Cuando uno vive en una estación de trenes ve pasar a tanta gente que deja de fijarse en los rostros. Como es imposible retener tantas caras, se crea un mecanismo propio de reconocimiento que consistía en identificar señas particulares, modos de caminar, tics nerviosos…
Con los viajeros de siempre no lo necesité, a ellos los distinguía con eso que Atlántida llamaba “la fuerza de la costumbre”. La negra Dolores esperaba todas las mañanas al tren de Santo Domingo. Según Aurelio debía tener ya más de 70 años, pero en su cara había siempre una sonrisa sin arrugas.
Cuando caminaba, su cuerpo se balanceaba de un lado a otro, como si el suelo que iba pisando se estuviera moviendo. Atlántida siempre que la veía decía “pobre mujer”, porque recordaba que les habían fusilado a dos hijos en el Escambray. El primero fue antes del 59.
Fue en los días en que el Segundo Frente tenía su campamento en El Nicho. El hijo de Dolores le dijo al ejército la ubicación exacta y una avioneta de la Marina los bombardeó. El comandante Gutiérrez Menoyo le envió una carta a Dolores donde le daba el pésame y le explicaba por qué había llevado a su hijo al paredón.
Después de la revolución, el otro hijo se le alzó y también lo fusilaron. Esa vez nadie le dio el pésame y no recibió ninguna carta. Según ella le contó a Aurelio ya casi subiéndose al 3710, nunca le dijeron ni siquiera dónde estaba enterrado. Dolores me saludaba con un beso, mientras me pasaba la mano por la cabeza.
Me decía que iba a ser lindo como todos los hombres de los Yero. A Atlántida le “hervía la sangre” cada vez que la oía decir eso. “Eso mismo le decía a tu tío Aldo —me decía mi abuela mientras me arreglaba el peinado con sus manos estrujadas—. ¡Tan vieja como está para tanta satería!”.
Ni mi abuelo sabía cómo se llamaba el hombre que venía a buscar una cantina de leche. Aunque conversan muy animadamente sobre muchos temas, nunca se les ocurrió preguntarse cómo se llamaban. El hombre se iba en el 3702. Ponía 15 centavos en la taquilla y Aurelio le sellaba un boletín para Palmira.
Una mañana un tren de carga se descarriló entre Ranchuelo y Cruces. No hubo paso hasta media tarde. El hombre le comentó a mi abuelo que temía que la leche de la cantina se le cortara. Aurelio llamó a Atlántida para que se la hirviera y el hombre dijo que no sabía cómo agradecer tanta molestia.
Al otro día nos trajo un mamey maduro con el que hicimos batido. Semanas después el tren se volvió a retrasar no recuerdo por qué motivo. “Mañana tomamos batido de mamey”, dijo Aurelio frotándose las manos, después de alcanzarle la cantina a Atlántida para que pusiera a hervir la leche.
Yiya era de Cabeza de Toro, un apeadero que está entre Hormiguero y Cherepa. Aunque ya hacía años que se había “juntado” con Juan José Monzoña, todos los días se subía al tren de Cienfuegos para ir a almorzar a su casa. Se iba en el 3702 y volvía en el 3703. Tenía dos hijas pecosas a las que llamaban las Entenadas de Juan José.
Gracias a Yiya y a sus dos hijas pecosas, los Ferrocarriles de Cuba seguían imprimiendo boletines de Camarones a Cabeza de Toro. 1.095 en años normales y 1.098 en años bisiestos, según Aurelio, eran una cantidad suficiente para que la empresa le solicitara a la imprenta un nuevo lote de aquellos pequeños cartones.
Por último, estaba la muchacha que viajaba los viernes en la tarde para Cumanayagua. Tenía los ojos azules, muy azules. Cada vez que iba a saludar a alguien, en vez de decir algo, sonría. Era mucho más joven que Basilia y la maestra Mary. Siempre andaba con una novela policiaca y nunca dejaba de comerse las uñas.
Una mañana llegó al andén con dos maletas y acompañada por un hombre mucho mayor que ella. Esperaron el tren de pie, ella con la vista perdida en el punto por donde asoman los trenes y él abrazándola por la cintura. Él la empujó por las nalgas cuando se fueron a subir al coche. Ella seguía cargando con las maletas.
Nunca más volvímos a ver a la muchacha que tenía los ojos azules, muy azules. Entonces la lista de los viajeros de siempre se redujo a cinco personas, la negra Dolores, Yiya, las entenadas de Juan José y el hombre que venía a buscar una cantina de leche.
Gracias a ellos seguíamos contando con “la fuerza de la costumbre”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario