Un coche motor Fiat pasando junto al potrero de mi abuelo, a punto de hacer andén en el Paradero de Camarones. |
Violeta Romero escribió un comentario en el post que le dediqué a Esteban Darias, nieto de uno de los personajes de mi novela y una de las fuentes fundamentales a las que acudí para escribir sobre el mundo de los ferrocarriles en mi novela:
Qué interesante ver por acá a los personajes o descendientes de ellos. No he llegado aún a esos años en que aparece en tu novela, porque me la estoy leyendo despacito y disfrutándola. De lo que dices sobre tus conversaciones con los expertos acerca de los trenes, y lo que he ido encontrando durante la lectura, me llama la atención un detalle: la ausencia del juego, o sea, me refiero al juego infantil, en el cabal sentido de la palabra. El niño de la novela no juega; vive enamorado de las locomotoras (y de Basilia, la mujer más linda de Camarones), pesca, caza pajaritos, escucha la radio con Aurelio, lee las novelas que también lee su abuelo, y ve el mundo que lo rodea a través de esos personajes de novelas, series y películas. Hay una marcada intención cinematográfica dada sobre todo por el continuo ir y venir de los trenes, con sus pitidos y los saludos que gritan al pasar; o de los caballos cuyos jinetes también van y vienen saludando a su paso; o de Basilia cuando se echa hacia atrás para reírse o se queda estática "como en una fotografía". Y el niño protagonista observa y vive cada una de estas rutinas del pueblo. Pero, hasta donde va mi lectura, propiamente, no juega. No sé si (como dicen los dominicanos) estoy hablando “pepla”, pero es algo que me llama la atención de tu personaje. Supongo que así de madura fue realmente tu infancia.
En la canción “El hijo del ferroviario”, el cantautor asturiano Víctor Manuel admite que tampoco tenía necesidad de jugar:
Toda mi vida he visto pasar trenes,
puedo recordarme jugando en los andenes.
Por eso nunca tuve ninguno de juguete,
eran suficientes los que había en frente.
Aunque llegué a tener muchos juguetes, mi juego preferido era ver pasar a los trenes o permanecer dentro de la oficina de mi abuelo, mientras él daba vías, despachaba boletines, completaba las cartas de porte de los envíos, recibía y despachaba bultos o rollos de películas…
Cuando mi abuelo se jubiló, seguí pasando con libertad por la puerta que comunicaba mi casa con la estación y acompañaba a los jefes de estación que le relevaron: Hugo Lois, Blas Valdés, José Luis Rodríguez, Odel Castellanos y Rosendo Stuart. Algunos de ellos me permitieron un juego mayor.
Cuando mi tío Aldo Yero hacía el turno de despachador en Santa Clara (es decir, dirigía el movimiento de todos los trenes entre Cruces y Aguada de Pasajeros, tanto por la Línea Sur como por la de Cienfuegos a Santa Clara, tuve el privilegio de hacer yo mismo las vías y de llenar el libro de la estación.
El escritor cubano Severo Sarduy, que también era hijo de un ferroviario y vivió en una estación al sur de la provincia de Camagüey, aseguraba que su cine durante su infancia era el reflejo de las ventanillas de los trenes nocturnos en la pared de su habitación. Siempre se imaginaba una historia cuando eso ocurría.Como fui criado por mis abuelos y vivía solo con ellos en un apartado lugar, me acostumbré a la soledad y a las conversaciones de los adultos. Jugué muchísimo, Violeta, pero con el mundo que tenía alrededor. La llegaba o la partida de los trenes eran la señal para empezar a jugar… con la realidad.
1 comentario:
Gracias, Camilo, por este post que enriquece aún más mi lectura de tu libro. Está claro que el niño de la novela (tú en la realidad) vivió una infancia feliz y llena de maravillas. Tu personaje descubre prodigios en todo lo que le rodea y los describe con una ingenuidad encantadora. Su relación con los adultos es fascinante, ya sean los abuelos, los tíos, la madre, el maestro o los amigos. Es un personaje muy logrado, y sobre todo muy gracioso. Una vez más gracias por el post y sigo leyendo "Atlántida" que me tiene enganchada.
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