Nuestro querido maestro Gustavo y su esposa Gladys en la actualidad. |
Cada vez que oímos o mencionamos la palabra pandemia, pensamos de inmediato en el Covid, la gripe española o (en el caso de los lectores de Camus) la peste. Pero hay otro virus, igual de peligroso, que ha contagiado a casi todo el planeta y para el que no parece que encontraremos antídoto: la ñoñería.
No es mortal. Pero ha inutilizado a generaciones enteras que, ante la más mínima adversidad, se hunden. Cualquier regaño les puede generar un trauma (que luego sacarán en cara por el resto de sus vidas). La pregunta más inocente les resulta ofensiva o una invasión de su espacio privado.
Por eso, de vez en cuando, le recuerdo a María cómo era el mundo en mi época. Le hablo de los métodos de enseñanza de mi abuela Atlántida y de mis maestros Yayita y Gustavo. Al oírme, se pone roja o palidece. Como vivía en una estación de trenes, rodeado de vías férreas, tenía prohibido ir más allá del andén.
Un día Atlántida me sorprendió conversando con el Chiqui del otro lado de la línea principal. Estábamos sentados en uno de los carriles del apartadero y mirábamos hacia arriba. No buscábamos astros o constelaciones sino algún mango maduro en las matas del patio de Mercedita.
Por eso no vimos venir el peligro. El chancletazo fue tan duro, que estuve semanas con un tatuaje en la nalga: “Empresa Consolidada del Calzado/ 24/ Hecho en Cuba”. Del otro lado de la cerca, Barbarita esperó al Chiqui con un cuje. Oí los latigazos de lejos, sonaban como los del Zorro.
El maestro Gustavo prefería usar los nudos de sus larguísimos dedos. Daba unos cocotazos que nos sacaban la cabeza de nuestro centro de gravedad. Para faltas más graves, tenía el borrador. Tito Migollo era su blanco preferido. Era mucho mayor que nosotros y solía quedarse dormido.
Con un gesto, el maestro nos ordenaba bajar las cabezas. El borrador pasaba sobre nosotros como un misil, dejando una larga estela de polvo de tiza. Si Tito gritaba “¡Aaayyy!”, quería decir que el disparo había acertado. Pero el castigo al que más le temíamos eran las líneas de la maestra Yayita.
Era preferible recibir un cocotazo o exponerse a los disparos del borrador que pasarse toda una tarde escribiendo cien, quinientas o mil veces la misma oración: “debo llegar puntual al matutino”, “no debo hablar en clases”, “debo hacer todas las tareas todos los días”, “debo usar el uniforme correctamente” …
Nunca hubo que llevarnos al sicólogo, ni siquiera a Tito Migollo. Que yo sepa, ninguno de nosotros sufrió trauma alguno. Todos acabamos siendo hombres y mujeres de bien, como se decía entonces. Por muchas razones vivo feliz de haber nacido en 1967 y de la vida que me tocó vivir.
Ser inmune a la ñoñería es una de ellas.
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