22 julio 2019

Todavía ando en pantalones cortos, Roberto

Yo no sabía quién era Borges. En toda mi provincia no había ni un solo texto suyo. Tampoco conocía a Gastón Baquero. Su único libro a mi alcance, Memorial de un testigo, permaneció embargado en la biblioteca de Cienfuegos hasta que en 1987 por fin pude rescatarlo (es un eufemismo, me lo robé). 
Dickinson, Yeats y Lee Masters eran solo apellidos. Toda la poesía que conocía estaba hecha de versos sencillos, de fáciles (y a veces simplonas) rimas, hasta que encontré un libro suyo. Era una antología y gracias a aquel volumen también descubrí esa palabra, como antediluviano y ergástula.
Me recuerdo leyéndolo, una y otra vez, mientras el ómnibus escolar se envolvía en una nube de polvo para subirse en el Escambray. Mis primeros poemas (hechos con el único objetivo de llamar la atención de mis primeras novias) siempre acababan imitando a los suyos.
Muchos años después le recordé todo eso, la mañana que me llamó a La Gaceta de Cuba para decirme que quería hablar conmigo. “Roberto, ando en pantalones cortos” le advertí (no sé si Norberto Codina y Arturo Arango lo siguen haciendo hoy, pero en aquella época nos dábamos el lujo de trabajar así).
Me dijo que no importaba y 20 minutos más tarde estábamos meciéndonos frente a frente en su oficina. Él me propuso que dirigiera la editorial de Casa de las Américas. “Lo único que le pido, Camilo, es que venga en pantalones largos”, me dijo al final del encuentro.
La última vez que nos vimos fue en la Feria del Libro de Santo Domingo. Me dio el mismo abrazo de siempre, lo sé porque encajó los huesos de su hombro en mi cabeza. Quedamos en vernos aquella tarde o al otro día, pero ya no fue posible ni un encuentro más.
No hay que justificar los sentimientos, pero sí reconocerlos. Siempre lo recordaré con el mismo cariño. Guardo todas las conversaciones que tuvimos mientras nos mecíamos frente a frente, sus palmadas, su correcciones a mis textos, sus regaños. 
Todavía ando en pantalones cortos, Roberto.

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