.
—No se ha vuelto a ir —alardeé.
—¡Bueh! —dijo mientras se encogía de hombros.
Hoy Diana y yo salimos a caminar otra vez y, al poco rato, Buck nos dio alcance. Volvimos a casa frustrados, pero decididos a encontrar la vía de escape. Diana se quedó adentro y yo salí silbando. No pudo resistir la tentación, corrió a la cerca del fondo y salto por un hoyo.
—¡Ya vi por donde es! —Me gritó Diana.
Al parecer fueron los perros de Mario, que en una de las peleas se lanzaron contra la cerca y abrieron un boquete. Alito tenía razón, el alambre estaba lleno de pelos. Ya sé lo que me va a decir mañana cuando le diga: “Adió, es que usted tiene que haceime caso”. Esas serán sus únicas palabras, antes de irse alicate en mano.
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