Bladimir Zamora, uno de los cubanos que más he querido, cuando se daba veinte tragos de más (diecinueve no eran suficiente) se ponía a hablar de la historia de Cuba. Eso era lo que había estudiado y lo que más le apasionaba (incluso más que nuestra música tradicional, aunque a los que le conocieron les sorprenda).
Muchas veces se remontaba a la Asamblea del Cerro, donde destituyeron a Máximo Gómez como General en Jefe del Ejército Libertador. “Esa es la mayor injusticia que hemos cometido”, decía con rabia. Bladi seguía a Gómez como a un fantasma, señalaba sus casas en La Habana como si fueran templos.
Desde que llegué a República Dominicana, soñamos con emborracharnos en Montecristi. Pero en el momento que por fin era factible, su hígado nos jugó una mala pasada. La última vez que nos vimos calculó los años que yo llevaba viviendo en Santo Domingo y me dijo que ya era compatriota de Máximo.
—Todavía —le respondí.
Hace unos meses Odette Alonso me regañó. Fue a propósito de un viaje de Diana y mío a México. “¿Cómo es posible que tú aún no seas dominicano?”, me dijo. Ninguna de mis excusas le valió. De regreso a Santo Domingo, aceleramos el tan postergado proceso de naturalización.
Hoy, junto a 38 personas de muchísimas nacionalidades, canté el himno dominicano por primera vez. Descubrí que me lo sabía y me volvió a estremecer una estrofa: “Ningún pueblo ser libre merece/ si es esclavo, indolente y servil;/ si en su pecho la llama no crece/ que templó el heroísmo viril”.
Los dominicanos no han permitido que ninguno de sus tiranos muera en su cama, los ajusticiaron a todos. Eso me llevó de regreso a la Asamblea del Cerro, donde los cubanos destituímos al hombre que nos enseñó a pelear. Me serví un ron al regresar a casa. “Bladi, ya soy compatriota de Máximo”, dije con él en alto.
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